Las abejas y las arañas. Marc Fumaroli. Editorial Acantilado, 2008 Traducción de Caridad Martínez |
Cierro el ciclo dedicado a la Querelle des Anciens et des Modernes con estas Notas de Lectura de uno de los estudios más serios que se han publicado en castellano acerca de ese fenómeno. El texto del ensayista francés es la traducción del volumen La Querelle des Anciens et des Modernes, précédé d'un essai "Les Abeilles et les Araignées" (2000), a su vez compuesto por tres ensayos: Las abejas y las arañas, De Caylus a David: las Luces y el "retorno a los antiguo" y Después del Terror: arañas líricas y abejas laboriosas. Ignoro la razón del orden en que se han dispuesto en el volumen; a efectos puramente formales, estas Notas de Lectura siguen el orden cronológico de los sucesos y omiten cualquier referencia al último de los ensayos, pues su contenido no figuraba entre los intereses de este lector.
Las abejas y las arañas
La rivalidad entre los Antiguos y los Modernos tuvo sus primeras manifestaciones ya en la Edad Media y en el Renacimiento, pero la formulación definitiva en los términos de la Querelle des Anciens et des Modernes mostró todo su esplendor en la Francia de los siglos XVII y XVIII ―la indudable influencia proviniente de Italia, a través del libro Crónicas del Parnaso de Traiano Boccalini, nunca fue claramente reconocida por los franceses―, con amplia repercusión en el campo genéricos de las artes y, en particular, del discurso. Su antecedente más notable proviene de los Ensayos de Montaigne, un autor claramente inscrito en el bando de los Antiguos ―la metáfora de las abejas aparece en el Libro I, "De la educación de los hijos"― y punta de lanza de los partidarios de esa corriente; además, escritos en lengua vernácula, con un doble efecto: poder dirigirse a la generalidad de la población, no solo a los eruditos que hablaban latín, y demostrar que se puede reflexionar acerca de la sabiduría de los grandes clásicos en la misma lengua que se habla en la calle.
La justificación de la nomenclatura zoológica proviene de una metáfora que distingue entre las arañas modernas, esos escritores y pensadores que, cuando han agotado su inspiración, se alimentan de sus propias vísceras, un yo omnipresente; y las abejas antiguas, que reelaboran en forma de miel el néctar de las flores.
Las disposiciones en torno a la lengua y la creación artística de la Academia debidas a Richelieu trasladan la capitalidad de la República de las Letras a París y convierten al francés en la lengua de cultura por excelencia, prácticamente asimilable al griego y al latín, y todo ello hasta el punto que uno de los textos fundamentales de la filosofía occidental, el Discurso del método, es redactado y publicado, de forma definitiva, en francés.
En el siglo de Luis XIV, los avances de la ciencia inducen a pensar en la superioridad de la época sobre una Antigüedad científicamente más ingenua, y se pretende aplicar el mismo rasero al arte y a las humanidades, todo ello en nombre de una palabra clave: progreso.
La Querelle se instala en Francia con un texto apócrifo, L'Erreur combatue, discours académique, oú il est curieusement prouvé que le monde ne va point de mal en pis, en el que se nota la influencia de Richelieu, en aquel entonces primer ministro de Luis XIV, razón por la cual la política entra en liza y la discusión se extiende a los partidarios ―enrolados entre los Modernos― y a los detractores del absolutismo. Esa apología de la modernidad alcanza a todas las artes, pero también a los oficios y al gusto, incluso a la estatura ―los supuestos gigantes de la antigüedad contrapuestos a los enanos actuales―. Jean Desmarets, otro apologista de la Academia criado en la corte a la sombra del cardenal, se encargó de la propaganda del régimen mediante obras de creación, principalmente teatro, en las que hace entrar incluso a la religión, contraponiendo el Moderno cristianismo al Antiguo paganismo.
Pero, a pesar de tener en su bando al poder político y al eclesiástico, los Modernos se encontraron con un hueso duro de roer: Nicolas Boileau-Despréaux, el clásico por excelencia, que reivindicó a los autores grecorromanos y consiguió prolongar su influencia hasta la irrupción de los tiempos previos a la Ilustración. Su principal ataque a la facción de los Modernos tomó como objetivo al funcionario literario, a los poetas propagandistas que medraban a la sombra de los centros de poder ―Desmarets y Perrault serían ejemplos paradigmáticos―, y cuya autoridad literaria provenía de sus valedores y no del mérito de su obra, contraponiendo un criterio y un juicio que no seguía la dictadura de la moda, sino que se mantenía universal y constante a lo largo del tiempo. Al contrario que el artista propagandista, subordinado al poder absoluto, Boileau aboga por la independencia basándose en la igualdad entre el rey, que debe su autoridad a su cargo y a su linaje, y el poeta, deudor de sí mismo y de la tradición, y en la complementariedad de sus funciones, que jamás deben invadir el campo ajeno. Su posicionamiento fue tan radical que su obra más conocida, L'Art poétique, se erigió como un verdadero libro de estilo de la poesía clásica en su intento de conjugar la grandeza literarioa con la grandeza heroica. Boileau propugna educar al público ―en contra de lo usual en las discusiones acerca de la literatura clásica, en las que se usaba el latín, escribe su Poética en francés― en la tradición clásica y encomienda al rey la protección de la República de las Letras, un signo distintivo francés, frente al auge de la literatura circunstancial y lisonjera hacia el propio monarca de los Modernnos; en definitiva, la belleza y la verdad contra la adulación y el incienso, poniendo por testigo a la posteridad frente al voluble gusto contemporáneo.
