14 de noviembre de 2018

Diario de París 2018 I

El Louvre de los selfies


No llevo la cuenta de forma estricta, pero sospecho que he estado en París, siempre por placer, quizás una veintena de veces. En los primeros viajes, allá en mi juventud, predominó la impresión de hallarse en una ciudad cuyas muestras de cultura, gastronomía e historia caían sobre el visitante, aplastándolo, nada más llegar a las afueras de la capital, mientras que los días de que disponía volaban entre las visitas a los museos, a los monumentos y a los enclaves más conocidos; desde entonces, siempre me ha dado la impresión de que me he marchado antes de lo que hubiera deseado. Después, con el tiempo, esas visitas obligadas perdían importancia, también por puro cansancio, aunque los días discurrían con la misma celeridad pero ahora ocupados en visitar exposiciones escogidas, conciertos de música barroca, algún que otro espectáculo teatral pero, sobre todo, en pasear sin rumbo -el famoso flanear- tanto por los grandes bulevares como por las callejuelas más inquietantes, tomar un café en una terraza y sentarme a leer, cuando el tiempo acompañaba, en uno de los numerosos y tranquilos parques metropolitanos. 

Pero una de aquellas visitas obligadas he seguido cumplimentándola en cada ocasión: el Louvre me ocupa apenas medio día -pues esas visitas con afán de absorber todo el arte que contiene hace mucho que las descarté-, un razonable espacio de tiempo en el que me limito a ver algunas salas y ciertas obras en concreto, como si quisiera comprobar el efecto que tiene sobre ellas el paso del tiempo, o la diferencia que ese mismo transcurrir ha tenido para ellas y para mí. 

El ala Denon de la primera planta del museo es una de las más concurridas; no tanto por la increíble colección de pintura francesa e italiana sino porque en la sala 711 se expone la pintura más conocida en más lugares del mundo de toda la historia del arte universal: La Mona Lisa, la Gioconda, la obra maestra de Leonardo da Vinci. La popularidad de ese cuadro, indiscutiblemente el más selfigrafiado del museo, hace que merodeen por las salas adyacentes numerosas personas cuya relación con el arte es, cuando no esporádica, inexistente, lo que no les impide ir en búsqueda de ese selfie como quien busca un unicornio en el bosque de los elfos; el ala Denon debe tener unos 200 metros, y teniendo en cuenta que las dos paredes longitudinales están llenas de cuadros, calculo que deben permanecer ahí colgadas más de 200 grandes obras de la pintura europea anteriores a 1850; también existen, a la mitad del recorrido, dos paneles de unos 4 metros de ancho y altos como toda la sala, casi en paralelo, que en lugar de contener cuadros lucen dos grandes espejos. 

Quien desee tener un recuerdo -a saber para qué, pero esa es otra cuestión- de su visita a ese templo del arte, descartada la compra de una postal con, por ejemplo, la reproducción de su obra preferida, podría intentar tomar una fotografía del cuadro elegido, ya que todo el mundo se pasea con el teléfono móvil en la mano -y ante los ojos, cuestión menos comprensible teniendo en cuenta dónde se encuentran, pero es el signo de los tiempos-, o incluso tomarse un autorretrato con esa obra de fondo -es decir, lo que hacen los giocondófilos-. Pues no, nada de eso, el recuerdo que ese tipo de visitante, claramente mayoritario en esa zona del Louvre, desea atesorar de su visita es un selfie delante de los espejos; mientras me tomaba un pequeño descanso en uno de los bancos próximos a esa zona, no menos de diez smartphones fueron utilizados a fin de dejar constancia para los tiempos venideros de la supina idiotez de sus usuarios, algunos de forma individual, los más de forma colectiva, incapaces de percibir la belleza que se extendía a su alrededor y concentrados en hacer muecas delante de un espejo como el más estúpido de los chimpancés.



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