21 de octubre de 2024

La voz del silencio

 


La voz del silencio


Pierre Bergounioux


Entre los cambios que han transfigurado el mundo en que vivimos está la proliferación de los signos.  

El espacio urbano, donde hoy vive la mayoría de la gente, está literalmente saturado de ellos. Lo que soñaba la Baja Edad Media, impregnada de pensamiento mágico, se ha hecho realidad ante nuestros ojos: las cosas están revestidas de su firma. Llevan, en su exterior, la mención de lo que son. Las zonas comerciales que rodean, hoy en día, la menor aglomeración humana, hablan, en letras gigantes, luminosas, del nuevo pidgin internacional: Nike, Ikea, After-crash, Attack, Veloland, Toyota, Toshiba, McDonald's, Nikon, Darty, Ford. Las zonas de tránsito, los márgenes de las carreteras, los andenes de las estaciones, los apeaderos del metro, las centrales telefónicas, los comercios,  están saturados de mensajes, la ropa blasonada con imágenes, con siglas, con números, con logotipos: Schott, 10, Adidas, Caterpillar, Do it. Pero esta diferenciación simbólica responde a un empobrecimiento del mundo, a una pérdida de sustancia.  

Aragon, en Le paysan de Paris, recogió los primeros balbuceos del lenguaje articulado que se usa hoy en día. Eso fue hace ya setenta años. En los años transcurridos, y sobre todo en los últimos treinta, es la totalidad del  paisaje lo ha sido tomado por un parloteo desbordante. Y esta cacofonía ha sido provocada por su homogeneización acelerada, por la generalización, a escala planetaria, de lo que el antropólogo Marc Augé ha llamado el «no-lugar»: la gran superficie comercial, el aparcamiento, el cajero automático, la escalera mecánica, el vestíbulo de salida y el de llegada, la zona de embarque, la oficina y su planta en una maceta, el tren de alta velocidad con sus ventanillas selladas, la vía rápida de sentido único con sus intersecciones numeradas, resguardadas por vallas de acero galvanizado.  

Cuando el hormigón de las grandes ciudades o el monocultivo del maíz invaden la superficie, cuando los matices infinitos, los contrastes y las disparidades del mundo antiguo, de los tiempos del sosiego, se desvanecen tras la estandarización de las costumbres, de las técnicas, de la jerigonza anglosajona, por sí solas, las señales exteriores, las más visibles, lo más agresivas posibles, son susceptibles de crear diferencias allí donde, en el fondo, en las cosas mismas, han dejado de existir.  

La abundancia de bienes, la comodidad, al menos relativa, de la existencia, la posibilidad de alimentarse, de desplazarse, de saber lo que pasa, dependen de criterios de rentabilidad económica que tienen como contrapartida la uniformización de los usos y los paisajes y, a su vez, la búsqueda a toda costa de la visibilidad, la exhibición de uno mismo, la primacía del para-otros.  

Esta reorientación de la actividad en función del destinatario, este cálculo del efecto producido, constituyen el segundo rasgo de la gran mutación en curso. La leyenda que ahora acompaña a los objetos, a los lugares, a las personas, aspira llamar la atención, a captar, a cautivar esa cosa que llevamos dentro y que, no por inmaterial, deja de ser menos real: nuestro pensamiento.  

Para el existencialismo, como se recordará, la maltrecha conciencia de la posguerra tenía que determinarse en tres aspectos. Primero estaba el en-sí, lo que existe independientemente de lo que yo piense de ello, a pesar de que lo tenga; a continuación  venía el para-sí, es decir, la idea que me hago de lo que hay, de lo que soy; y, por último, el para-otro, que es lo que un tercero piensa de mí, el personaje en que me convierto bajo la mirada del otro, y que rara vez coincide con lo que yo soy a mis propios ojos.  

