18 de diciembre de 2020

La diplomacia del ingenio

 

La diplomacia del ingenio. De Montaigne a La Fontaine. Marc Fumaroli. Acantilado, 2011
Traducción de Caridad Martínez

La diplomacia del ingenio (La diplomatie de l'esprit, 1998) es un conjunto de estudios escritos por el ensayista francés Marc Fumaroli, recientemente fallecido, a lo largo de treinta años, sobre diversos aspectos de la cultura y de la literatura francesas del siglo que transcurre entre la segunda mitad del XVI y la primera del XVII, la primera gran época clásica gala, el pilar inicial de los que formaron el edificio de la modernidad; ese momento coincide con la toma de posesión por parte de la prosa, con algunas excepciones, del lugar de la poesía como manifestación más representativa de la literatura: tanto la inteligencia de Pascal, el ingenio de Voltaire y la inspiración de los moralistas del XVIII tienen un precedente común —en prosa, por supuesto—: Michel de Montaigne, el modelo fundacional de la prosa literaria francesa.

«El poder del ingenio solo puede afirmar su verticalidad en Francia a condición de demostrar ser profundamente diplomático, y de saber hacer suyo y despertar, merced a una humildad y cortesía aparentes, ese sentido común natural sin el cual está perdido y que, en Francia, tiende excesivamente a ceder a los cambiantes vaivenes de la opinión. El gran escritor francés no tiene derecho a ser solo escritor, y menos aún poeta. Tiene que trabajar por fijar la más volátil de las esencias: el simple sentido común que pueda unir a los franceses».

1. La sede del habla productiva no es el palacio ni la academia ni la escuela de oratoria sino los oráculos privados de carácter cívico, ajenos a cualquier constricción formal del lenguaje. La imagen mítica es el jardín de Epicuro o la que recrea Homero en la corte de los feacios en la Odisea.

«Del Decamerón de Bocaccio a la Noche oscura de Juan de la Cruz, de la Astrea de D'Urfé a las Memorias de Chateaubriand, es en el retiro, en lugares fuera del tiempo, en paisajes apacibles, y en un determinado silencio en que no hay que forzar la voz, donde la obra literaria crea por sí misma la atmósfera propicia a su recepción y dispone la sala del banquete en que, de nuevo, los feacios pueden venir a acomodarse».

2. El mérito de Montaigne, siguiendo la senda formal marcada por Platón en sus diálogos, es implicar al lector, al que se exige que renuncie a la pasividad receptora, en el diálogo que mantiene, en los Ensayos, con los autores antiguos en el camino de descubrirse a sí mismo.

A finales del siglo XVI, no por agotamiento sino por un sentimiento de insuficiencia a la hora de responder a los nuevos requerimientos expresivos, la poesía, el reducto de la manifestación culta, empieza a ceder parte de su dominio en beneficio de una nueva forma que poseía más plasticidad y productividad: la prosa. El inicio de esa reconquista puede fecharse con precisión: 1580, el año de la publicación de la primera edición de los Ensayos de Montaigne, que señalizan el primer triunfo del sentido sobre la forma. Dos años antes de esa publicación, Blaise de Vigenère estableció la superioridad de la palabra escrita sobre la expresión oral debido a su permanencia, durabilidad e impacto, abogando por un retorno a la Edad de Oro de Grecia y Roma; para ello, el primer paso debería ser la traducción al francés de los clásicos grecolatinos, una traslación que no solo pondría al alcance del pueblo a los inventores de la civilización, sino que, además, redundaría en beneficio de la lengua de destino en forma de pureza, refinamiento y ampliación de su capacidad para expresar la sutileza del pensamiento.

«[La copia y el ornatus son] Instrumentos de expresión que, en prosa, disponen de poderes análogos a los de la poesía "inspirada" y "profética". Vigenère prosigue adecuadamente la obra de Du Bellay, y la completa: traducir, imitar los diversos estilos latinos y griegos, es apropiarse de sus "virtudes" y elevarse, siguiendo el ejemplo de los latinos, "por encima de la decadencia de los otros". Donde sí se aleja del autor de la Deffence es en el menosprecio por la traducción de que este alardeaba: traducir también es imitar, es emular a los Antiguos, no es mostrarse servil respecto de ellos. Es ejercitarse, s'essayer, crecer».

