14 de octubre de 2024

Desertar

Desertar. Mathias Enard. PRH, 2024
Traduccion de Robert Juan-Cantavella
Déserter. Actes Sud, 2023

«Ángel santo de la guarda, protector de mi alma y de mi cuerpo, perdóname todos los pecados cometidos en este día y líbrame de las tretas del enemigo, a pesar del calor de la oración la noche sigue siendo una fiera nutrida de angustia. una fiera con aliento de sangre, ciudades en ruinas recorridas por madres que blanden el cadáver mutilado de sus hijos frente a hienas desaliñadas que los torturarán y los dejarán desnudos, mancillados, los pezones arrancados a bocados ante la mirada de sus hermanos violados con un garrote, el terror desparramado por todo el país, la peste, el odio y la noche, esa noche que te sigue envolviendo para echarte en brazos de la cobardía y la traición. De la huida y la deserción. ¿Cuánto tiempo habrá que seguir caminando?».

Desertar, la nueva novela de Mathias Enard, vuelve a los temas que motivaron, al menos, dos de sus novelas más ilustres: la multipremiada Zona (2008) y la que mereció el premio Goncourt, Boussole (2015). En ambas, aunque también en algunas otras de sus obras, esos main themes tienen que ver con tres circunstancias, la historia, la guerra y el amor, que, por una parte, se entrecruzan en los contenidos narrativos y, por otra, constituyen la trama que sustenta y sobre la que se construye el relato.

No es difícil deducir los tiempos referenciales de base de las dos líneas narrativas que atraviesan el texto, mediados del siglo XX: una guerra civil —el lector español podrá situar, acertada o desacertadamente, el escenario en el que se desenvuelven el soldado y la mujer— que puede ubicarse perfectamente en esa época, y la IIGM desde la partición de Alemania hasta la caída del Muro; una base histórica, por cierto, en la que la guerra tiene un papel fundamental, en particular en Europa. 

Entendemos por guerra aquel enfrentamiento librado entre dos o más ejércitos enemigos. Pero no existe un solo tipo de guerra, aunque el mismo nombre parezca incluir a toda su diversidad; existe también, por ejemplo, aquella que no se ha declarado, pero igualmente rebosante de batallas no menos cruentas. Incluso entre las primeras, la guerra no está delimitada solamente por los enfrentamientos que tienen lugar en el campo de batalla; están también las que se libran en los despachos, en las cancillerías, en las salas de juntas de la multinacionales y, aunque más reservadas, las que emprende cada soldado consigo mismo, cuyas consecuencias pueden ser más desastrosas que las que derivan de un asedio prolongado, de un bombardeo intenso o de una carga suicida.

En cuanto al último de los componentes, se reparte por igual, aunque con más o menos explicitud, en todos los escenarios escenarios: algo parecido al afecto debe ser compartido por el soldado y la mujer, teniendo en cuenta sus relaciones pasadas, de las que el narrador nos informa pero no somos testigos, y las que mantienen en el tiempo en que transcurre el relato; y una gran historia de amor es la que comparten, con todas las vicisitudes inherentes a la materialidad de esa relación, Paul Heudeber y Maja, su esposa.

Esa triple dimensión, con todas las intrusiones que Enard emplaza en el desarrollo de la acción, se enmarca en tres escenarios principales; aunque, realmente, no puedan considerarse relaciones exclusivas, propongo una correlación que podría constituir una de las posibles lecturas de Desetar. 

La parte histórica vendría representada por la narración de Irina, la hija de Paul y Maja, ubicada temporalmente diez años después de la celebración, al final del verano —las referencias estacionales no son vanas—, de unas jornadas dedicadas a su padre, eminente matemático Paul Heideber, especialista en números primos gemelos  —aquellos cuya diferencia entre sus valores es 2— y en la conjetura que propone que existe un número infinito de primos p tales que p + 2 también es primo; esa unidad que separa a los primos gemelos se reflejará hábilmente en la trama, pero tal vez esta circunstancia tenga más que ver con el amor que con la historia—, en el río Havel, cerca de Postdam, que empezaron el 10 de septiembre de 2001 —la fecha tampoco es una coincidencia—, a las que asiste también Maja, la viuda del matemático, organizadas por un colega del homenajeado que disfrutará, más adelante, de un protagonismo inesperado. Paul, después de haber sido liberado de la reclusión en el campo de Buchenwald, en el término de Ettersberg, a pocos kilómetros de Weimar —una especie de lugar sagrado, antes de la construcción del campo, para la cultura alemana desde Goethe y Schiller—,  decide permanecer en la incipiente República Democrática Alemana en lugar de emigrar a Occidente como la mayor parte de sus colegas científicos; por cierto, la localización del campo dio lugar a una paradoja como las que solamente los conflictos bélicos pueden plantear: las colecciones artísticas de los museos de Weimar  se salvaron, en 1942, de los bombardeos de los aliados gracias a unas cajas de madera que fabricaron los presos del campo de concentracion de Buchenwald.

