19 de diciembre de 2016

Diario Literario

Diario literario. Paul Léautaud. Fuentetaja, 2016
Selección de Pascal Pia y Maurice Guyot. Traducción de Cecilia Yepes.
“Mi patria es la lengua francesa.”
La edición completa de los Diarios (Journal Littéraire, de 1956 a 1966) de Paul Léautaud abarca  el período comprendido entre los años 1893 y 1956, y se extiende a lo largo de dieciocho  volúmenes, más de 6.000 páginas, más un tomo-índice debido a la cantidad exorbitante de entradas, el decimonoveno. Ante tamaña desmesura, Pascal Pia y Maurice Guyot realizaron una selección de entradas que se publicó bajo el título de Choix de Pages (1968) cuya traducción es este volumen editado por Fuentetaja Libros.

La vida como fenómeno literario

Paul Léautaud. Crédito de imagen Roger-Viollethttp://www.lefigaro.fr/livres/2012/04/18/03005-20120418ARTFIG00679-paul-leautaud-journal-particulier-1935.php
Léautaud es un individuo permanentemente desubicado, que no se siente comprometido con ninguna causa excepto con su propia supervivencia -y la de su “zoológico”, la ingente cantidad de gatos y  perros, además de una mona y varias tortugas, entre otros animales que acogió en su casa; ningún ser humano en ninguna circunstancia merece los sentimientos y las palabras que Léautaud dedica a sus animales de compañía; el deceso de ninguna persona le sume en un pesar tan profundo como la muerte de alguno de sus perros y gatos-:
“En el fondo, sólo he querido, verdaderamente, a estos seres [sus perros y gatos]. El amor a una mujer nunca ha sido muy profundo en mí. Mis cartas de amor sólo expresan deseo físico”; 
ese desplazamiento, en lugar de actuar en su contra, es utilizado para no fijar ningún aspecto de su vida y aprovechar el nomadismo que permite la ausencia de referencias fijas, intelectuales incluídas. Su única fidelidad, a lo largo de su vida, es a la escritura, la única posibilidad de interacción de la que no cabe temer traición alguna. Y ya que la escritura no es más que otra parte de la vida, se debe escribir “silenciosamente”, evitando la retórica -y, por supuesto, la poesía, el culmen de la pomposidad-; todo el esfuerzo que se invierte en callarse redunda en beneficio de lo escrito.
“La fortaleza reside en no admirar nada”.
La omnipresente precariedad de su situación económica jamás fue razón suficiente para obligarle a tomar ninguna decisión que implicara la renuncia a su máxima aspiración: su obra. Relativamente joven, desiste de su relación con una amante por esa misma razón, si bien es cierto que después de haberla utilizado a conveniencia; eso es por lo menos lo que declara repetidamente, aunque conociendo al personaje al lector pueden quedarle dudas razonables acerca de ese motivo. A pesar de su juventud su personalidad profundamente egoísta y misógina empieza a dar señales de vida. Todos aquellos aspectos que no tengan relación directa con la escritura deben considerarse forzosamente en función de ella; incluso la elección de su compañera debe supeditarse a ese empeño: a los treinta años, y a pesar de haber convivido con una mujer, Léautaud mantiene un romance con otra mujer joven; el fin de la relación, impuesto por ella ante la desidia de él -que parece más bien una forma velada pero miserable de provocación para la ruptura- tiene como espoleta el convencimiento de que mantener la relación en forma estable es lo mejor para su tarea literaria.
“Las mujeres son unos seres viles, sin sentido moral, capaces de las peores invenciones en sus momentos de celos o de maldad, capaces de no retroceder ante nada para hacer daño al hombre que les importa, aunque vengan luego y cuenten que estaban locas y pidan que se olvide.”
Esa soledad en la que se recluye ya en su juventud, fruto de un carácter individualista y misántropo hasta la exageración que irá acentuándose con la edad, tiene una finalidad hartamente explícita: restringir la vida social cerca de los grupos literarios para conservar su individualidad, de manera que jamás pudiera considerarse como perteneciente a uno de ellos: los escritores y hombres de letras, en general, sobre todo los más influyentes, acostumbran a ser la diana preferida de sus peores invectivas:
“Decididamente, soy incapaz de sentir agradecimiento, verdadero aprecio. En el fondo, no siento apego por nada ni por nadie.”
