27 de julio de 2020

La soñadora materia

La soñadora materia. Francis Ponge. Galaxia Gutenberg, 2007
Edición bilingüe de Miguel Casado
La soñadora materia, el volumen publicado en castellano en 2007 en una excelente y justificada edición bilingüe de Miguel Casado, toma su nombre À la rêveuse matière, la plaquette publicada en 1965 que intenta contrastar tres diferentes formas de mirar la materia: la fotografía de Henriette Grindat, el dibujo de Albert-Edgar Yersin y la escritura de Francis Ponge; contiene tres de los títulos más definitorios de la literatura de Ponge, escritos en tres diferentes períodos de su vida, Le Parti pris del choses (1942), La Rage de l'expression (1952) y La Fabrique du Pré (1971), pero que abarcan tres formulaciones sucesivas de su preocupación por la relación entre los objetos y las palabras: mientras que en Tomar partido por las cosas la definición de un objeto es su descripción y se presume un mundo acabado que requiere una nueva definición, en La rabia de la expresión establece que toda definición es provisional porque lo relevante es el proceso de definición, de escritura y, finalmente, en La fábrica del prado concluye que es ese proceso lo que se convierte en obra —de hecho, la primera edición de ese libro consistía en la publicación en facsímil de sus hojas de trabajo manuscritas, incluyendo las tachaduras y añadidos, es decir, con las cicatrices de su composición a la vista; las ediciones posteriores han conservado ese formato usando diversos recursos tipográficos—.

Al principio, en un mundo primigenio ideal, las cosas no tenían nombre, simplemente eran. Cuando el hombre las nombró, era posible convocarlas en su ausencia, pero esa desvinculación originó una brecha irreparable entre la cosa y su nombre que solo puede recomponerse volviendo a "la significación primera", y para esta tarea es precisa una modificación del lenguaje, poético o descriptivo, que repare el nexo fracturado.

Tomar partido por las cosas 
(Transcripción al castellano del post Notas de Lectura de El partit pres de les coses)



(Mal)acostumbrados a identificar gravedad, cuando no pesimismo, con seriedad y, por tanto, con calidad literaria, una de las sorpresas, y no será la única, que brinda la obra de Ponge es que con alegría también puede hacerse buena literatura, con profundidad de pensamiento y tono de alta literatura. El mismo autor justifica esa alegría como el resultado del "regreso del espíritu de las cosas", nos facilita también el modo de adquisición, vivir feliz, y señala el camino:  
"... me parece que no hay otra razón para vivir que porque hay, primero, los dones del recuerdo y, después, la facultad de detenerse a disfrutar del presente, lo que equivale a valorar ese presente como se valoran por primera vez los recuerdos..."
Tan sencillo que parece imposible no haber caído en ello, ¿verdad? Así es Ponge, siempre buscando en la sencillez, no en la simplicidad, y en la precisión, no en el esquema, la razón de las cosas...

A modo de ejemplo de esa peculiar poética, el propio autor teoriza, en la entrevista de Philippe Sollers, a partir de la explicación del modo de composición de uno de los capítulos de Tomar partido por las cosas titulado "La ostra"; lo hace desmenuzando frase a frase y justificando el uso de una palabra concreta en lugar de otra, aunque para ello sea preciso subvertir la sintaxis. Ante la dificultad de clasificación, Ponge especula que tal vez su obra sea realmente

"... elementos de una cosmogonía, tal vez, clasificados en forma de diccionario infinito..."
y pasa cuentas con los estructuralistas, ideología dominante en la crítica literaria francesa, cuando asevera que
"Para un artista o para un obrero como yo, la vida y la obra no son sino una sola cosa."
Es posible, pues, y recomendable, tal vez, ya que tenemos la aprobación del propio autor, considerar Tomar partido por las cosas como un diccionario anecdótico (anecdótico porque Ponge, intencionadamente, olvida lo esencial para fijarse en lo accesorio) de definiciones no estandarizadas, en el que un objeto, una situación o un lugar se definen por alguna de sus utilidades o por la relación personal que mantienen con el redactor, constituyendo un diccionario emocional que explota los límites de significación de los objetos; un diccionario inútil, redactado por un narrador con un sano y leve sentido del humor, casi simpatía, tal vez ternura, con focalización selectiva, reduccionista, porque solo tiene en cuenta algún aspecto concreto del objeto real, pero exhaustiva, porque esto no le impide explorarlo a fondo.