3. En el caso de que sea admisible la evolución en ámbitos literarios, esta no vendrá acompañada por variaciones en su vertiente temática —o no únicamente— sino en todo aquello que se refiera a la lengua y al estilo; en cuanto a la propia lengua, el primer paso deberá ser la conversión del habla vulgar en vehículo literario, lo que solo se conseguirá mediante la producción de grandes obras literarias en esa lengua —cuyo ejemplo paradigmático es Dante con su Comedia, escrita en dialecto toscano, una opción justificada por el propio poeta con anterioridad en De vulgari eloquentia—, un empeño que sostuvo Montaigne con sus Ensayos en lengua vernácula. Este efecto, sumado a la adquisición, por parte de la monarquía, del uso de esa lengua, redundará en su prestigio y dignidad y se sumará a la dignificación y eficacia proporcionadas por los escritores. La pugna entre los favorables a ese trasvase, partidarios del modo senequista, y los de la opción tacitiana, la solucionó, mediante la integración de ambas corrientes, un italiano trasplantado a la corte francesa por Enrique III: Charles Paschal en De optimo genere elocutionis en 1596.

«El interés por "defender e ilustrar" la prosa francesa coincide aquí con la influencia del "senequismo" estilístico de Lipsio. Pero el estilo sencillo, que parece "brotar espontáneamente de los labios", no tiene por qué ser vulgar. Su sintaxis obedece al orden natural, lo que constituye para los apologistas y gramáticos del francés del siglo XVII uno de los rasgos que hacen a esta lengua superior a todas las demás, incluido el latín».

A partir de ese momento, el mantenimiento de la pureza de la lengua no descansará ni en la poesía, ni en la comedia, ni en el arte epistolar, sino en el arte de la conversación de los viri illustres, cuyo subgénero más característico es la narración, una variante dotada de una claridad y precisión expresiva que redunda en su autenticidad, credibilidad y sinceridad. El modelo de esa prosa debe ser la sabia combinación de las aportaciones de los clásicos: 

«"Apreciamos en aquellos [Grecia] la abundancia, en estos [Roma] el discernimiento; con aquellos es posible recrearse, es decir, caer en el error. El camino de estos es estrecho, pero más recto y seguro". Charles Paschal, De optimun genere elocutionis. Grecia son las fábulas, Roma la historia y la prudencia, el ejemplo de madurez que seguirá inspirando siempre a la grandeza humana».

4. En la era del nacimiento de la lengua francesa como lengua de cultura, existe el  convencimiento de que en el régimen democrático, al tener que convencer a una masa, mayoritariamente inculta, la lengua tiende hacia el populismo y la demagogia; es en un régimen monárquico, en cambio, donde la lengua adquiere elocuencia y el nivel suficiente para convertirse en una lengua de cultura. Montaigne, consciente de esa distinción e implicado en el debate, dedicará parte de sus Ensayos —considerados no como una conferencia, sino como una conversación en la que el autor dialoga con él mismo y con el lector en el plano más igualitario posible y en una lengua común que todos pueden comprender (Ensayos, III, 8)— a reflexionar sobre ese tema y a ensayar una alternativa que rebase el dilema: en primer lugar, al considerar al pueblo como sujeto libre y dotado de una capacidad de independencia suficiente para forjar su destino; y, de forma simultánea, a conceder a la monarquía legítima la facultad de ejercer el único orden posible y razonable, que, entre sus atribuciones, debe considerar necesariamente la preservación de la libertad interior del súbdito.

«Montaigne no se limita a condenar el servilismo a la vez que el tímido ciceronianismo de sus contemporáneos sino que define de rechazo la función polémica de los Ensayos. Polémica de creador, no de crítico literario: en respuesta a quienes hacen de la facultad del habla un sustituto de la invención y el juicio, Montaigne, en su propia creación, se decanta por lo contrario. Sacrifica la elegancia en aras de la densidad filosófica, y la belleza convencional, resultado del cálculo retórico, a un lenguaje auténticamente seminal. El estilo de los Ensayos, totalmente supeditado a la investigación de su autor, constituye el espectáculo de una elocuencia que está inventándose, una incesante "concepción oratoria"».