Cualquier forma de convivencia es para Léautaud un castigo: un trato demasiado frecuente con colegas de profesión afecta de manera negativa, por influencia, a su obra: es una cuestión cualitativa que no está dispuesto a permitir. En cuanto a la convivencia doméstica, si bien tiene la ventaja de facilitarle lo esencial para su supervivencia, sexo incluido, también genera distracciones y turbaciones que le restan un tiempo que debería ocupar en escribir.
“He pasado toda la tarde con Bl…, corrigiendo las pruebas del Stendhal. Esta lectura pone de nuevo mi mente en movimiento. Lo hemos interrumpido un momento para ir a hacer el amor.”
Una ambivalencia poco edificante que contradice las firmes convicciones de que hace gala Léautaud a lo latrgo del Diario, se manifiesta explícitamente en todas las vertientes de su vida. Por ejemplo, la búsqueda de la aprobación general de las personas afines y de los cenáculos literarios, principalmente los relacionados con el Mercure y el grupo de los Goncourt, y las repetidas y enfáticas manifestaciones de independencia y de no querer formar parte de ellos. Pero también en lo referente a la vida personal asoman muestras de cierta disonancia; a pesar de que sus aspiraciones literarias no buscan el éxito de público, pues reconoce que sus libros son minoritarios, el miedo al fracaso y a la irrelevancia, alcanzados ya los cuarenta años, le atenaza y le produce la mayor desazón. Preocupado seriamente porque a su edad aún no ha conseguido nada, duda incluso de perseverar en su programa literario ya que no está seguro de si el público lector estará, en un futuro próximo, a la altura de saber apreciar su producción literaria.
“¿Dónde estaré, qué haré, cómo viviré a los 50? Cuando no se ha llegado más lejos a mi edad, apenas cabe esperar nada después. Mi caso será únicamente un tanto particular, dadas todas las ocasiones por las que habré pasado, por falta de reacción, por la dificultad para interesarme por las cosas, por falta de deseo, de ambición. Lo he anotado cientos de veces. Sin embargo, cuántos jóvenes escritores, a mi edad…”
El Diario está repleto de continuos reproches a su carácter, principalmente a su timidez, a su insociabilidad, pero incluye también una extraña satisfacción por mantenerlo incólume. A los cuarenta años, vislumbra con lucidez un futuro personal nada halagüeño, pero se diría que lo acepta pasivamente, que no sería capaz de cambiar de rumbo, ni literaria ni personalmente, y que, probablemente, si pudiera, tampoco lo haría. No existe ningún propósito de enmienda y, más que conformarse con ese futuro sin posibilidades, hará cuanto esté en su poder para que estos desesperanzadores augurios terminen cumpliéndose.

La vida doméstica es fuente de todo tipo de inconvenientes; el más citado es el de la convivencia con mujeres de extracción social desigual, con las que no puede compartir nada excepto un sexo -si se puede llamar “compartir”- pulsional y urgente, y con respecto de las cuales siempre acaba quejándose por las turbaciones que representan y por el tiempo que roban a su vida intelectual. No obstante los repetidos reparos, la muerte de su amigo y marido de su amante le obliga, ante el rechazo de ésta desde su viudedad, a nuevos cambios domésticos y habitacionales; entre esos cambios, reemprende una relación con A., virgen y treinta años menor, no sin reparos, no tanto morales como referentes al efecto sobre su trabajo literario.

La amistad más inocente, la de la niñez, desaparece cuando crecemos y alcanzamos el uso de razón adulto; la amistad de la juventud, la más cómplice, se va al llegar las preocupaciones de la maduez; las connivencias de la edad adulta son completamente interesadas, y sobreviven mientras existan réditos comunes; incluso el matrimonio, en cualquiera de sus variantes, es un contrato eminentemente utilitario. Así pues, más allá de las apariencias, la realidad es que siempre acabamos solos, así debemos vivir y así moriremos.
“Por supuesto que siempre he situado mi trabajo por encima de todo. Me decía: algún día. Cuando iba al teatro, por ejemplo, a la Comédie, donde me pasaba media vida, y veía a las mujeres, me decía: algún día. Hoy ya no tengo ese pretexto. Todo esto no es muy divertido. En el fondo, soy como esa gente que no ha vivido. Desde luego, he conocido placeres muy grandes, muy grandes, con los libros, escribiendo, pero no he vivido. Hoy, los libros ya no me interesan. No pueden enseñarme nada. Nunca me enseñaron gran cosa. Y es demasiado tarde para lo demás.”