Ponge exige una lectura pausada, atenta al detalle y a las imágenes, que permita percibir las analogías, los múltiples sentidos, y saborear los matices que se esconden detrás de su aparente, y engañosa, superficialidad. Bajo estas premisas, y con la recomendable exclusión, aunque sea temporal, de los prejuicios del lector, Ponge es, aún hoy, una lectura sorprendente, recomendable y muy, pero que muy, gratificante.


La rabia de la expresión 



El fin de la literatura de Ponge es el objeto mismo, en bruto, y su consecución nunca debe ser lastrada por la expresión, ya que esta es un elemento provisional, sujeto a mutación. Por tanto, la literatura es el avance del proceso de esa expresión, continuamente modificado por nuevas aportaciones que significarán nuevos acercamientos progresivos al objeto. Las expresiones que no tiendan a esa convergencia no poseen ningún interés ya que son construcciones ficticias sin ninguna finalidad.
«No intentar nunca componer las cosas. Las cosas y los poemas son inconciliables [...] Se trata de saber si se quiere hacer un poema o dar cuenta de una cosa (con la esperanza de que así el espíritu avance, dé con ese motivo algún paso nuevo [...] Más allá de esto, poco me importa que se quiera llamar poema lo que resulte. Por lo que a mí se refiere, la menor sospecha de ronroneo poético basta para advertirme de que entro en la artimaña, y hace que me deslome para salir de ella».
Cada vez que un texto toma conciencia de sí mismo y pierde la conexión objetiva, aunque conservando la semántica, extravía también su propósito primero, que es nombrar, y se transforma en un galimatías indescifrable que si bien es cierto que adquiere vida propia, ya no posee utilidad alguna; al contrario que la descripción acumulativa, regresiva, digresiva, que no extrae su provecho del mero acopio sino de la relectura, mediante cuyo proceso se llega al nudo de la definición.

A pesar de que todo objeto existente ya ha sido descrito, con mayor o menor fortuna, queda mucho por decir de sus cualidades y cualquier nueva aportación contribuye a ampliar su definición y a la progresiva ampliación de aquel, sea mediante la razón o la intuición, a través de la descripción o de la observación, para llegar a la esencia por medio de los detalles. La escritura no sería, pues, un proceso de elaboración sino de reelaboración de materiales anteriores —de la preescritura— y que funcionaría con un mecanismo parecido a la sedimentación, que separaría los materiales primordiales de los menos relevantes —pero igualmente imprescindibles en el proceso—.

Cualquier objeto, por ordinario que sea, posee un conjunto de cualidades particulares que, a la vez que lo definen —con más precisión cuantas más se obtengan—, lo convierten en comunicable; para que esto suceda debe producirse cierto consenso, cuyo logro dependerá de la precisión semántica y de la capacidad intrínseca de los enunciados para ser puesta en común.
«He releído los nombres de Apollinaire, Léon-Paul Fargue... y me da vergüenza el academicismo de mi visión: falta de arrebato, falta de originalidad. No sacar a la luz nada más que lo que yo sea el único en decir. —en lo que concierne al pinar, acabo de releer mis notas. Pocas cosas merecen retenerse.— Lo que importa en mi caso es la seriedad con que me acerco al objeto, y por otro lado lo muy preciso de la expresión. Pero es necesario que me libere de una tendencia a decir cosas planas y convencionales. No merece realmente la pena escribir si es para eso».
Esta autoexigencia que debe mantener el escritor relativa a su propia producción debe extenderse, además, hacia la producción ajena; recorrer el camino que ya ha sido hollado con anterioridad es inútil e improductivo. El arte es infructuoso si no es rompedor; cada artista, incluso cada obra, debe significar una brecha insalvable con todo lo que se ha producido con anterioridad. La obra siempre debe erigirse a la contra; no se trata tan solo de aprehender el objeto sino de comprenderlo.
«Sostengo en todo caso que cada escritor "digno de ese nombre" debe escribir contra todo lo que se ha escrito hasta él (debe en el sentido de está forzado a, está obligado a—principalmente contra todas las reglas que existen. Además, las cosas siempre han sucedido así; hablo de gente con carácter. Por supuesto, como has captado, estoy ferozmente imbuido de técnica. Pero soy partidario de una técnica por poeta, e incluso, en el extremo, de una técnica por poema —que su objeto determinaría».
Aunque, en realidad, un objeto —dicho en sentido amplio: cualquier elemento que esté presente en la naturaleza real— sea capaz de provocar una emoción —una respuesta perfectamente lícita porque no dependería tanto de la cualidad del objeto como de la reacción que genere en el espectador, siempre y cuando la visión particular no enmascare la realidad, la multiplicidad de imágenes extravíe el objeto y el exceso de originalidad desemboque en la extrañeza—, su representación por escrito debería convertirse en un "instrumento moral" que conlleve cambios en el espíritu del receptor y provoque algo más que un "sollozo estético".
«E insistir en que todo el secreto de la victoria está en la exactitud escrupulosa de la descripción: "He sido impresionado por esto y aquello": no hay que renunciar, no acomodar nada, actuar en verdad científicamente. Se trata una vez más de recoger (en el árbol de la ciencia) el fruto prohibido, mal que les pese a las potencias de sombra que nos dominan, al Sr. Dios en particular. Se trata de militar activamente (modesta pero eficazmente) por las "luces" y contra el oscurantismo —este oscurantismo que amenaza de nuevo, en el siglo XX, con sumergirnos de hecho en una vuelta a la barbarie deseada por la burguesía como único medio de salvar sus privilegios».
La fábrica del prado




