El hombre de tres letras. Último Reino XI. Pascal Quignard. Shangrila, 2021 Traducción de Rubén Martín Giráldez |
«Me gustan los libros. Me gusta su mundo. Me gusta estar en la nube que forma cada uno de ellos, que se eleva, que se alarga. Me gusta proseguir su lectura. Me entusiasmo al recuperar ese peso ligero y el volumen en el hueco de la mano. Me gusta envejecer en su silencio, en la larga frase que pasa bajos los ojos. Es un río abrumador, al margen del mundo, que desemboca en el mundo pero que no interviene en él de ninguna manera. Es un canto solitario que oye solo quien lo lee».
El hombre de tres letras (L'homme aun trois lettres, 2021), undécimo y último volumen publicado de la serie Último reino, es una declaración de amor por los libros, ese objeto perfecto que, al abrirse, como una ventana, alumbra nuestra oscuridad y nos descubre un mundo; por la lectura, una tarea solitaria que, con recogimiento, recrea un cosmos privado, particular, silencioso, que contiene todos los mundos existentes y nos conecta con seres humanos que desaparecieron hace siglos; y por la escritura, el tercer elemento de la ecuación.
«No me hables de ese libro, lee, asoma aún más la cabeza por ese abismo donde se pierde tu alma».
"El hombre de tres letras" es la perífrasis latina para referirse a un ladrón, fur, un recurso que evitaba decir el nombre y, con ello, convocar su presencia, bajo la convicción de que lo que no se nombra no existe. Un argumento parecido, aunque con una intención contraria, a las sectas religiosas que prohíben citar el nombre de Dios.
«El hombre de tres letras es el rey furtivo ―el que viene y va― con la ayuda de su lengua silenciosa ―que se escribe y se calla― entre los dos reinos ―uterino y solar― donde se sostiene íntegramente la breve experiencia posible para cada cual».
Leer es robarle el individuo a su comunidad para mantenerlo secuestrado en otra silenciosa y anónima, nominal, que se basa en la soledad y el aislamiento de sus componentes. Es también el robo del tiempo útil, del tiempo productivo, que de coyuntura eficiente se transforma en circunstancia furtiva.
«Cada palabra es en sí un fantasma, cada léxico es una población de sombras».
La posibilidad de que las primeras letras escritas provengan de símbolos de objetos o de animales significaría que existió una conexión estrecha entre escritura y naturaleza, un vínculo que se ha perdido con el transcurso del tiempo, pero que ha permanecido implícita para siempre. La letra acabó desgajándose de su significado para convertirse en mero signo, pero esta degradación no la ha aislado de su origen ―tan solo lo ignoramos― ni de lo que este lleva implícito; esa es la única razón ―y no la utilidad― de que perdure a través de los siglos.
«La letra reemplaza al reflejo que tomó el relevo de la alucinación en la oscuridad de la noche. La letra se convierte, a su vez, en el medio de descender en el tiempo, siguiendo quince o veinte peldaños ―sobre los ladrillos de Sumeria, sobre los caparazones de tortuga de China―, hasta el fondo del mundo invisible, ante el perro triple de la noche que se come nuestra carroña por toda la eternidad».
El abecedario: veintisiete signos bastan para nombrar todo lo visible y lo invisible, lo real y lo imaginario, lo concebible y lo inaudito. Signos que expanden su función cuando se agrupan en palabras ―y, en algunas lenguas, varían su sonido―, y que amplían sus posibilidades hasta el infinito cuando se combinan.
«La "cosa literaria" engloba de una vez, ya para siempre, todo lo que va a escribirse a partir del origen de la escritura: ya sea inhumano, infernal, divino, natural, salvaje, físico, en los fósiles de los acantilados, en las plantas devastadas, en los mordiscos de los animales carnívoros, en los labios del bebé que mama y adelanta la cabeza, en los pechos de las madres que se los sacan y les dan de mamar, en los excrementos que dejan las fieras a las que perseguimos por sus carnes, sus costumbres, sus pieles, sus colmillos y sus bosques».
La distancia que separa la palabra hablada de la palabra escrita es la misma que aleja la lengua del lenguaje; las paredes y las rocas, la arcilla, los huesos, la madera y las tablillas de cera, el caparazón de las tortugas, la piedra y el metal, el papiro y el pergamino, y el papel le confieren permanencia a la volatilidad del habla y pueden usarse como testimonio, defensa o cargo. Su continuidad es tan duradera que solo pueden ser destruidos por el agua o por el fuego, los mismos elementos que han participado en su creación, como si el fenómeno de su destrucción estuviera inevitablemente incluido en su origen. El bípedo erecto se convierte en hombre cuando pronuncia su primera palabra, pero le falta la escritura para hacerse un ser que tiende a la transcendencia. La palabra abandona el aire para convertirse en materia; por esa razón, las lenguas son más susceptibles de cambios y variaciones que la escritura: todas las lenguas procedentes del latín han sufrido cambios, pero los caracteres latinos han permanecido inamovibles.
