El vino del Jura
El principio que reza que unas vacaciones no son completas si no incluyen una vertiente gastronómica es aplicable a todo el territorio francés, pero donde muestra su validez es en la ciudad de París. De hecho, de mis viajes a París podría confeccionar una guía para amantes principiantes de la cocina francesa si no fuera porque, con el transcurrir de los años y el avance de la globalización, muchos pequeños restaurantes en los que disfruté de excelentes experiencias gastronómicas o son quioscos de comida rápida o se han transformado en tiendas de ropa de marcas globales.
Así que en esta ocasión, y teniendo en cuenta que hacía unos cuantos años que no visitaba París, pedí consejo a un amigo, un buen gourmet y buen conocedor de la capital francesa; además, con su intermediación, he contado también con la opinión de una amiga que vive en París; aprovecho para expresarles mi agradecimiento. He comido en restaurantes de comida francesa clásica y en otros algo más imaginativos, aunque nunca perdiendo aquel carácter de cocina en mayúsculas, que es precisamente el que busco; sin desmerecer el resto, la experiencia gastronómica fue muy gratificante en un restaurante de la parte alta de la ciudad, un pequeño local con mesas minúsculas, carta en pizarra y, además, una impresionante selección de excelentes vinos, franceses y extranjeros, pintada en una de las paredes del local.
Mientras esperábamos nuestros primeros platos, entró una pareja de cierta edad, formada por un señor cuya altura era solo superada por su pose altanera -después descubrimos que era de nacionalidad alemana, aunque hablaba un francés perfecto, salvo por el acento-, y una señora que, más que acompañante, parecía un adminículo del monsieur, que solo hablaba alemán. Estuvieron un buen rato escogiendo mesa -tampoco había tantas, su elección tuvo que limitarse a las dos mesas para dos comensales que quedaban vacías- y, cuando pareció que había sopesado todos los pros y los contras, se sentaron en la adyacente a la nuestra.
La elección de los platos requirió también una considerable porción de tiempo, principalmente empleado en discutir con el camarero -un tipo amable en grado sumo, como el resto de personal- algunos de los ingredientes del plato que se le ofrecía, y en echar indisimuladas miradas a nuestros primeros, que entretanto ya habían llegado y de los que estábamos dando buena cuenta. Pero el verdadero espectáculo tuvo lugar a la hora de escoger el vino; se levantó, poniéndose al lado del sommelier, para ver bien la pared donde estaban escritos, descansó su peso sobre una pierna, plegó un brazo, que sostenía el codo del otro, con cuya mano se rascaba la barbilla con actitud concentrada, y le preguntó cuál de dos botellas en concreto escogería el profesional; este optó por una y, después de hacer algunas observaciones que parecían aprobar los conocimientos del sommelier, acabó escogiendo una botella de vino blanco del Jura cuyo importe en la mesa era de 130€.
Exigió probarlo antes de decidirse, a lo que accedió el camarero; le abrió la botella y cuando iba a servirle la cata, el cliente le pidió otra copa, con otra forma, distinta de la que había en la mesa; aquel se la trajo, le sirvió los dos dedos de vino al cliente y, a continuación, a la silenciosa compañera, y se retiró respetuosamente. El tipo miró el vino a luz y a contraluz, en contraste con la pared, oscura, y con la servilleta, blanca; lo agitó, lo olió y volvió a mirarlo para, a continuación, verter el contenido de su copa en la de su acompañante -que no había bebido aun, supongo que esperando el permiso del entendido- y solicitar la presencia del sommelier. Cuando este llegó, le pidió una nueva copa, a la que trasladó la mitad de la que contenía la de su pareja, para, después de otras agitaciones, remolinos y olfateos, tomar por fin un pequeño sorbo. Pidió de nuevo la presencia del camarero para darle su aprobación, pero le dijo que suponía que le traería una cubitera; cuando esta llegó, sumergió la botella en ella para, a continuación, preguntar de nuevo por el sommelier para decirle que la cubitera debía estar hasta arriba de hielo, que por favor acabara de rellenársela; cuando eso sucedió, ambos pusieron a comerse los primeros platos, con lo que pareció que la pugna por la botella de Jura había, por fin, acabado. Pero nada más lejos; poco antes de levantarnos después de acabar la cena, quitó la botella de la cubitera, hizo algunas observaciones al sommelier con respecto a la temperatura, volvió a ponerla al poco rato para, finalmente, calentar con la mano la copa antes de verter una pequeña cantidad de vino, beber un sorbo y mostrar una gran sonrisa de satisfacción por haber hallado al fin una razón para pagar los 130€ por una botella de vino blanco.
Como es de suponer, la atención del personal y de los comensales adyacentes quedó monopolizada por el espectáculo del cliente alemán. ¿Y qué hacía, mientras tanto, su enmudecida acompañante? Pues iba cogiendo trozos de pan de la cesta, una especie de pan ázimo de harina integral, excelente, uno a uno y con el suficiente espaciado de tiempo para no llamar la atención, para depositarlos cuidadosamente dentro de su bolso; primero uno, después otro, y así hasta dejar un solo trozo en la cestilla; teniendo en cuenta que los camareros retiraban el pan con el primer plato y volvían a traer la cesta llena con el segundo, nos quedó la duda de si el destino de ese nuevo servicio sería también el bolso o con el que había puesto con anterioridad consideraba amortizado el importe de la botella de Jura; pero es que nosotros ya habíamos terminado con nuestros quesos, pagado la cuenta, que incluía un excelente vino tinto del Loira, y teníamos un buen rato hasta el hotel, ya que siempre que cenamos un poco fuerte solemos dar una buena caminata para facilitar la digestión. Ah, por cierto, el pan para el desayuno del día siguiente lo compramos en una boulangerie próxima al hotel; buenísimo, no llegó a 3€.