«Maja, no logro olvidar la ceremonia de abril en Weimar.(Ni siquiera puedo escribir Buchenwald). El reencuentro con un millar de viejos compañeros de detención. Los discursos. El implacable discurso de Jorge Semprún: «Ha llegado el momento de acabar con la retórica y las mitologías de un espíritu de partido pseudouniversalista». A mí me habría gustado gritar: Esas mitologías no son criminales, lucharon por nosotros y con nosotros, combatieron a las SS, al fascismo, nos dieron fuerzas para organizarnos mientras estábamos detenidos, para liberarnos solos; e, in fine, si nos enviaron a los campos fue por ellas. ¿Hay que acabar con todo esto? ¿Cerrar Buchenwald sobre sí mismo? ¿Clausurar la aberración? Volver a Buchenwald no es volver sobre Buchenwald. Yo no puedo decirle adiós al Ettersberg. El campo está en mí. Podría citar cientos de frases, de Celan, de Améry, de Levi. Sé lo que significa no volver. Pero la experiencia del campo se desvanece. Con el tiempo hasta su huella en la escritura se vuelve ilegible. Se han publicado decenas de testimonios en todas las lenguas del campo. ¿Qué sucederá en veinte, en treinta años, cuando los autores de esos testimonios hayan desaparecido? Yo me he callado».

La guerra, aunque atraviesa toda la trama, es el tema fundamental del relato en que un soldado, al que Enard no da nombre, deserta del campo de batalla —a pesar de pertenecer al bando de los vencedores—, camino de «la cabaña», un vestigio de su niñez, tan aislada en el espacio de la montaña como lejana en el tiempo— en algún lugar accidentado, que no es difícil ubicar en el Mediterráneo —y que puede precisarse más aún, teniendo en cuenta una velada equivalencia con el itinerario vital, pero también geográfico, años después, del matemático—, cercano a una frontera; en su huida, coincide con una mujer, también sin nombre —esta falta de identificación directa, en ambos casos, parece un signo de evidente universalización del rol de estos dos personajes—, vecina del mismo pueblo pero del bando de los vencidos, que le reconoce —es el hijo del ferretero— y recuerda el oscuro pasado del soldado y de su familia; renace una vieja historia de humillaciones en la infancia del soldado entre su familia y el resto del pueblo; el supuestamente inocuo pasado irrumpe en el presente como una amenaza; vuelve la infancia con su carga de soledad, pero también de inocencia, aunque el tiempo la ha cargado con el abrumador lastre de la culpabilidad. Perseguidor y perseguida, vencedor y vencida, aliados para alcanzar la frontera, que «es una forma de eclosión, de pasaje y transformación». La causa de su huida es la misma, la guerra; la razón de esa huida, en cambio, no tiene forzosamente que ser la misma. De hecho, tanto el soldado como la mujer tienen varias oportunidades de acabar con el otro, pero no lo hacen, fruto de una extraña solidaridad entre vencidos, y porque salvar aquello que está en tu mano salvar es salvarse a sí mismo.

«La guerra lo ha reducido todo a cero, todo borrado todo cepillado todo limado, los automóviles calcinados en el arcén de las carreteras los aviones manchas en el sol poniente un estruendo un silbido y todo arde en llamas entre alaridos de derrota, de pronto los vecinos escupen ante ti, sus hijos se dan aires y amenazan, vosotros devenís presas, erais los amos y devenís presas de sus miradas sucias, la guerra mancilla de odio la mirada de los niños, de odio y fatiga, todo crece, todo multiplica el Mal y el dolor, el ardor de la violación puede leerse en todas las frentes manchadas, las nucas encogidas bajo la vergüenza de la cabeza pelada, las nucas encogidas para recibir los golpes».

