24 de julio de 2020

La forma de una ciudad

La forma de una ciudad. Julien Gracq. Shangrila, 2020
Traducción de Alberto Ruiz de Samaniego
El recuerdo es un tablero de ajedrez, sesenta y cuatro casillas alternas en blanco y negro, treinta y dos piezas; la imaginación es la partida. En La forma de una ciudad (La forme d'une ville, 1985), Nantes es el tablero; el contenido es una de las múltiples partidas que pueden jugarse con las piezas y las normas del ajedrez.
«He vivido una simbiosis demasiado estrecha con Nantes, cuya imagen se enriquecía en mí a lo largo de los años, al mismo tiempo que se cumplía en ella mi "crecimiento"; al no hallar la menor dificultad en perfilar la representación que me formo de ella. Es más bien su imagen influyente la que tiene tendencia a perfilarme: de una manera general, y en cualquier época de mi vida de la que se trate, yo no me veo nunca en el recuerdo, al fondo de la perspectiva dibujada por el retroceso de los años, más que sumergido en cuerpo y alma en un elemento mucho más concreto, mucho más estimulante y limitador a la vez, que aquel al que se aplica habitualmente el nombre de entorno. Trato de mantener alguna distancia con ese complejo de calles y de plazas con el cual mi vida ha estado ligada en su época más sensible: empresa aleatoria, puesto que lo que nos ha tocado de cerca en nuestros comienzos no cesa nunca totalmente, incluso en la ausencia, de participar desde lejos, por poco que sea, en nuestras mutaciones».
La ciudad no es más que un entramado más o menos racional de calles y edificios, y como todo objeto sometido a los avatares del tiempo, posee una historia propia y una relación circunstancial con sus habitantes. Esta relación, en cambio, se convierte en primordial desde el punto de vista de esos pobladores, ya que la ciudad suel actuar sobre ellos modelándolos de una forma tan determinante que esos asépticos edificios y calles acaban conformando las características de un ser completo. El recorrido a lo largo de sus años de adolescencia de ese proceso es el que intenta traer del recuerdo un Julien Gracq adulto, al final de su vida; tal vez como quien salda una deuda pendiente, acaso como quien busca en una geografía determinada el rastro del ser en el que se ha acabado convirtiendo.
«La imagen de Nantes que surge espontáneamente en mi espíritu sigue siendo [...] no la de un laberinto con calles centrales de donde uno se evade episódicamente, sino más bien la de un nudo mal apretado de radiales divergentes, a lo largo de los cuales el fluido urbano escapa y se diluye en el campo como la electricidad huye por los extremos. Tal vez, por eso, yo me he sentido más sensibilizado que otros hacia los límites donde el tejido urbano se desmaya y deshilacha, sin que, no obstante, este se haya abandonado a favor del campo. Y a veces acabo por pensar, recordando los libros que he escrito, que este gusto por las zonas limítrofes ha aumentado después en mí poco a poco y ha alcanzado la expansión; hasta iluminar, por un juego de analogías, dominios inesperados, de tonalidad sensiblemente más sombría: de los suburbios a la frontera, para la imaginación, no hay más que un paso».
La parte principal del recuerdo consiste en el carácter legendario que posee, en la mente del niño, la gran ciudad en contraste con la insignificante urbe de provincias: la promesa de lugares maravillosos y objetos impresionantes contra el paisaje gris y monótono; el cosmopolitismo moderno contra el provincialismo trasnochado; las grandes avenidas y las sombreadas plazas contra las callejuelas con olor a humedad y a excrementos de animales; pero también el anonimato urbano contra las intrigas vecinales y el mundo abierto, ese aire de fiesta permanente, contra el pozo oscuro e inescalable. La aventura infantil se nutre de lo desconocido y el inexplorado campo de la ciudad es el escenario perfecto; años después, el recuerdo fijado en condiciones de excepcionalidad ha quedado impreso en la conciencia del protagonista con una fuerza invencible, a diferencia del suscitado por la monotonía de lo habitual; la ciudad despierta un sentimiento —aproximado, incidente, previsible— de civilización que descompone la impresión de mezquindad letárgica en que se halla envuelto el pueblo.