Así pues, todas las relaciones que mantiene con mujeres se convierten, al poco tiempo, en tormentosas, sean sus medio-estables parejas o las protagonistas de encuentros esporádicos, sean sus admiradoras o simples lectoras, sean, sencillamente, desconocidas con las que coincide en un espectáculo. Afectado por una irredenta misoginia, se mueve entre la ignorancia -aunque la culpable, sostiene, sea la timidez- y el más absoluto desprecio. Y tampoco es que la proximidad aliente cambios de actitud, pues cuanto más cercana -la “amiga” que cita continuamente, con la que sostiene una larga relación basada en cierta afinidad sexual y belicosidad irredenta en el resto-, más sujeta a la incomprensión e, incluso, al odio más explícito.
“¡Que sinvergüenza! ¡Qué no habré visto, en estos quince años! ¡Por qué momentos no me habrá hecho pasar! Pensaba esta tarde en ciertos momentos, en Pornic. ¡Dios! ¡Los momentos de espantosa tristeza que me habrá hecho sentir! Momentos en los que uno sólo puede poner la cabeza entre las manos, asqueado de todo. Y aún sigo aquí, hoy, sin tener el valor de coger mi sombrero y adiós muy buenas. ¡Que el diablo se lleve el día en que la conocí! En el fondo, no me perdona haber conservado siempre mi juicio sobre ella. Prueba de que en cuestión de amor, para ser feliz, hay que ser un imbécil.”
El Diario está repleto de las circunstancias que facilitan, con un margen de error mínimo, la perfecta caracterización del personaje; su relación con el dinero y con la forma de conseguirlo -y de acumularlo y de no gastarlo- fue siempre conflictiva, principalmente si se mezclaba dinero y literatura. El caso del desencuentto con el Grupo de los cincuenta y cinco es tal vez el mejor ejemplo: esa asociación filantrópica formada por escritores de éxito y editores concedían una subvención anual a fondo perdido a escritores con dificultades económicas, pensión para la que Lérautaud es propuesto como beneficiario. La cantidad facilitada, incondicional, sin que tenga que aceptar ningún compromiso ni ejecutar nada a cambio, desahogaría su situación económica, pero Léautaud se resiste a aceptarla, tiene escrúpulos con el qué dirán sus colegas y sus enemigos, e inicia un tira y afloja sin sentido: sólo la mitad, sólo para pagar el alquiler, siempre empeñado -a diferencia de lo que perciben sus próximos- en que sus necesidades no son perentorias. Finalmente, acaba aceptando, medio a regañadientes, con la excusa de sus animales y del previsible aumento del alquiler, y obviando todos los reparos que adujo para autojustificarse y, en definitiva, dejar en el Diario una imagen más coherente con el personaje que va labrando en él que con su propia persona, mucho más miserable y avariciosa de lo que él mismo se retrata.
“Me vuelvo novelesco al envejecer. Me paso el tiempo leyendo novelas de amor. Es para reemplazar lo que había amado y la vida no me ha consentido. Me doy cuenta de que no soy tan seco como se podría creer. Parto con mis héroes en sus aventuras. Sueño, río, deseo, sufro con ellos. Cuando cierro el libro, tengo como un pellizco en el estómago y contengo con esfuerzo la necesidad de llorar. Al menos por unas horas he escapado a mi vida mediocre, han tenido objketo mis sueños inútiles.”
Léautaud es un inadaptado, incapaz de encontrar su lugar en el mundo y en los tempos que le han tocado vivir, pero con un espíritu tan perverso y contradictorio que ninguna circunstancia, incluso si fuera establecida por él mismo, contaría con su aprobación. 
“Es difícil tener ingenio con gentes estúpidas.”
Disiente por naturaleza, abjura de la disidencia cuando ésta es aceptada por la mayoría, y aunque de firmes e inalterables convicciones, es incapaz de sumarse a ninguna causa colectiva.
“Cajas de cerillas, una botella de farmacia para la Barbette [una gata]. Mi cama, que hago aproximadamente cada dos meses, y el orinal en la antecámara para no tener que bajar a orinar, y yo allí dentro, en medio de todo eso, con el pantalón agujereado, las viejas zapatillas, la chaqueta rota, el gorro de algodón, las gafas sobre la nariz, un fular amarillo en el cuello, una manta de lana anudada por delante y sujeta por encima con dos cintas.”