El individualismo contemporáneo, la autoafirmación, el etiquetaje de las personas físicas y morales, la personalización y la imagen de marca, la comunicación y la mediatización, privilegian desmesuradamente el para-otros. Lo que nos esforzamos por conseguir, con mayor o menor éxito, no es alguna verdad que nos concierna, alguna realidad propia enterrada en las profundidades de nuestro cuerpo, en la noche impenetrable de nuestras almas. No, nos esforzamos por crear, en la mente de los demás,  una determinada imagen que atraiga su estima, su conformidad, su aprobación. Ahora bien, el acto por el que confiamos el cuidado de nuestra identidad a un tercero tiene un nombre: es la alienación. Nos perdemos en la idea de encontrarnos a nosotros mismos. Nos convertimos en otro que no somos. Abdicamos de nuestra individualidad creyendo que la fundamentamos.  

Era necesario esbozar estas tendencias muy generales de la época en que vivimos antes de llegar a su incidencia en el tema de los libros y la lectura. 

Las personas de mi edad que nacieron en provincias fueron probablemente las últimas que tuvieron una relación con los libros que se remontaba no ya a los orígenes de la imprenta, sino a las fuentes de la civilización escrita. 

Son contemporáneos, por origen, de un universo muy antiguo que adoptó sus contornos y su fisonomía en el Neolítico y que no había cambiado mucho desde entonces. La revolución mecánica, cuando llegó,  había rozado apenas al campo. Los bueyes de Virgilio tiraban de las carretas azules con sus ejes quejumbrosos por la calzada blanca. Crecí sin televisión, en un pueblo del siglo XIX con calles prácticamente vacías de coches. Apenas había tráfico. Los muertos, y eran legión, yacían en un radio de pocos kilómetros, en la intersección del Bas-Limousin, del Périgord y del Quercy. A la autarquía económica y al particularismo lingüístico —en el campo se hablaba patois— se sumaban los obstáculos físicos que las regiones pobres, la tierra ácida, accidentada, oponían al anhelo, al deseo natural, como decía Montaigne, de saber. Se estaba rodeado de crestas como murallas, de barrancos profundos, cenagosos, como fosos. El diámetro de la creación apenas superaba una legua, alrededor de la cual se extendía una especie de nada vaga en la que flotaban entidades inaccesibles, soñadas —París, el mar, China y México—. 

Había dos formas de acceder a estas tierras fabulosas, a estas inmensidades pobladas de quimeras.  

La radio, en primer lugar, que era un mueble muy voluminoso, de madera exótica barnizada, con un trozo de tela delante del altavoz, una batería de válvulas que tardaba algún tiempo en calentarse. De tal modo que una especie de silencio prolongado, audible, augural, separaba el momento en que se había girado el botón del instante en que una voz pomposa surgía de detrás del telón de brocado. Una lámpara verde, como un ojo maléfico, brillaba en la fachada. 

Y luego estaban los libros. No existía todavía política de lectura ni personal cualificado. Las bibliotecas se confiaban a personas de buena voluntad, y estaba alojadas, con la mejor intención, en edificios que no estaban destinados a ese fin: un convento de clarisas desacralizado, la mansión particular de una dinastía de terratenientes extinta hace mucho tiempo. En ausencia de toda preocupación pedagógica, el fondo se asemejaba a un yacimiento geológico más o menos modificado por movimientos secundarios. Se encontraban, se podían tocar, obras muy venerables, incunables cubiertos de cuero polvoriento, mezclados con aportaciones más recientes, todo ello distribuido, sin plan aparente, a lo largo de paredes de más de cuatro metros de altura, cuyas cimas se perdían entre las sombras y las telarañas.  

El mundo de la época era oscuro en proporción a lo arcaico que era, ajeno a sí mismo, aislado. Y los libros, su acercamiento, estaban envueltos en el mismo misterio, en la misma dificultad. Incluso antes de intentar averiguar lo que ocurría más allá del estrecho círculo de la existencia, antes de descubrir los rostros de la tierra a través de las obras impresas, era necesario encontrar lo que las contenía. La opacidad de las cosas afectaba a los signos que se relacionaban con ellas. En lugar de enarbolar, como hoy en día, en su superficie, la mención de lo que eran, se las ingeniaban, se diría, para impedir que se las conociera, que se supiera su nombre. 