El amor, por último —aunque insisto en la continua combinación de los tres elementos, historia, guerra y amor—, encuentra su lugar en un escenario virtual: el de las cartas que ririge Paul a Maja —ninguna en sentido contrario— y una última, escrita por un personaje secundario, cuyo contenido no voy a revelar. Aparte de esas misivas, existe otro documento, que atraviesa el texto en toda su longitud, que sirve de lazo de unión entre Paul y su hija, que debería ser un legado pero que esta parece incapaz de asumir: el libro Las conjeturas de Buchenwald, una mezcla de poesía y matemáticas escrito por Paul con motivo de su deportación.

«Me doy cuenta de cuán difícil me resulta escapar del panegírico cuando escribo sobre mi padre, y de cuán sencillo abandonarme a una especie de crítica irónica y enojada cuando hablo de mi madre. Mis dos padres han sido unos modelos tan poderosos que solo pude escaparme, huir, hallar en la distancia —el pasado, las lenguas exóticas, las tierras lejanas— un lugar para existir. Aunque, no obstante, sin abandonar jamás ni la Schlossstrasse, ni a Maja, ni a Paul».

La guerra es una circunstancia en la que todo resta, menos lo que realmente se agradecería, en ocasiones, que fuera desapareciendo, la memoria: «¿Qué queda del ayer, aparte de lo peor?». Huir es, en principio, darse por vencido; sin embargo, en determinadas ocasiones, perder puede ser más reconfortante que regodearse en la victoria: solo el vencido puede acceder a un destino individual al que tendrá que hacer frente con sus propios recursos. Desertar es una palabra que proviene del latín desertare —de, prefijo disociativo, y sertare, entrelazar— que significa abandonar una obligación, no solo militar, o un ideal; desierto tiene el mismo origen etimológico. Huir, del latín fugere, se refiere a escapar, sin más concreciones. Por eso el soldado deserta en su primera acepción, la militar —no huye; en cuanto a la mujer, sí que es una huida: desertar es un acto que implica una actitud, mientras que huir se agota en el acto—; en el caso de Paul, su deserción tiene más que ver con ese abandono de las obligaciones, por una parte familiares, pero también políticas, unas convicciones que los hechos de Budapest y de Praga, la imposibilidad del socialismo con rostro humano, arruinaron, y su reclusión en las matemáticas. Son dos casos distintos, pero lo que evidencia Enard es que todos los que desertan, aunque sea por razones contradictorias y por amenazas distintas, tienen algo en común que tal vez sea la soledad; esa coincidencia en la actitud es el nexo de unión de los dos relatos principales —que, físicamente, jamás se entrecruzan— que componen la novela 

Paul, antes de morir, se traslada a la costa catalana, atraviesa la frontera, el viaje inverso que hacen el soldado y la mujer —si, efectivamente, la guerra de la que se habla es la civil española—, el viaje doble —también un solo viaje, como una sola guerra— de los españoles huyendo a Francia y, posteriormente, de los franceses huyendo a España —en varias localidades francesas próximas a la frontera catalana existen placas conmemorativas de ese paradójico doble camino, la retirada; aún en el caso de que esa ubicación no fuera tan concreta, loo que no cambia es el papel de la frontera—. El papel que concede Enard a la guerra es parecido al que proponía Richard Dawkins con respecto a la teoría de la evolución: el «gen egoísta» de Dawkins, considerado por este como unidad evolutiva fundamental, se trasladaría, en el caso de Enard, a la guerra, que tomaría el papel, por lo que respecta al siglo XX europeo, de unidad histórica fundamental a partir de la cual no habría que hablar de guerras —IGM, IIGM, Balcanes, Ucrania (Enard ha confesado que el libro fue escrito en la época de la invasión rusa)— sino de Una Sola Guerra que se perpetúa cambiando de escenario pero no deteniéndose nunca.

«Va a haber que irse. Se asegurará de que la mujer sobreviva, de que se recupere, y se irá, seguirá su camino hacia el norte, él solo. La cabaña no es más que una parada, una especie de despedida de la infancia. Una despedida de los recuerdos que se le echan encima como insectos en la noche. De los olores, de los sonidos. De las imágenes. Hay que dejarlo todo atrás, las remembranzas no hacen ruido al caer. Cuanto más se aleja la guerra, más se pregunta por qué la rehúye».

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