Preocupado por los efectos de la guerra sobre la vida cotidiana y, particularmente, sobre su vida literaria, Léautaud deja filtrar su posición política, a pesar de todo difícil de fijar: furibundo antinacionalista, una ideología a la que achaca los mayores desastres de la humanidad -“el patriotismo crea decididamente muchos imbéciles”- y todas las guerras, especialmente la I Guerra Mundial, oscila entre un anarquismo de extrema derecha y una neutralidad trabajosamente defendible. Muy crítico con el papel de Francia al inicio del conflicto -y con la dirección del Estado a cargo de un judío-, parece querer ignorar, aunque ello no signifique comprenderlo, el propósito de Hitler; caso de tener que decantarse por alguna de las partes en conflicto, no lo haría ni por Francia ni por Alemania y sí por su adorada Inglaterra. A medida que avanza la guerra, critica con dureza la censura y la intoxicación informativa por parte de las autoridades, siempre dirigidas ambas a mantener la iniciativa en el aspecto mediático, uno de los campos de batalla que devendrán principales, igual de cruento que el real pero menos sanguinario. Pero, como siempre, Léautaud, primero: su mayor preocupación es salvaguardar la integridad de sus papeles y buscarles un refugio para el caso de que los alemanes conquisten París. En cuanto a sí mismo, no encuentra razones suficientes para huir: está su trabajo y el cuidado de los animales que tiene recogidos, pero también la convicción de que ni tan solo el asedio a la capital será tan grave después de la claudicación de Vichy; se diría que la angustia de la huida es peor que el peligro que asume quedándose.
“No es valor. Es cuestión de sangre fría, de razón, de indolencia, de indiferencia.”
En esta situación de éxodo masivo, Léautaud vive la ocupación de París y, a pesar del revuelo correspondiente, su vida doméstica apenas se ve afectada, aunque la situación le sirve para confirmar el mal concepto en que había tenido a las autoridades gubernamentales francesas.
“La derrota me es totalmente indiferente. Tan indiferente como la primera visión de un soldado alemán la otra mañana. Es el precio por demasiadas necedades, incapacidades, imprevisiones, súbito montaje. Esto es lo que cuenta para mí. Esto se paga. Llevo quince días diciéndolo, cuando puedo hablar con gente de confianza: “Hitler está en su papel. Nosotros teníamos que hacer el nuestro. La estupidez se paga en la vida de las naciones como en la de los particulares”.”
A pesar de las incomodidades a las que se ve sometido por la ocupación, incomodidades prácticas de orden doméstico, como el desabastecimiento o el efecto sobre el transporte público, Léautaud sobrevive, profesionalmente, con relativo confort ya que la censura que aplican los alemanes es más de carácter político, que a él le tiene sin cuidado, que moral, que sí podría afectar a su obra. Sus reparos son, principalmente, contra la estupidez de las autoridades, y en este punto, los gobernantes franceses no tienen nada que envidiar a los invasores. 
“Comprendo todo, disculpo todo, me rindo ante todo. No ante la estupidez.”
Con el fin de la ocupación a la vuelta de la esquina, el Diario deja en un segundo plano las referencias literarias para convertirse, gradualmente, en un Diario personal.
“No me siento apegado a nada, a no ser algunos animales que tengo, a los que tanto me cuesta en este momento alimentar, dándoles mi carne, compartiendo mi pan, mis pastas, mi mantequilla, y Dios sabe al precio al que la pago. No espero nada de agradable, ni siquiera en el terreno espiritual, aún menos en el terreno social, de la sociedad que se anuncia. He llegado al límite del asco y del desprecio.”
Ese límite, inmerso el autor en la última parte de su vida, parece provocar una acentuación de aquellas características personales más censurables; sirva como ejemplo su incurable avaricia: Léautaud confiesa al lector, no a sus contemporáneos, poseer fondos suficientes para vivir con cierta holgura los años que le resten de vida, pero regatea el precio de un colador o de cualquier otra compra insignificante, siempre que no esté destinada a su “zoológico”. Se acentúa también, debido al aislamiento al que le obliga su estado de salud, su misogonia y su misantropía, cerrando toda relación social hasta el aislamiento definitivo.