Este era el escenario material en el que yo leía, el enclave del pasado en el que pedía al papel que me hablara de cosas que nos eran físicamente inaccesibles. A lo que es universal en la realidad, en nuestros corazones, en nuestros pensamientos, y de lo que dan testimonio los libros, era a partir de una experiencia confinada, estrechamente localizada, muy particular, como yo accedía.  

Gracias a las imágenes, los ordenadores, el mundo está ahora presente en cada punto. El más allá está aquí, en tiempo real. Nos hemos convertido en habitantes del globo, en beneficiarios de sus riquezas, en testigos y, en mayor o menor medida, en protagonistas de su historia.  

Yo no había visto aún el mar cuando me embarqué hacia La isla del tesoro. No tenía ni idea de la vista de pájaro desde la que se ve el suelo ni de la compañía de las nubes cuando Pilote de guerre cayó en mis manos. Nada me era tan ajeno como la gran ciudad, Nueva York, San Petersburgo. Y, sin embargo, seguí a Stevenson, a Saint-Exupéry, a Dos Passos y a Dostoievski sin sentir el menor inconveniente. No sentía la más mínima sensación de discontinuidad, la menor discrepancia entre la vida exigua, la triste particular que era la mía, y la inmensidad, la novedad absoluta de los países, de las gentes, de los destinos de los que los personajes impresos eran la clave.  

En aquel momento no le di importancia. Estaba demasiado ocupado leyendo, demasiado absorto en la exploración de otros lugares como para sorprenderme de entrar en ellos de lleno, de percibir, bajo mis pasos, el suelo firme, tangible, casi familiar. Fue después, considerando la distancia sideral que separaba el lugar donde estaba, donde leía, de aquellos donde me llevaban los libros, fue mucho más tarde, cuando me pregunté qué estaba sucediendo.  

Lo que ocurría era que, en virtud de una afinidad secreta, totalmente desapercibida, las palabras que evocaban lo desconocido, lo inaudito, lo universal, se nutrían de los escasos, irrisorios, elementos de la vida inmediata. Hundían en el suelo de la limitada realidad que me había sido asignada sus invisibles, sus profundas raíces y, como consecuencia, cobraban vida, crecían, florecían.

He aquí algunos ejemplos para ilustrar el trabajo subterráneo, fértil, deslumbrante, maravilloso, que tiene lugar más allá de la conciencia, cuando abrimos la cubierta de un libro y los cinco continentes, las islas, las vidas pasadas, la multitud de posibilidades, salen a nuestro encuentro. 

Nunca había visto nunca el mar, pero la plaza de la sede de la subprefectura ocupaba el emplazamiento de un pantano drenado. Era la única explanada de cierta importancia de la aglomeración. Fue allí, de la forma más natural, donde a los ocho o nueve años instalé el océano de Jim Hawkins. El resto vino después. El fortín, con su empalizada, era un macizo de cannas detrás de la verja de hierro del jardín público. Los piratas tomaban prestada su tez bronceada de las hojas marrones, y los pétalos morados  reflejaban su crueldad. Para la cueva donde se ocultaba el tesoro, un almacén de carbón,  en una calle lateral, proporcionaba la oscuridad necesaria.  

Saint-Exupéry, por su parte, despegó del estadio contiguo al río, ya que un avión necesita cierta longitud de hierba corta para despegar. Se elevó en espiral hasta una altura de treinta mil pies, pero —y esto es lo que, más adelante, me alertó—, en lugar de dirigirse hacia el noreste, por donde irrumpía el enemigo, se dirigió hacia el sur y se mantuvo en vuelo estacionario a la derecha de la oficina de Correos. Veinte años más tarde comprendí lo que estaba en juego, descubrí la influencia, la inflexión muda, necesaria,  que las cosas tangibles, reales, ejercen sobre los mundos enterrados en su estuche de papel, como semillas que esperan la mano, el cuidado, la tierra nutricia que les dará vida.  

