23 de marzo de 2020

Edén, Edén, Edén

Edén, Edén, Edén. Pierre Guyotat. Malastierras, 2020
Prólogos de Michel Leiris, Roland Barthes y Philippe Sollers
Traducción de Rubén Martín Giráldez
Cuando en 1970 la editorial Gallimard publicó por primera vez Éden, Éden, Éden, su contenido levantó tal revuelo que el Ministerio del Interior francés prohibió su exposición,  publicidad y venta a menores de edad mediante la disposición del primero de octubre y basándose en la ley 49-956 del 16 de julio de 1949, concretamente en el epígrafe que habla de la prohibición de "proposer, de donner ou de vendre à des mineurs de dix-huit ans les publications de toute nature présentant un danger pour la jeunesse en raison de leur caractère licencieux ou pornographique, ou de la place faite au crime ou à la violence, à la discrimination ou à la haine raciale, à l'incitation, à l'usage, à la détention ou au trafic de stupéfiants". A pesar del apoyo del por entonces diputado de la Asamblea Nacional François Mitterand y del propio George Pompidou, a la sazón presidente de la República, se mantuvo la prohibición hasta noviembre de 1981. La cuestión que subyace a esa prohibición limitada en una democracia consolidada como la Francia de la V República, totalmente aislada de consideraciones literarias de cualquier tipo, especialmente las cualitativas, es la probable colisión entre el derecho a escribir y el derecho a leer —o, si se quiere, con un acento más enfático, entre la libertad de escribir y la libertad de leer—: la antigua forma de censura consistente en castigar al escritor se transforma en el secuestro del libro, ignorando al autor, y se ejerce sobre el lector; es decir, se traslada la carga de responsabilidad del escritor al lector.

Tal vez en la raíz de esas dificultades de promoción del libro se encuentre el propio título y la divergencia que puede constatarse entre el concepto religioso y el profano del edén: mientras que en uno significa un lugar paradisíaco, aunque bajo unas reglas estrictas de obediencia —de hecho, la expulsión de Adán y Eva se produce por haberlas transgredido—, en otro puede llegar a significar, precisamente, un lugar con ausencia total de prohibiciones. Ambas concepciones son, por supuesto, contradictorias, y el hecho de usar un concepto bíblico —etimológicamente delicia, una palabra de origen hebreo— para denominar una situación de libertinaje absoluto puede parecer, a las mentes biempensantes de la Francia posbélica, un exceso inconcebible. En todo caso, la violación de los códigos morales establecidos puede aislarse de la de los códigos lingüísticos —como sucede, en términos generales, en el marqués de Sade, por ejemplo— o quebrando ambos; no existe una opción válida, ambas son lícitas por la libertad de elección que debe reconocerse a todo creador, pero Guyotat escoge la segunda

Lo peor del apocalipsis no es el desierto que queda tras el suceso sino el propio proceso de destrucción mientras está sucediendo. La acción de Edén, Edén, Edén —un título con una extraña reiteración para la cual cualquier explicación despierta la sospecha de ser demasiado fácil para ser cierta, y más si es racional— se localiza en el sur de Argelia, en los momentos finales de su guerra de la independencia de la metrópoli (1954-1962), en un terreno semidesértico y subdesarrollado en el que conviven el ejército francés, los habitantes originarios del lugar y algunos individuos llegados de otras localizaciones con intenciones poco claras; parece que fue inspirada por un viaje en furgoneta, años después de concluida la guerra, que debía publicarse con el título previsto de Bordels désert o Désert, y que fue calificada como el propio autor como "un Edén de humanidad animal". El ambiente físico es febril, caluroso, polvoriento, saturado; una vez establecido como fondo del relato, Guyotat lo expande mediante una narrativa limitada prácticamente a producir imágenes de una crudeza sobrecogedora por su explicitud y la frialdad con que las exhibe; el catálogo de esas encarnaciones es ilimitado, pero puede dar una idea el fragmento —que no reproduzco porque citado de forma aislada puede ser malinterpretado; pienso que no tiene ningún sentido desconectado del entorno, en decir, de la totalidad de la novela— en que uno de los personajes, un patizambo, está follándose a una perra mientras esta desgarra el corazón de un buitre moribundo.

El lector es mecido por la cadencia enfermiza e infinita de una sola frase —una vuelta de tuerca a la lengua escrita, cuyos parámetros, excepto, quizás, el vocabulario, son tan diferentes de la lengua hablada, que va a intentar romper el sentido establecido con el fin de implantar  nuevas acepciones—; si se deja llevar, si acepta el trato propuesto por el autor, acabará resbalando como el agua en el remolino del sumidero junto con el catálogo de fluidos corporales que rezuman a lo largo del texto: orina, semen, sudor, sangre, saliva, mierda, vómitos, babas, lágrimas, escupitajos, pus, menstruo, leche materna, meconio, mocos, cerumen, gargajos, bilis, linfa. La lectura de Edén, Edén, Edén tiene la intención de  sumergir al lector en busca del límite de la experiencia repulsiva; parece que el autor persigue asquearlo mediante la inmersión en el infierno —en la pausa del otro infierno, la guerra— como si quisiera explorar dónde se encuentra el límite de la humanidad, la frontera, si existe, que separa al hombre de la bestia, de qué manera puede trasladarse esa linde en la conciencia de cada uno y en función de qué puede producirse ese desplazamiento hasta llegar al bloqueo de la lectura por exceso, por saturación, una vez conducido a la degradación máxime e inevitable.

Una mención especial, en justo pago a la valentía, de distinto género pero de parecido arrojo a la de Gallimard hace exactamente cincuenta años, a la joven editorial Malas Tierras por poner al alcance del lector en castellano ese tour de force literario  no apto para estómagos sensibles pero que sale al paso de la comodidad de las lecturas complacientes y pone a prueba la capacidad de resistencia ante algunos de los aspectos más corruptos de la condición humana. Al fin y al cabo, como dijo Jean-Jacques Pauvert, citado por Rubén Martín Giráldez en el epílogo, «el tiempo dedicado a leer frivolidades es tiempo perdido para la revolución».

1 comentario:

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