«Lo que permanecía incumplido en una vida medio enclaustrada, continúa su camino subterráneo en un segundo plano de mi vida, a la manera de esos rizomas que revientan aquí y allá la tierra abonada con el resurgimiento inesperado de unos brotes verdes».
Sorprende, por otra parte, la práctica ausencia de vida humana en los recuerdos de Gracq; en cambio, tal vez como compensación, extiende la consideración de la ciudad como organismo vivo, inmóvil, pero en perpetua transformación.
«No solo los bordes del Erdre, en sesenta años, han debido de cambiar mucho, sino que la imagen que yo me hago de ellos probablemente esté deformada más allá de toda medida, sin otras relaciones con la realidad de aquel tiempo que las que mantiene un suceso de nuestra jornada con el sueño nocturno que la hace nacer, obteniendo de él una floración inesperada. La atmósfera del sueño, simplemente —caso bastante raro— acababa por impregnar, en esta ocasión, la película de lo vivido a medida de su desarrollo. Además, no pretendo en absoluto hacer el retrato verídico de una ciudad que, a través de su prisma, jamás ha dejado filtrar para mí la luz intacta. Solo doy testimonio, ya lo he dicho, de su presencia en mí: la única, de todas las ciudades que he conocido, que no requiere, de ninguna manera, verificación».
El conflicto más explícito que plantea Gracq es la pugna por alcanzar el estatuto de realidad entre el Nantes actual y el Nantes que permanece fijado en el recuerdo del narrador. En esa pugna, mantienen su relevancia los lugares del pasado que ya no existen frente a las nuevas construcciones que han tomado su lugar, como si estas no fueran más que errores producidos por el paso del tiempo.
«¿Dónde radica el modelo de estos hallazgos, que se instalan de pronto en las encrucijadas de la memoria y de la imaginación, que toman ellos mismos los mandos del mecanismo con el que se dibuja, sobre un determinado recuerdo abstracto, sobre una determinada lectura, una figura material a la que ellos no han llamado más que indirectamente?»
La ciudad es un conjunto inabarcable de categorías aun excluyendo a sus habitantes, cuya perentoriedad temporal, a diferencia de la mayoría de objetos y de edificios, sometidos a un lapso mucho más prolongado, les resta importancia como elementos primordiales —excepto aquellos habitantes famosos reconocidos mediante una placa conmemorativa o un monumento, en cuyo caso podrían considerarse definitivamente convertidos en piedra—. Pero, a pesar de su relevancia, tales categorías carecen de ámbito universal: aquellos puntos de referencia imprescindibles para el visitante pueden poseer poca o ninguna trascendencia para el nativo, mientras que el rincón más insignificante o el pasaje más inocuo pueden convertirse en un punto definitorio, mucho más que el monumento imprescindible o la avenida más cosmopolita. Tal vez por esa razón, la ciudad única que percibe el visitante no tiene nada que ver con las múltiples ciudades que distinguen los nativos, una distinta para cada uno: es el poder de la seducción y la admiración frente al sentimiento de identidad, de pertenencia.
«Pero, en realidad, la ausencia de bellezas arquitectónicas que aclamar, ha hecho de la ciudad algo inmediatamente más sensual y más próximo: los lugares que uno prefiere en un cuerpo amigo no tiene relación con los cánones de la estética. La ciudad para mí está poblada, todavía en la actualidad, no por lugares célebres, sino por sitios donde me gustaría permanecer, a veces materialmente (hasta tal punto el presente y el pasado se mezclan confusamente en el sentimiento que tengo de Nantes), otras veces, en el recuerdo».
Otros recursos relativos al autor en este blog:
Notas de Lectura de Manuscritos de guerra
Notas de Lectura de Capitulares

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