13 de agosto de 2018

El ocaso de los dioses

El ocaso de los dioses. Élémir Bourges. Defausta Editorial, 2018
Traducción de Susana Prieto Mori. Prólogo de Manuel Alvargonzález  Fernández
“¡Cuervos, volad a casa!
¡Contadle a vuestro señor 
lo que oísteis decir junto al Rin!
¡Id a la Roca de Brunilda
y decidle a Loge, 
que aún arde allí,
cuál es el camino del Walhalla!
¡Ya se acerca 
el fin de los dioses!
¡Así... en la orgullosa fortaleza 
del Walhalla arrojo esta antorcha!”
Richard Wagner, El ocaso de los dioses, 1874
La década de 1860 fue una época -otra- convulsa para el Viejo Continente. Como preludio a la unificación de Alemania, en 1866 Prusia, de la mano del Canciller Von Bismarck, invadió la parte occidental del Imperio Austríaco y, mediante un movimiento estratégico y económico, acabó con la vieja aristocracia que mantenía el régimen. 

La familia protagonista de El ocaso de los dioses (Le Crépuscule des dieux, 1884; la homonimia con la ópera de Richard Wagner, que realiza un cameo doble, primero en el palacio de los d'Este y después, en el estreno de la última parte de El Anillo del Nibelungo, es totalmente intencionada), los d'Este, duques de Blankenburgo, forma parte de los afectados por esa peculiar -tanto más cuanto se piensa en su equivalente francés- revolución. La novela se enmarca, pues, entre los textos relativos al fin de una época, en concreto ese ancien régime que tantas veces se dio por muerto y enterrado y que otras tantas revivió con el tesón de los invencibles, en todo tiempo y lugar, en circunstancias parecidas o comparables -¿por qué si no, en 1792 se dio por finiquitado pero hizo falta rematarlo en 1830 y en 1848? Jamás un muerto fue tan perseverante-; o a lo mejor es que, a pesar de ser un fenómeno global europeo -si es que lo fue-, su aniquilación debía producirse territorio a territorio. En todo caso, parece que esa circunstancia denominada Imperio Austríaco -expresión prepotente donde las haya: ni fue un imperio, un concepto anacrónico ya en la época, ni fue austríaco, un concepto geográfico tan improcedente como el anterior- dio sus últimos coletazos, llevándose por delante a todos sus componentes justo antes de la (pen)última revolución de los nacionalismos europeos que daría lugar a la también (pen)última configuración de la Europa de los estados nacionales -y de cuyos polvos se originaron unos lodos que persistieron casi un siglo, pero esa es otra historia...-. En todo caso, fue una fiesta que, tras un clímax irrepetible, no fue languideciendo poco a poco mientras avanzaba la madrugada, cuando los propietarios hacía tiempo que se habían retirado y dejaban el terreno abonado a los borrachos y a los buscones, sino que terminó abruptamente, con una huida de sálvese-quien-pueda que no dio tiempo ni a recoger los abrigos del guardarropa.

Empujado a la fuerza, en una evasión instantánea aunque no por eso menos planeada, por las tropas prusianas en plena invasión, Charles d'Este, su extensa familia y gran parte de sus cortesanos huyen de su ducado y se instalan en París, donde son acogidos por Napoleón III. Afincados en un palacete de su propiedad, intentan reproducir en la Francia imperial su vida alemana, con todo lo que ello implica, pero las intrigas de su propia corte, los problemas con la prole, legítima e ilegítima y el desarraigo de su ducado hacen difícil pero no imposible esa reproducción.

Pero la guerra y el consiguiente exilio conllevan no solamente el fin del ducado -consecuencia cuya lógica es implacable- sino también la degradación paulatina del grupo familiar y cortesano, como si el haber abandonado su lugar de origen hubiera desatado el proceso de corrupción del que nadie podía considerarse a salvo, pues se trataba de un curso imparable que sólo podía finalizar con la descomposición total del grupo; la disgregación de la familia a semejanza de lo sucedido al imperio.

Un chambelán rastrero, una amante ambiciosa, un mayordomo codicioso, unos hijos enemistados, una sombra de incesto, un ayuda de cámara maquinador; un amplio catálogo de conjuras, diversiones, intrigas, perversiones, traiciones, sobrentendidos, resentimientos, hastíos, extravagancias, vanidades y corrupciones, para componer una tragedia que se acaba convirtiendo en farsa en una muestra de literatura de la más alta calidad.
"Y así, la soberbia raza que había tenido antaño a Alemania entera bajo su yugo y brillado por toda clase de grandes hombres, reyes, emperadores, santos, acababa en un abismo de barro sangriento con bastardos, incestuosos, ladrones y parricidas."
Calificación: ****/*****

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