Es la primera vez, en la literatura francesa, que se apela al lector y que se le exige el papel activo de completar, insisto, en su misma lengua, el trabajo del autor: "un hablar abierto abre otro hablar y le hace salir afuera, como el vino y el amor" (Ensayos, III, 8). Para ello, renuncia, conscientemente, a la grandeza de los clásicos —así como a su imitación— y a las reglas de la elocución, olvidándose de las constricciones del discurso, para centrarse en la inventio y el judicium, todo en aras de una libertad irrenunciable. No solo es posible, aunque poco probable, una poesía filosófica —De rerum natura—, sino que, para que sea de pleno aprovechamiento, la filosofía debe ser en prosa.

«Poética por la universalidad de su asunto, la obra de Montaigne lo es también por su finalidad. "Ni Ángel ni Catón", Montaigne, poco atento a deslumbrar, lo está aún menos a ser edificante, enseñar, predicar ni convencer. Ninguna de las tres finalidades del arte oratorio: agradar, conmover e instruir, coincide con la de los Ensayos: "Yo no formo al hombre, yo lo cuento"».

El camino que parte del estoicismo, transita por el epicureísmo y se instala en el escepticismo  queda establecido como el trayecto más acorde con la naturaleza, y ahí está, cartografiado al detalle en todo su proceso, para quien quiera recorrerlo.

5. El humanismo renacentista italiano no pudo resucitar, superada la oscuridad medieval, la oratoria clásica debido a que esta había caído bajo el monopolio de la Iglesia, que la infrautilizó como simple comentario de la Biblia o como exégesis de los sofismas de la Padres y los galimatías de la escolástica; así pues, tuvo que conformarse con su reclusión en el género epistolar, que tiene más relación con el diálogo y la conversación privada que con la palabra pública, y que mantiene intacta su capacidad para confeccionar un autorretrato fiel y multifacético del autor.

«El género epistolar se define mediante una serie de oxímoron: un género discontinuo y breve se convierte en el espejo mágico del infinito del yo humano, de sus oscilaciones entre contemplación y sufrimiento; un estilo bajo, conforme a la condición  cotidiana y privada del autor, resulta así el receptáculo sensible de todas las "ideas" sobre el estilo, lascas desprendidas de la antigua arquitectura de los tres estilos superpuestos, y en que se reflejan los altibajos de una interioridad a la vez espiritual y fisiológica».

La imprescindible síntesis entre la reproducción de la conversación docta y la ausencia de estilo del diálogo es el reto que resolverá el género epistolar francés del siglo XVII.

6. El género memoria, salvo contadas excepciones, carecía de escritos de la calidad suficiente como para convertirse en Memorias, limitándose a ser grupos de documentos, anécdotas y recuerdos estrictamente personales con una relación meramente tangencial con la misma historia y con un estilo descuidado muy lejos aún de la excelencia. Pero ante la imposibilidad de escribir una historia de Francia completa e imparcial debido a la implicación política de quien debiera redactarla —ni los historiadores oficiales, pagados por la corte, ni aquellos que fijan su atención en pequeñeces irrelevantes, ambos sujetos al peor de los sesgos: no haber estado presentes en los hechos que se relatan — y al absolutismo real, las Memorias deberían cumplir su función, aunque los que se pueden considerar primeros ejemplos del nuevo género distan poco de la justificación de ciertos actos y del ajuste de cuentas de sus redactores.

«René de Lucinge decía: "El relato de nuestra vida es el auténtico relato del alma; representa las costumbres como el pintor los rasgos del rostro". Y Jean de Tavannes dedica sus Memorias a sus hijos, sobrinos y primos, en estos términos: "A los griegos y romanos el recuerdo de sus antepasados los llevó a acciones generosas". Las Memorias se proponen en efecto transmitir la virtud gentilicia a través del linaje aristocrático. Desempeñan, en los archivos familiares, el mismo papel que las imagines majorum desempeñaban en el vestíbulo de las mansiones del patriciado romano: retratos a un tiempo íntimos y oficiales, destinados a recordar a los descendientes del linaje no solo los altos cargos y los grandes sacrificios de un antepasado, sino también el genio de una raza que se manifestó en él».

El conjunto que forman unos hechos relatados con estilo, procedentes de las Memorias aristocráticas, y la existencia de un narrador que es, además, el protagonista de aquellos, recogido de las autobiografías de inspiración agustiniana, principalmente de las Confesiones, ofrece todo el conjunto de recursos de la prosa y configura el antecedente de la futura novela culta, un intercambio aque permanecerá en los siglos XVIII y en el gran siglo de la novela francesa, el XIX.