«Escribir sumerge el pensamiento en un infinito sin interlocutor».
Los eruditos no se ponen de acuerdo en el origen de la palabra literatura; no se hallan rastros ni entre los griegos, los etruscos ni los latinos. Este desarraigo no ha impedido ―¿lo habrá facilitado, acaso?― que los contemporáneos nos entendamos perfectamente cuando hablamos de literatura, como si no hiciera falta una definición cuando se manifiesta consenso.
«¡Habré consagrado mi vida a una presa escurridiza cuyo nombre no tiene sentido, ni empleo, ni función, ni propósito, ni origen, ni fin».
La escritura no teme a la muerte, la trasciende desde la modestia del papel y la supera con la supervivencia de los signos que la componen. Siempre nueva para los ojos que la descubren, atesora un conocimiento que ninguna imagen puede contener y conecta directamente con el pasado en el que fue generada. Todo ello en el silencio más fértil.
Escritura en silencio, lectura en silencio. Recogimiento, circunspección. Toda la eficacia se concentra en la relación callada de un agente con un soporte cuyas fragilidades respectivas son precisamente su fuerza y la razón de su permanencia. La escritura roba las manos, la lectura roba la mirada, ambas en silencio. Prometeo, que robó el fuego al cielo, fue el responsable de la hominización; Heráclito, que robó la lengua al aire, inauguró la humanización; esta hipótesis le hace sostener a Quignard que "la invención de la escritura es más importante que la invención del fuego".
«Tertuliano: escribimos sin acepción de persona (sub exceptione personarum) por la vía secreta de un alegato mudo (via occulta tacitarum litterarum). Siguiendo el sendero oculto de letras taciturnas la literatura es el instrumento de toda la vida. Instrumentum ad omnem vitae litteratura. La literatura sirve a la vida en calidad de todo».
Leer es como interpretar una música que nadie está ejecutando ―pero que alguien compuso― y que nadie, excepto el lector, oye. Escribir es como componer una música que quizá nadie interpretará, pero que podrá ser recuperada por cualquiera que conozca el código; escribir es abrir una puerta a lo que no existe ―pero que es real como la misma inexistencia― para que pueda acceder al mundo material mediante el conjuro silencioso del lector.
«Escribir es leer lo que no se ve en el silencio de lo que ya no oímos».
El único silencio que existe, es decir, que se puede percibir, es el silencio que acompaña a la lectura. Es un silencio que no es solo ausencia de sonido ―como el silencio en la música no es solo ausencia de notas―, sino que forma parte de la armonía universal y es la contribución a esta más importante del ser humano. Es ese silencio que pone en contacto la muda escritura con la callada lectura y neutraliza cualquier ruido que pudiera contaminar esa comunicación o interrumpir la laguna de la conciencia en la que cae el que lee; un silencio que se remonta al del cazador acechando a la presa y esperando el momento propicio.
«Dejar un fantasma en este mundo es morir. Dejar un rastro es ser pasado y haber desaparecido. Dejar una letra es haberse marchado muy lejos».
La única resurrección posible de los muertos de antaño se produce mediante la literatura, en su tiempo y en sus propias palabras; no es un viaje del lector al tiempo pasado ―como sería, de hecho, un viaje a los infiernos, donde moran todos los muertos de otro tiempo―, sino el rescate de esos muertos para traerlos al presente. La literatura es una resurrección.
Para el hombre que escribe, el dilema existencial no se basa en la dualidad de cielo o infierno, sino en la gloria terrena o la vida solitaria del estudio y el recogimiento ―Montaigne, alcalde de Burdeos y consejero real, y pensador solitario en su torre―, es decir, la salvación o la condena.
«De un lado lo argumentable, del otro lo inflexible. De un lado el discurso, la línea recta, los placeres de la identidad, la tibieza del hogar, las etapas regulares, la fortuna; del otro la novela, el rayo, el capricho demoledor, la densidad, el resplandor, el cambio repentino, la incandescencia, el amor».
Quignard, siempre apuntando al cerebro del lector.
Otros recursos relativos al autor en este blog:
Notas de Lectura de Sobre la idea de una comunidad de solitarios
Notas de Lectura de Pequeños tratados
Notas de Lectura de Las lágrimas
Notas de Lectura de La vida no es una biografía
Notas de Lectura de Albucius
Notas de Lectura de La noche sexual
Notas de Lectura de La respuesta a lord Chandos
No hay comentarios:
Publicar un comentario