3 de noviembre de 2017

Crisis de Fe



Mi primera crisis de fe, casi agustiniana en las formas aunque de signo contrario en los contenidos, tuvo lugar en el verano de 1974, en la edad, en aquella época, en la que uno adquiría, si se afanaba en ello, la capacidad de hacerse preguntas. Todas las crisis de fe proceden de la capacidad de hacerse preguntas, exactamente al contrario que las adscripciones a fes diversas, siempre provocadas por la búsqueda de respuestas. A pesar de que en casa convivían en plácida armonía el anticlericalismo feroz de mi abuelo -el de “quina pudor de misa que cardarem” cuando mi madre encendía velas para remediar los cortes de luz- y el catolicismo laxo de mi madre, yo fui educado, después de cursar la enseñanza primaria en la escuela pública, en un colegio católico  privado, pero no creo que la razón fuera estrictamente religiosa sino relativa a la calidad de la enseñanza, por aquel entonces representada mayoritariamente por los colegios católicos, y concretamente, en la zona en que vivía, por tres escuelas de Mataró: los escolapios, los maristas y los salesianos; fue precisamente en esta última en la que di con mis huesos de los 9 a los 16 años.

La espoleta que provocó esa crisis -aunque tengo que reconocer que llevaba algunos años con la mosca de la irreligiosidad detrás de la oreja, mosca que se encargaba de alimentar mi abuelo con sus comentarios anticlericales en voz alta, invariablemente cuestionados por mi madre, aunque pienso que debido más a mi presencia que a su contenido: mi abuelo había vivido demasiadas experiencias traumáticas, entre ellas la guerra, la postguerra y el papel de la Iglesia Católica en ambas, como para que su hija se considerara competente para cuestionar sus opiniones- fue un libro. 

Librado de las tareas académicas, en una época en que los deberes no se consideraban un atentado contra el tiempo libre de los alumnos ni a éstos como deficientes mentales a los que no conviene agobiar por el riesgo a que contraigan severas disfunciones inexistentes, aprovechaba los veranos para leer libros no relacionados con los temarios, y ahí cabía, por ejemplo, desde Salgari a Papini, desde Balzac a Pearl S. Buck, desde Hugo a Melville, pero también -para terror de la bibliotecaria de mi pueblo, que me miraba con mala cara cuandio me veía en la mesa, enfrascado en ese tipo de lecturas- desde Marx a Vázquez Montalbán. Un día de ese verano descubrí, en el expositor de libros de bolsillo de la antigua Papelería Roger -no existía en mi pueblo, en aquellos tiempos, ninguna librería, y para conseguir un libro había que acudir a esa papelería o al estanco- un pequeño volumen de la colección El Libro de Bolsillo, "El Anticristo", de un autor que conocía sólo de oídas; recuerdo la cara de Roger, el dueño de la papelería, un hombre religioso y ligado familiarmente a la alta jerarquía del obispado, cuando le di el libro para que me lo cobrara. Una vez en casa, lo devoré en unas pocas horas, deslumbrado por el estilo de Nietzsche y por su incendiario contenido, y cuando lo terminé volví a empezarlo, armado con un bolígrafo para subrayar y tomar notas en el margen.

La evolución de mi antirreligiosidad, en sus distintas formas y manifestaciones, es un tema en el que llevo reflexionando, de forma privada, desde hace años, pero ciñiéndome a los primeros efectos que tuvo sobre mi ánimo la lectura de Nietzsche -autor del que leí, después de El Anticristo, toda la bibliografía disponible, tengo que reconocer que con un ánimo que superaba con creces mi capacidad de comprensión-, tuvo un lugar predominante la disonancia entre mis nuevas ideas y el ambiente al que volví el mes de septiembre siguiente, con el nuevo curso: envalentonado por el nuevo criterio -en este párrafo, pónganse las comillas donde se desee- recién adquirido, pedí una entrevista con mi tutor, un salesiano muy poco ortodoxo -de hecho, años después lo echaron por su compromiso con los más desfavorecidos y sus desacuerdos con la jerarquía-, para exponerle mis ideas. Se mostró dispuesto y comprensivo, se prestó a librarme de las clases de religión -una asignatura obligatoria y puntuable, dados los tiempos y el entorno-, y me animó a seguir leyendo libros relativos a la temática antirreligiosa y a contrastarlos con textos religiosos, canónicos y no tanto -de esa época son también mis primeras lecturas de San Agustín y de Séneca, de Teilhard de Chardin y de Sexto Empírico, de Gregorio Magno y de Montaigne, por ejemplo-; pero una de mis mayores dudas, teniendo en cuenta mi conciencia recién adquirida, fue acerca de si, demostrada la estupidez que significa toda religión, los salesianos -y por extensión, todos los curas, pero aquéllos especialmente, hombres inteligentes y preparados pues, siendo como era una congregación dedicada a la enseñanza, todos poseían, aparte de sus estudios religiosos, al menos una carrera universitaria- realmente creían en Dios; la respuesta, aunque de forma velada pero perfectamente inteligible, me la dio mi tutor: dedicarse a la religión era una opción de vida, no una opción intelectual; por supuesto que no creían en Dios, pero hacían como si creyeran porque los beneficios de esa mentira para el pueblo llano, ignorante y conformista, ávido de ser engañado, eran mayores que la aceptación de la no existencia del ser supremo y de la banalidad de sus creencias.


Y todo eso me ha venido a la memoria estos días, cuando también he visto predicar, religiosamente, acerca de los beneficios de profesar otra religión, esta de contenido más -aunque no mucho- laico, por parte de algunos sacerdotes que, si poseen la pizca de criterio que se supone por los cargos que ocupan -si no es así, el asunto es preocupadamente más grave-, necesariamente tampoco creen en nada de lo que están diciendo.

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