7. 

«A partir de la edición de Martin y Guillaume Du Bellay (Les mémoires de messire Martin Du Bellay, seigneur de Langey. Contenans le discours de plusieurs choses advenues au Royaume de France, depuis l'an M.D.XIII. jusques au trespas du Roy François premier, auxquels l'Autheur a inséré trois livres, & quelques fragmens des Ogdoades de Messire Guillaume du Bellay, Seigneur de Langey, son frère. Paris1585), en 1569, puede decirse que el género de las Memorias de armas queda constituido. Tiene su modelo antiguo, que le confiere legitimidad humanística, César; y su modelo moderno, que le confiere legitimidad nacional, Commynes (Les mémoires de messire Philippe de Commines, 1489-1498) y su retórica, que consiste en rechazar el ars historica o más bien sacrificarla altivamente a la autoridad del testigo y a la sobriedad sin afectación, limpia de alabanza y vituperio, del relato de los hechos».

8. Las Memorias del Cardenal de Retz (Mémoires du cardinal de RetzContenant ce qui s'est passé de plus remarquable en France, pendant les premières années du Règne de Louis XIV, 1675-1677, 1717), la imponente obra de Jean-François Paul de Gondi, dirigidas a madame de Sévigné, representan la cumbre de la literatura memorialística, a menudo comparadas con las del duque de Saint-Simon, entendida como una conversación; en este caso, el autor se propone relatar los hechos de su vida de la forma más objetiva posible, mientras que pide a la destinataria que sea benévola con sus actitudes y sus defectos. De este modo, la Memoria instructiva y ejemplarizante destinada, en principio con carácter utilitario, a personas determinadas, se convierte en una conversación privada pero cuyo número de destinatarios es incontable y procedente de los más variados sectores y estratos sociales. El hecho de que la interlocutora fuera una mujer, un caso excepcional en la literatura memorialística, provoca que el estilo abandone la sequedad recitatoria y se convierta en un texto tan declamatorio como elocuente.

«Para la "historia de su vida", pues, Retz encontró —o supuso— una mirada y un oído dignos de él. Pero no cayó en el error de darlos por conquistados. Consumado orador, tampoco cayó en la trampa, en la que demasiados comentaristas creen pillarle, del alegato, de la apología, del panegírico. Más modesto, o más ambicioso, lo único que pretende es dar credibilidad a un relato. Lo demás vendrá por añadidura. Pero si bien nada hay tan falazmente evidente que la verdad para quienes viven los acontecimientos "en los grandes cargos" —aunque tan falaz evidencia dé lugar a muchos errores de juicio—, nada resulta tan inverosímil, increíble e indescifrable como esos mismos acontecimientos cuando, al alejarse en el tiempo, pasan a ser objeto de un relato».

9. La conversación, ilustrada o circunstancial, oral o por escrito, pero siempre galante, constituyó un género en sí misma durante más de tres siglos, desde el temprano XVII hasta la mirada satírica de Flaubert o Proust, en la sociedad y la literatura francesas debido, según sus apólogos, a la dulzura de la lengua, el ingenio de los individuos y la sociabilidad de los francófonos; es decir, al esprit francés —un concepto que no tendría nada que ver con la acepción usual en castellano sino con el wit inglés—.

«"Del mismo modo que nuestra inteligencia se fortalece al comunicarse con mentes vigorosas y ordenadas, es indecible lo que pierde y se envilece con el trato continuo y la frecuente relación con mentes bajas y enfermizas". Michel de Montaige, Ensayos, III, 8. 
Los "ingenios vigorosos" son los que se hacen las "buenas preguntas" y son capaces de renovarlas en colaboración con sus pares. Los "ingenios bajos y enfermizos" son los que se contentan con fórmulas preconcebidas y lugares comunes. De Montaigne a Voltaire, de Voltaire a Balzac —Jean-Louis Guez de Balzac—, la conversación solo fue considerada un peligro para la inteligencia y una enemiga de las "buenas letras" en la medida en que renegaba de su definición: el trato entre ingenios vigorosos aplicado a los lugares comunes de la humanidad, y capaz de redescubrirlos a una nueva luz. Bastó poner en duda la posibilidad de semejante trato y reducir toda conversación a lo que, para los clásicos, no era sino su caricatura y su negación, para negarle todo parentesco con la literatura. Desterrada de la conversación, esta entonces se convierte en el último refugio saturniano del espíritu que, al margen del "espacio literario", se cree condenado al trato con los filisteos».