En aquella época, cerca de la oficina de Correos, había un garaje y, en el escaparate, un tractor expuesto. Se puede leer, en Pilote de guerre, que Saint-Exupéry se alojó, durante el invierno del 40, en casa de un granjero de Orconte. Ese granjero tiene  un tractor. Él compara, con su ilustre inquilino, las cualidades de sus respectivas máquinas. El granjero sale ganando. Sí, dijo, su avión tiene muchos más mandos y diales que mi tractor. Pero le falta el principal, el que nos habría permitido ganar la guerra. Es  un tractor real de mis años jóvenes el que tiró del avión hacia el sur, la pequeña tierra que puso en orden al gran cielo literal en el que Saint-Exupéry vuela para siempre.  

He deplorado, a menudo, el hecho de que un destino inicuo me hiciera nacer como provinciano, atrasado, ignorante, anticuado, mientras el mundo renovaba, allá lejos, su escenografía. No veía que a la penumbra selvática, el espeso aislamiento, el atraso en que permanecíamos sepultados, los libros aportaran remedio. Mejor aún, hablaban, en silencio, un lenguaje tanto más elevado, tanto más rico y sugerente, cuanto que extraían su alimento del suelo tupido y diverso de la experiencia primera, sensible, territorial. Y que la iluminaban, a cambio, con esa luz especial, inteligible, que derramaban sobre todas las cosas, y sobre nosotros mismos, que nos inclinamos sobre ellas.  

La conciencia viene después, y la que afecta a su despertar por sí misma y para el mundo viene en último lugar. 

El universo opaco, hirsuto, mudo, de mia años jóvenes pedía a gritos el eco claro que los libros, solo ellos, entonces, eran capaces de darle. Leer significaba, al mismo tiempo, reconocerse como lo que se había sido hasta entonces sin saberlo, hijos de las tierras ingratas, y, con ello o a pesar de ello, hombres y mujeres por derecho propio, portadores contra viento y marea de la humanidad entera. 

Ignoro si los pequeños ciudadanos, los niños de los suburbios, sienten la misma necesidad que tuivimos nosotros de penetrar, con la ayuda de los libros, en el misterio esencial del mundo. Un mundo que muestra, de un tiempo a esta parte, superficialmente, que anuncia ostensiblemente, de qué está hecho. Ya no es necesario andar, a tientas, en busca del nombre escondido en un libro que explique las cosas reservadas. Está ahí mismo, en letras gigantes, que brillan en la noche.  

No sé hasta qué punto es importante conocernos a nosotros mismos, sacar a la luz esa parte de nosotros que se nos oculta, cuando es la imagen exterior que cultivamos, lo que somos para los demás, nuestra principal inquietud.

Mi relación con los libros es tan necesaria y transitoria, fechada y ubicada, histórica, en una palabra, como aquellas que prevalecen en el mundo contemporáneo, en el que las imágenes, los mensajes de todo tipo, duplican y, tal vez, eclipsan la soberanía absoluta del silencio, los maravillosos poderes de la palabra impresa.  

Me encontré, al principio, con gente analfabeta. Nunca les habrá llegado la luz que brota de un volumen entreabierto. Nunca habrán conocido la liberación de la que es instrumento, a veces. Si le pedí al papel que me iluminara sobre lugares lejanos y, por la misma razón, sobre la sociedad agraria aún poblada por analfabetos en la que nací, fue porque estaba a punto de extinguirse y tendría que aventurarme, más pronto que tarde, en el mundo real, vasto y verdadero. No consigo discernir el nuevo vínculo que el tercer milenio va a contraer con la vieja corteza, el líber de los árboles sobre el que se trazaron los primeros escritos y de los que derivamos la palabra libro. Así que  me abstendré de sacar conclusiones. 

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Este artículo es la traducción de la transcripción de la conferencia dictada por Pierre Bergounioux en un coloquio celebrado en el Centre de Promotion du Livre de Jeunesse à Montreuil en 1998.

https://remue.net/cont/bergounioux2.html


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