“A veces me entretengo contemplando lo que habrá sido de mi vida. ¿Mi infancia? Todo lo que debía ser la continuación, en más pequeño. ¿Mi literatura? Una serie de victorias considerables sobre mí mismo, de tanto como me ha faltado siempre la ilusión en mí mismo, la ambición, cualquier ideal. ¿Mi hogar? Estoy en mi casa, en mis habitaciones casi vacías como un hombre que acaba de mudarse esa misma mañana. ¿Mis amores? Me habría gustado la belleza, la ligereza, la elegancia, la aventura: he tenido siempre una especie de guiso ilegítimo. ¿El dinero? Siempre he tenido que trabajar. Aún sigo trabajando para ganarme la vida, pasando mis jornadas enteras entre las cuatro paredes de un despacho. ¿Los placeres de la mesa, los buenos platos, los buenos vinos, con alegres comensales, todo lo que dicen que despereza todo el ser? Bebo agua, como yo qué sé qué cosas en una esquina de la mesa, como una tarea que hay que cumplir. ¿Los amigos? No sé demasiado…. si los tengo, y si lo soy para alguno, a no ser para Rouveyre, un gracioso espécimen como yo. La verdad es, más bien, que el mundo entero podría desaparecer sin que me afecte. Veo encantado a este, al otro, pero si no los viera, sería lo mismo. Lo que me gusta, lo que me place, lo que habría deseado, lo que lamento, lo que anhelo, lo que me apasiona, creo que a todo eso puedo responder: nada.”
La última anotación del Diario lleva fecha de 17 de febrero de 1956; cinco días más tarde, después de pronunciar sus famosas últimas palabras -“Maintenant, foutez-moi la paix”-, murió.

La literatura como forma de vida

Paul Léautaud en el sanatorio de su amigo el doctor Le Savoureuxhttps://fr.wikipedia.org/wiki/Paul_Léautaud
“En literatura, hay […] dos formas de alcanzar la originalidad. Están los escritores que examinan primero lo que se hace alrededor de ellos, y que, hecho esto y planteado, cogen el ámbito no explorado, no utilizado, o el menos utilizado. Es la mala forma, la que equivale a nada. Está también la que consiste en examinar todo lo que se hace y, al examinarlo, relacionarlo con uno, para medir lo que contiene de uno mismo, en qué medida se adhiere a uno, y en rechazarlo, naturalmente, pues ya se ha hecho, para agotar todo lo conocido, lo ya hecho. Se procede así a una especie de eliminación de todo lo que no es estrictamente uno mismo, […] que hace que uno triunfe al fin […] puesto que, en realidad, es su yo, en tanto que pudiendo ser expresado, lo que se ha encontrado. Para decirlo todo, la originalidad es un cálculo, el resultado de una operación, y una operación en la que uno se repliega sin cesar, lo que supone una gran cultura, una gran adquisición, y una clarividencia, y una posesión de sí extremas.”
Hijo de unos padres -ambos pertenecientes al mundo del espectáculo- que le abandonaron a su suerte, la escritura de Léautaud, sin caer en la trampa de la terapéutica, sí parece poseer este efecto rehabilitador sobre el propio autor: condenado por las circunstancias a vivir una vida provisional, la escritura de un Diario sería, entre otras cosas, una forma literaria de fijar el pasado.

Aún sin haber consenso total al respecto, parece que la forma literaria de diario mantiene, pese a su ambigüedad, unas características propias que le diferencian de cualquier otro producto literario y que, aunque fuera por eliminación, se podría llegar a un acuerdo sobre su definición. En el caso de Léautaud, el hecho de que esta obra abarque más de sesenta años le otorga una gran variedad de registros, desde los puramente enumerativos hasta largos e intrincados planteamientos teóricos, desde entradas en las cuales la fecha es fundamental hasta las que podrían carecer de ella sin que se resintiera ni la unidad de la obra ni su carácter sucesivo. Incluso la eterna discusión acerca de si un Diario debe ser para uso exclusivo de uno mismo o si piensa hacerse público está fuera de toda duda: Léautaud se retrata sin complejos hasta tal punto de que su Diario podría calificarse de confesión, y no pone más límites a la privacidad o a la consideración del prójimo que las abreviaturas de los nombres de algunas personas cuyo retrato no es demasiado halagüeno -iniciales que, naturalmente, han sido perfectamente descifradas por sus exégetas-; en cuanto a la publicación, la misma obra relata los avatares de la edición de los primeros volúmenes, aquellos cuya conversión en libro para el público tuvo lugar durante su vida. Teniendo en cuenta esta consideración, es posible cuestionar la sinceridad y la fidelidad de la obra, pero el propio autor facilita las claves suficientes para, incluso, descartar las afirmaciones más vehementes o los reparos más críticos.