La consideración de la conversación como género literario se remonta a los clásicos latinos, para los cuales su forma oral y la escrita serían las dos caras de una misma moneda, dos formas complementarias de la eloquentia, sucesivas en el tiempo y con mutuo enriquecimiento. A pesar de la presión religiosa, sobre todo en cuanto a los temas, proveniente de la tradición italiana, el modelo de la conversación civil, la "conversación a la francesa", armoniosa e inteligente, vivaz e improvisada y regida por el ingenio, es Montaigne. 

10. La mujer, en un inicio la perteneciente a la nobleza, ha empezado, por una serie de circunstancias que incluyen las religiosas, a trascender el campo de la galantería y del adorno social para acceder al mundo de la cultura: ha pasado de ser objeto, excusa o circunstancia a adquirir papel protagonista; por primera vez, el ocio mundano, que excluía en su origen a las compañeras y que mantenía a los hombres atareados en ocupaciones serias, adquiere un carácter letrado. Este cambio social debe parte de su eclosión a un verdadero manual de comportamiento de gran difusión y enorme influencia, la Introducción a la vida devota de San Francisco de Sales. 

«Siguiendo el ejemplo de madame de Rambouillet, una madame de Sablé, una madame de Plessis-Guéné, una madame de La Fayette o una madame de Sevigné, ligadas todas ellas a grandes hombres de letras, y en todas las cuales había calado profundamente la espiritualidad salesiana (razón por la cual fueron sensibles a Port-Royal), amplificaron y prosiguieron la obra de la marquesa. Ellas fueron quienes la revitalizaron tras la fronda, instituyendo así definitivamente la conversación francesa como obra de arte del ocio, y preservando en el seno mismo del "mundo" aquella "alegría jubilosa" del trato entre corazones deseada por San Francisco de Sales y que es pariente próxima de la eudaimonia, la dicha del sabio según Aristóteles».

11. Del mismo modo que los pensamientos de Descartes y Pascal beben en la fuente común de los Ensayos de Montaigne desde un estilo y una perspectiva nuevos, el propio Montaigne está en deuda con los autores clásicos, a partir de los cuales, en sus propias palabras y en francés, se descubre a sí mismo. Pero el prolongado lapso entre uno y otros parece suponer la necesidad de un paso intermedio que constituyen las Poliantheas. En concreto, Fumaroli aboga por dos testimonios del mismo siglo que los Ensayos: la Polianthea nova (1612) de Joseph Lange, y la edición, a partir de 1609, del Diccionario (1502, 1509...) de Ambrogio Calepino, y rastrea en ellos uno de los conceptos más frecuentes en la obra del perigordino: el concepto mundo. Es desde estas consideraciones donde se manifiesta un Montaigne no tanto moralista —como los que aparecerán años después, en su mismo ámbito lingüístico—, sino como un simple "poeta-filósofo laico".

En 1642, François de Grenaille convierte alguna de las acepciones del concepto mundo en uno nuevo: moda

«El Ser de Dios se nos escapa porque somos prisioneros del tiempo, del espacio, del movimiento, de las apariencias sensibles; y todos ellos nos arrollan en su fugacidad, movilidad y metamorfismo. ¿Cómo definir entonces la moda, que es "la vicisitud" misma, y que parece el efecto formal de todos los demás cambios? Es la antítesis de Dios, "primer creador de las cosas"; "la Moda es el primer principio transformador". Su metamórfico capricho es la causa formal de los "cambios" del corazón humano, la moda es ovidiana. Es la más ostensible manifestación del tiempo que todo lo cambia: "tan pronto se la ve en boga, y ya se la aborrece; una vez impuesta se la destruye, y no obstante siempre hay modas, aunque las modas cambien siempre". Depende también de la inquieta vida del corazón y el cuerpo, y de las incoercibles "agitaciones" de los hombres: "Hay modas para calmarse y para emocionarse, para andar y para detener el paso». Las citas corresponden a François de Grenaille, La mode, ou Charactère de la religion, de la vie, de la conversation, de la solitude, 1642.

