24 de diciembre de 2021

Por qué la literatura experimental amenaza con destruir la edición, a Jonathan Frangen y la vida tal y como la conocemos

 

Por qué la literatura experimental amenaza con destruir la edición, a Jonathan Franzen y la vida tal y como la conocemos, Ben Marcus. Jekyll & Jill, 2018. Traducción de Rubérn Martín Giráldez 

Un año después de que Jonathan Franzen publicara Las correcciones, su tercera novela, que recogió un reconocimiento casi unánime de la crítica y del público, Ben Marcus, hasta aquel momento autor de un libro de relatos y que acababa de ver aparecer su primera novela, Norteamericanas ilustres (Notable American Women, 2002), publicó en McSweeney's el artículo "I have written a Bad Book" (2002). Tres años después apareció en Harper's Magazine el opúsculo Por qué la literaratura experimental amenaza con destruir la edición, a Jonathan Franzen y la vida tal y como la conocemos (Why experimental fiction threatens to destroy publishing, Jonathan Franzen, and life as we know it: A correction, 2005) en respuesta al artículo "Mr. Difficult", publicado en The New Yorker en 2002 y reeditado, con el subtítulo "William Gaddis and the problem of hard-to-read books", en el volumen How to be Alone; ambos artículos, acompañados de "Mis pinitos en pedantería", de Rubén Martín Giráldez, un autor literariamente unido a Marcus ―suya es la traducción de Notable American Women (2021, Editorial Malas Tierras), y el americano aparecía también en su texto Magistral―.

El libro publicado por la zaragozana Jekyll & Jill está en mi poder desde la fecha de su publicación, pero mi intención era aplazar su lectura hasta después de haber leído la siguiente obra de Franzen; este 2021, con la publicación de Encrucijadas, llegó el momento. Antes de leerlo sabía a ciencia cierta que estaría en desacuerdo con Marcus ―en parte, porque yo ya había leído más novelas de Franzen de las que pudo haber leído él cuando escribió su artículo y tenía, por decirlo de algún modo, más argumentos a favor de uno y, por tanto, en contra del otro―, pero no sabía las razones de este desacuerdo; ahora las sé, y procuraré enumerar algunas a continuación.

En primer lugar, Marcus intenta reiniciar la vieja  Querelle des Anciens et des Modernes en un campo en el que o no existe o debe considerarse superada, mediante la distinción ficticia basada únicamente en la forma. La tesis de partida que sostiene que la lectura es una habilidad susceptible de mejora y que ese avance solo puede darse mediante la exposición a textos que requieran una progresiva variedad de estilos que redundará en una mayor cualificación lectora, contiene varios errores; en primer lugar, la falacia de la petición de principio, pero también dar por supuesto que el desarrollo hacia nuevas formas implica progreso; que las formas clásicas representan  un anquilosamiento o, en el peor de los casos, una regresión; y la distinción entre estilos nuevos y estilos agotados. Recogiendo sus propios argumentos, y en un ejemplo muy norteamericano, el béisbol, por ejemplo, sería un deporte, según su calificación, realista, y lo que conlleva de previsión ―el que completa más carreras siempre gana― comportaría no prestarle ninguna consideración; además,  la sobrevaloración de la originalidad es un argumento muy pobre.

Marcus pasa por alto la distinción entre autor y lector: la discusión que pretende establecer es una cuestión que afecta a los escritores, pero no a los lectores, que, con independencia de las batallitas entre escritores y de estos con la crítica, leen lo que les da la gana ―y ningún escritor puede arrogarse la facultad de valorar esa decisión―. Nada justifica esa inquina, ese ataque personal ―falacia ad hominem― contra Franzen, interpretando en provecho de sus tesis declaraciones de este ―el ya famoso Mr Dificultsacadas de contexto. Marcus amplía el concepto de realismo hasta límites falsos para hacer más grande y accesible el blanco de sus invectivas y trae en auxilio de sus tesis argumentos que caen por su propio peso: si, como afirma, Su juego favorito puede ser entendida con facilidad por estudiantes de último año de primaria, es que el "Índice Gunning de Niebla", el instrumento que dictaminó esa calificación, se basa en elementos realmente nubosos.

En definitiva, Marcus establece una escalada de excusas para el escritor experimental parecida a la siguiente:

  1. La crítica me ningunea.
  2. El editor está vendido al mainstream.
  3. Los lectores no están preparados.
  4. Los medios no me tienen en cuenta.
  5. ...
  6. "¡Mamá, Jonathan Franzen me ha pegado!"
Ben Marcus "escribió un libro malo", pero este no fue Norteamericanas ilustres, una novela notable,  sino El alfabeto de fuego (The Flame Alphabet, 2012), un volumen pésimo que ni la más clemente autocompasión puede redimir, el paradigma de una buena idea llevada a la práctica  ―es decir, transformada en libro― de forma torpe.

En cuanto al artículo de Rubén Martín Giráldez, un traductor excelente y ocasional escritor, no hay que hacer caso de su confesión de pedantería: donde Marcus coloca sus exabruptos, razona con argumentos, basándose en una distinguida erudición y trayendo a colación, por ejemplo, a Rafael Sánchez Ferlosio, un apoyo nada desdeñable, aunque es de lamentar que lo lúdico larviano, por hacer referencia a otro de los libros felizmente publicados recientemente por Jekyll & Jill― le reste algo de interés.

Ah, por cierto, y por si no ha quedado claro, me confieso irreductiblemente franziano, lo que no quita que uno de mis autores favoritos del siglo XX sea William Gaddis; a veces, las disyuntivas son  falsas; en este caso, además, es perveresa.

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