“No soy nada brillante, en literatura. Primero, no consigo involucrarme del todo. Lo que se hace en torno a mí no me interesa lo suficiente. Lo noto cada vez más: sólo me interesa una cosa: yo, y lo que me pasa, lo que he sido, en lo que me he convertido, mis ideas, mi recuerdo, mis proyectos, mis temores, toda mi vida. Tras esto, pierdo fuelle. Lo demás sólo me interesa si tiene relación conmigo.”
Una de las preocupaciones más insistentes de Léautaud es la referente al estilo; firme partidario de la espontaneidad, considera a ésta el mayor mérito a tener en cuenta a la hora de juzgar una obra literaria, característica que debe situarse muy por encima de la elaboración: lo peor de un texto es que contenga “un exceso de arte”.
“Esa diferencia que a menudo se ve en un mismo autor, entre el estilo de sus cartas, el estilo de su Diario, si es que tiene uno, y el estilo de sus artículos, de sus libros, es no obstante algo curioso. No se puede negar que el primero es superior al segundo, con todo el interés de lo natural, de lo verdadero y de la espontaneidad. No se puede negar que desde el momento en que escribimos un artículo, un libro, para el público, en una palabra, todos utilizamos más o menos la retórica, tenemos todos algo de afectado, incluso aquellos de nosotros que somos más sencillos. Lo he pensado esta mañana por mi experiencia personal: el estilo de mi Journal, y el estilo de mis crónicas.”
Para ilustrar esa elección, Léautaud enfrenta a dos gigantes de la literatura francesa: Stendhal y Flaubert. Adjudica al primero un estilo natural y espontáneo, que siempre ofrece un resultado invariablemente mejor que los textos que han padecido una trabajosa elaboración, que acaba desnaturalizando el texto original. La búsqueda flaubertiana de le mot juste no sería, para Léautaud, más que dotar al texto de ese sobrante de arte que abomina: “acoger, organizar lo imprevisto, es stendhalismo”; rechazar, recortar, elaborar, flaubertismo, el exceso a evitar.
“Escribir tiene que ser como hablar y no una mera construcción de frases.”
Sobreviviendo en una supuesta carencia de medios económicos realmente triste, pues sus ingresos se limitan a lo que cobra por los derechos de sus libros, todos con ventas mediocres, y de algunas colaboraciones en revistas, se le ofrece, en 1908, incorporarse a la plantilla del Mercure de France, relación laboral que durará prácticamente toda su vida. A pesar de que el Mercure es, junto con la Nouvelle Revue Française, uno de los centros de influencia más importantes a nivel literario, sorprende el poco beneficio que parece sacar de su relación con los escritores y el mundo literario más relevante de la época. Por una parte, parecería que el celo con que guardaba su obra le impidió unas relaciones más estrechas; sin embargo, y dada la separación estricta que mantenía entre su vida social y su actividad intelectual, más parece que la razón principal fuera mantener su obra inmune a las influencias que esas personalidades pudieran ejercer sobre su producción literaria.
“La influencia de las gentes que frecuentas. Schwob, acostado, débil, de vida tan fina, encontrándolo todo vano, sin interés, viviendo dentro de una débil luz, obligado a pedir ayuda para moverse, con unos “¿para qué?”, acerca de todo. Uno sale de allí diciéndose: “¿Para qué?” Así como, por el contrario, el espectáculo, la proximidad, la frecuentación de un hombre activo, alerta, de humor vivo, ardiente, te anima e incita al trabajo. Hay sin duda una higiene en lo social como la hay en la lectura -esos libros que hay que guardarse mucho de leer, por muy admirables que sean, o que digan que son-.”
Una de las numerosas manifestaciones del carácter egoísta de Léautaud viene declarada  por su aseveración de que, incluso literariamente, al no existir objeto de interés mayor que él mismo, puede afirmar que no existe ningún libro que haya ejercido una influencia relevante en su obra. Es más, ni siquiera le merecen ninguna consideración -apenas diez, dice- los libros cuyo sujeto es el propio escritor; no es extraño, por tanto, que dos de las obras más admiradas y más repetidamente citadas sean Recuerdos de egotismo y Vida de Henry Brulard de, otra vez, Stendhal. Este enfermizo interés por sí mismo es considerado por Léautaud como un signo de madurez y de altura moral, que se ha visto completada por sus experiencias de su vida familiar.