Pero el concepto posee otra connotación que Grenaille advierte, pero cuyas implicaciones es incapaz de prever: mundo es a mundano como moda es a moderno

12. Si bien la eloquentia era la figura deseable en el discurso filosófico desde la época clásica, Descartes, posiblemente teniendo en cuenta a la audiencia potencial de sus obras —es decir, a las personas distinguidas y a las honnêtes gens, los mismos destinatarios, por cierto, a los que se dirigía Montaigne en sus Ensayos, no solo a los sabios y a los numerarios de la República de las Letras—, además de escribir en vulgar francés en lugar de latín, antepuso a aquella, en su obra fundamental, el Discurso (Discours de la Méthode. Pour bien conduire sa raison, et chercher la vérité dans les sciences, 1637), el carácter retórico del lenguaje. No se trata tanto de una retórica normativa clásica como de la adaptación de algunos de sus principios a la lengua francesa, un trasvase cuya función debía consistir en desvulgarizar el francés y asimilarlo a la locución latina,  pero posibilitando su acceso a lectores que no comprendían el latín, aparte de librarse él mismo, con el cambio de lengua, de hábitos y prejuicios inmemoriables, y de lucir una espontaneidad y una naturalidad que redundan en la recepción favorable del texto.

«Maestro en abundancia, Descartes no lo es menos en sobrecogedora concisión. Gozne en torno al cual gira el cosmos del Discurso del método, el "pienso, luego existo" es una obra maestra del lacónico arte de la divisa, del symbolum heroicum. Descartes lleva ese género senequista a cruzar un umbral. Ya no es un juramento irreversible hecho a uno mismo, una pública y tajante promesa de no abdicar jamás de la idea heroica que uno se hace de sí mismo, como el "Plus ultra" de Carlos V, sino que es la afirmación de un "yo" trascendental escondido en el "yo" histórico y empírico, un postulado metafísico en vez de un acto de fe moral».

Además, esa proximidad del narrador que facilita el idioma se refuerza mediante el mismo recurso utilizado por Montaigne —el primero en el dominio idiomático francés—, la primera persona —en el caso del perigordino, acentuado por el hecho de que no solo el narrador [se] relata en primera persona, sino que "je suis moi-même la matière de mon livre" con que Descartes enuncia la frase más célebre del Discurso: "[Yo] Pienso, luego [yo] existo", una verdadera y perdurable divisa filosófica, se revela mucho más adecuada para implicar al lector en un nosotros próximo y compartido; un recurso, al fin y al cabo, filosófico, pero también retórico. 

13. La melancolía se erige, a lo largo del siglo XVI y parte del XVII, como lugar común de las almas tocadas por el genio —ya vendrán después los desvaríos románticos...—, una verdadera enfermedad del siglo, una dolencia del alma atrabiliaria que confiere distinción a quien la padece y a la que se supone un efecto generador para obras literarias y de pensamiento, como si el sufrimiento fuera el desencadenante de la profundidad de sentimiento y el tormento del alma el excitante de una inteligencia que debe a la obsesión su agudeza.

«El combate francés del siglo XVII contra el mito de la genialidad melancólica no es, al menos cuando la marea empezó a bajar, un temor a lo irracional, a la pasión, a la locura, sino un rechazo de lo irracional, de la pasión, de la locura, con el fin de recuperar su energía y su misterio para la razón misma. Esa adhesión a una especie de generoso ardor de la razón, menos visiblemente heroico que los ardores que se apoderan de ella en otros puntos pero capaz de sentar los cimientos de un linaje y de una familia en el lugar de la morada destruida, y no destrucción de una antigua morada».

En esa misma época, como consecuencia del cerco intelectual que rodea a la douce France, sitiada entre la frialdad septentrional alemana y la fogosidad meridional española, queda habilitado un término medio en el hexágono que será el origen de la vanidad francesa —y que puede que desemboque en el cuestionado pero característico chovinismo de la época romántica y posterior, para llegar, con diferentes intensidades, hasta nuestros días—. 

14. La antinomia entre un arte popular, ingenuo y fresco, y la belleza del arte erudito, insulso e insípido, es tan antigua como las manifestaciones artísticas. Fumaroli la pone en cuestión tomando como ejemplo los Cuentos de Charles Perrault, una manifestación de la cultura popular a la que no se le puede achacar falta de erudición, y defiende, en el caso de la literatura, el constante y productivo intercambio entre la tradición oral, popular, y la escrita, culta.