La manifestación más sonada de la Querelle se materializó a partir de dos obras de teatro: Alcestis, de Philippe Quinault y Jean-Baptiste Lully, contra Ifigenia, de Jean Racine; el vodevil acorde con el gusto del público y la tragedia conmovedora e intemporal. Esta querelle dentro de la Querelle consiguió alinear con los Antiguos a lo más granado de la facción y conseguir, por fin, el favor real en forma de pensiones vitalicias, nombramientos oficiales y asentamiento de algunos de sus miembros más destacados en la corte; todo ello parecía significar una victoria definitiva sobre los Modernos, pero la apariciónde Bernard Le Bouvier de Fontenelle, sucesor de Charles Perrault al frente de estos, equilibró la contienda; y lo hizo apoyándose en el progreso de la ciencia, la filosofía cartesiana y un término que entra de nuevo en liza con una significación creciente ―y que ya puede empezar a escribirse con mayúscula―: la Razón.
Ese equilibrio provocó una estabilización del conflicto, una especie de tregua al modo de la Guerra Fría en la que ambos bandos preparaban sus armas pero evitaban el enfrentamieento directo. Esta tregua, que fue aprovechada para sentar las posiciones respectivas, provocó la extensión de la Querelle a Italia y a Inglaterra, con Gianbatista Vico y Jonathan Swift decantados claramente hacia el bando de los Antiguos. La reanudación de las hostilidades, poco después, llevaba a Homero como protagonista y fue la última de las formulaciones de gran audiencia de la Querelle; pero la asimilación de ambas corrientes era inevitable: las tesis de los Antiguos reforzaron la potencia del discurso artístico, mientras que los Modernos aportaron su contribución al campo de la ciencia y la técnica, un acuerdo que siguió vigente, a pesar de las apariencias que ofrecen a favor de los Modernos los aires de la Ilustración, hasta la irrupción del Romanticismo
Después del Terror
La Revolución, con su política de nivelación y con la asimilación de cualquier referente a la Antigüedad como ancien règime, acabó con la Querelle, una discusión estética que se había prolongado a lo largo de más de un siglo ―aunque parte de esa liquidación se solventó con la adopción de la modernidad que significaron los diversos pronunciamientos estéticos dictados a lo largo del siglo XVIII prerrevolucionario― mediante la adopción de un neoclasicismo teórico que parecía más acorde con los dictados de la Razón.
Chateaubriand, ese gran superviviente, transforma los términos swiftianos: las abejas son las esclavas voluntarias de un sistema que las explota, mientras que las arañas tejen su red, en primera persona y sin antecedentes reconocidos, como única construcción útil y eficiente. El simbolismo propicio de las abejas ya había sido manipulado por los Ilustrados ingleses, haciéndolo emblema del utilitarismo egoísta, y por el propio Empereur, asociándolo a la disciplina a él debida.
Pero la mayor inversión del símbolo es la que desvela Bernard de Mandeville: solo la actitud de las abejas es desinteresada; en realidad, se mueven por intereses de acuerdo con la moral individual y egoísta. Desde Inglaterra, libre de los efectos de la Revolución, pero bajo la influencia de Adam Smith, del naciente utilitarismo y con la vista puesta en la incipiente revolución industrial, las posturas son encontradas e irreconciliables porque va asentándose el impulso del individualismo, que desde la economía se extiende a otros ámbitos, incluso el artístico.
La fable des abeilles, ou Les Fripons dévenus honnetes gens. Bernard Mandeville Documento disponible en Gallica.fr |
Bibliografía relacionada:
- La batalla de los libros, Jonathan Swift
- La fábula de las abejas, Bernard de Mandeville
- El siglo de Luis el Grande y Comparación entre Antiguos y Modernos, Charles Perrault
- Historia poética de la guerra recientemente declarada entre los Antiguos y los Modernos, François de Callières
- Crónicas del Parnaso, Traiano Boccalini
Otros recursos relativos al tema de la Querelle en este blog:
- Notas de Lectura de El suscitador. Apuntes sobre Francis Ponge
- Notas de Lectura de Pour un Malherbe
- Notas de Lectura de Poética
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