«Si una vez más —y ya que esos problemas y el género literario que suscitaron están ahora de moda— tengo que poner sobre la mesa los estados sucesivos de mi trabajo de escritura a propósito de tal o cual emoción que me llevó en principio a esa actividad, elegiré mostrar mis notas sobre el prado».
La obra en proceso es la obra final: el punto de llegada es irrelevante; el instrumento de la creación es la escritura —un instrumento que no admite variaciones: un número limitado de letras puede dar lugar a un número limitado de palabras, este a uno de frases, y estas a uno de párrafos; pero siempre limitados, finitos, aunque inconmensurables—, pero la verdadera obra es el camino sin señalizar que se ha recorrido hasta la meta, el sendero, hollado por el autor, que podrán reproducir —recorrer— los lectores.
«Pero ¿por qué escribir? —para producir (dejar) una huella (material), para materializar mi encaminarme, a fin de que se pueda seguir otra vez, una segunda vez».
Ponge recurre continuamente al diccionario Littré para consultar definiciones que va a descartar por ser un camino ya transitado, pero que va a utilizar para establecer la nueva definición; no se trata de buscar nuevas palabras como de descubrir nuevas significaciones.
«El reconocimiento más sencillo (desde entonces, a nuestra vez, nos obliga / nos obliga desde entonces) a invitar a la palabra a ello, a decirlo. Y se nos invita entonces a reconocerlo a decirlo, es decir a invitar a nuestra palabra, y la palabra entonces nos invita a decirlo. Y cómo, desde que reconocemos esto, no decirlo. ¿Cómo lo reconoceríamos, sino por la palabra? Nuestro deber desde entonces nuestra gratitud nos invita a la palabra. Nuestra palabra entonces se siente invitada a ello».
Describir el objeto —es decir, traducirlo a palabras con la mayor fidelidad posible como haría, en el campo de la imagen, una fotografía— no conlleva creación alguna, es pura reproducción, mimetismo, enmascaramiento; buscar y explorar nuevas conexiones semánticas —de ahí el recurso constante al diccionario— que configuren la aproximación a la comprensión del objeto: ahí existe creación. La muestra que expone Ponge es, precisamente, la configuración de ese prado, un monosílabo polisémico en francés, que en función de su lugar en la palabra es uno de los prefijos más usuales, pero puede ser también la terminación más común del participio pasado:
«Le pré gisant ici comme le participe passé par excellence. S'y révère aussi bien comme notre préfixe des préfixes, préfixe dejà dans préfixe, présent dans présent».
«El prado yace aquí como participio pasado por excelencia. Se le reverencia además como nuestro prefijo de los prefijos, prefijo ya en prefijo, presente ya en presente».
"Por qué he vivido"
Noche del 19 al 20 de julio de 1961, les Fleurys
«Experimentando un vivo placer en no hacer nada más que provocar (por mi sola presencia (cargada con una suerte de imantación por el ser de las cosas —siendo esta presencia de algún modo ejemplar: por la intensidad de su calma (sonriente, benévola), más que provocar una intensificación verdadera, auténtica, sin disfraz de la naturaleza de los seres y de las cosas, más que esperarla, que esperar ese momento    En no hacer nada más que esperar su declaración particular     Luego fijarla atestiguarla: inmovilizarla petrificarla (dice Sartre) para la eternidad satisfacerla o incluso ayudarla (sin mí no sería posible) a satisfacerse     En no hacer nada más que escribir lentamente negro sobre blanco muy lentamente, atentamente, muy negro sobre muy blanco     Me he tendido a la vera de los seres y de las cosas     Con la pluma en la mano, y mi escritorio (una página blanca) en las rodillas»  
Otros recursos relativos al autor en este blog:
Notas de Lectura de El partit pres de les coses
Notas de Lectura de El sabó
Notas de Lectura de El suscitador

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