Esta antinomia dio lugar, en esa misma época, a una reedición de la eterna Querella de los Antiguos —partidarios de la reproducción de los modelos de la antigüedad— y los Modernos —inclinados hacia las tradiciones autóctonas, populares, hilvanadas en la lengua vulgar y transmitidas oralmente—. Uno de los campos en los que se ceba la discusión es el cuento de hadas, y se personifica entre Perrault, incondicional de la douceur de los modos cortesanos, y Boileau, doctrinario de la vehemencia retórica erudita.

«Lo que Perrault reveló, en la Querella de los Antiguos y los Modernos, después de otros y mejor que otros, con auténtico talento de abogado, fue la irreversible amplitud del "desplazamiento" producido, desde Montaigne y Malherbe, en las formas antiguas y librescas del Renacimiento grecolatino, al traducirse y adaptarse al habitus colectivo francés, representado y pasado por el tamiz de las mujeres y los gentilhombres de la Corte [...] Obra de anciano en paz consigo mismo, los Cuentos (Histoires ou contes du temps passé, 1697) sintetizan la meditación de toda una vida sobre la lengua y la elocuencia francesas, y sobre la distancia que las separa de la Antigüedad grecolatina».

15. Las Fábulas (Fables choisies, mises en vers par M. de La Fontaine, de 1668 a 1694de La Fontaine representan la reformulación, con un respetuoso homenaje, de la insigne sabiduría antigua mediante los instrumentos propios de su época: la civilización, el ingenio, la delicadeza y la lengua; su acción, pues, actúa por acumulación sin restar un ápice de importancia ni a sus fuentes clásicas ni a su actualización. Su principal mérito consiste en hacer compatibles los apólogos de Esopo con una forma contemporánea y en haber interesado, de este modo, tanto a los Antiguos como a los Modernos al mostrarse capaz de instruir tanto a las personas distinguidas, por su origen clásico, como al pueblo, por su formulación sencilla e inteligible.

«Al servir una antigua y profana tradición portadora de "algo divino", pese al desprecio que le profesa el ciego vulgo, La Fontaine no solo somete sus dotes para la belleza a una prueba de abstinencia, sino de ironía. Pone lo que él llama reverentemente la "fábula" bajo la advocación de Sócrates, que velaba "la verdad" con mitos, y hasta bajo la autoridad, salvadas respetuosamente las distancias, del Evangelio, que revela mediante parábolas. Persiguiendo la sabiduría allí donde permanece oculta es como la poesía, y la más personal, hace brotar, a la vez que su luz propia, la de la belleza más rutilante y duradera, una belleza que no iba buscándose a sí misma [...] De un solo trazo, La Fontaine sostuvo la teoría epicúrea del conocimiento, que funda la verdad sobre la interpretación, tanto por parte del animal como por parte del hombres, huéspedes ambos de la misma vida universal, de los signos de placer y dolor, y a la vez prosiguió la marcha de sus Fábulas, en las que la mímesis poética, de imagen en imagen, terrible una y dulce otra, repitiendo y guiando el trabajo de la interpretación, lleva al lector desde la confusión de las sensaciones hasta la luz de la verdad sobre sí mismo y el mundo».

La frontera entre la literatura exquisita y la literatura mundana se va desdibujando: es un fenómeno que responde a la moda (vid. supra) del momento, pero también al acceso que facilita la lengua vernácula; cuando se hace patente que también el francés vulgar es capaz de expresar la belleza de los clásicos, se pone la primera piedra para convertirlo en lengua de alta cultura, un movimiento cuya consecuencia más relevante y duradera será la popularización de esta otrora exclusiva y minoritaria, y otorga también carta de naturaleza a la sabiduría alegre, al humor libre y a la caricatura desprejuiciada:

«La moral a secas es muy aburrida;/ con el cuento el precepto pasa mucho mejor./ En esta clase de ficciones hay que instruir deleitando». Jean de La Fontaine

Y de nuevo, como en el caso de Montaigne, el narrador asoma la cabeza, se dirige al lector como su "semblable", su "frère", con un acercamiento que favorece no solo la proximidad, sino también la franqueza y, cómo no, la complicidad; un narrador que no se abstiene de dar su opinión, pero cuya autoridad le es prestada por el fabulista en un desdoblamiento complejo y de una rabiosa e incuestionable modernidad, y cuyo criterio no tiene por qué coincidir.

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