A pesar de su repetido rechazo al reconocimiento público, Léautaud pretende el Premio Goncourt, para lo cual intenta mover, en esta ocasión, toda la influencia de sus relaciones con editores y miembros de la Academia para que le concedan el galardón, e intenta que se publique su libro, Amours, justo para que el Jurado lo tenga en cuenta, y caso de no ser posible por cuestión de fechas, presentar como alternativa un texto anterior. En ese episodio detalla a la perfección y sin ningún tipo de censura el proceso para la presentación de los textos, las influencias a que puede someterse la Academia, la búsqueda de mayorías, las presiones dirigidas al Jurado y el juego subterráneo de afinidades y diferencias. En todo caso, la importancia del Premio, ya en aquella época pre-mediática, era mayúscula, y podía significar la consagración definitiva del escritor. Finalmente, el galardón se concede a los hermanos Jerôme y Jean Tharaud por Dingley, l’illustre écrivain
“Cuando se es escritor, el temperamento está por encima de la emoción.”
De su pobre ambición dan ejemplo numerosos casos citados en el texto, pero tal vez la mejor muestra sea el rechazo de la oferta que le plantea André Gide en persona para cambiar su trabajo en el Mercure por otro en la Nouvelle Revue Française. Léautaud aduce mil excusas, a cuál más increíble -incluída la afirmación de que su trabajo en la N.R.F. no sería útil, tal vez la más peregrina-, pero lo cierto es que está acomodado en un trabajo que le exige poco y al que dedica menos, y no está dispuesto a perder esta conquista ni aún cuando el cambio le reportaría más prestigio y sería, seguramente, mucho mejor remunerado. No obstante, acepta hacer colaboraciones esporádicas, no tanto por el pestigio ni -asegura- por el dinero, sino porque el Mercure ha cancelado por razones poco claras una colaboración periódica, aunque sigue pensando que su remuneración en la N.R.F. es exagerada.
“Hoy, tengo cincuenta años, estoy enfermo, tengo menos entusiasmo, sólo deseo la soledad y el silencio. Las cosas que me ofrecen no tienen atractivo para mí. Me río de todas esas bellas palabras que me dicen por todos lados, y si lo agradezco, dando la impresión de aceptar todas las ofertas que se me hacen y prometer una respuesta, es sabiendo bien que no sucederá nada por mi parte.”
Pero la independencia tiene un precio que Léautaud siempre aceptó pagar: dimitió de la N.R.F. por diferencias con la dirección respecto de una crítica teatral adversa y la consiguiente negativa a edulcorarla. Poco tiempo después, dimitió también de Les Nouvelles Littéraires por no respetar la libertad de redacción que le habían prometido, aunque con ello perdía dinero y, aunque no lo confiese explícitamente, el reconocimiento de los mandamases del mundillo literario y, quién sabe, tal vez un sillón en la Academia.
“No escribo para los lectores. Escribo para mí.”
A medida que, más debido a su pasado trabajo en el Mercure que a su propia producción literaria, va trabando conocimiento con más escritores y aumentan sus relaciones profesionales con los demás agentes de la escena literaria francesa -en la Francia de entreguerras Léautaud ha sobrepasado ya la cincuentena, y sigue en la misma precariedad-, menos incluído se siente en la sociedad literaria y más se acentúa su censura a los diversos cenáculos, verdaderos grupos de presión que alcanzan, incluso, el nivel polítioco. Léautaud, íntimamente desengañado con respecto  a un reconocimiento literario que sabe que no va a alcanzar, se refugia en su independencia y en lo que centrará los años que le quedan de vida: su “zoológico” doméstico.
“Y hay gentes que se toman un trabajo del demonio para establecer relaciones, hacer amigos, hacer hablar de ellos, de lo que escriben, que frecuentan a unos y a otros, con zalemas y que prodigan cumplidos. Yo nunca hice nada de todo eso, he permanecido apartado, sin ir a ningún sitio ni pedirle nada a nadie, y poco adulador más bien hacia mi persona, como en mis escritos, y resulta que soy conocido, que se me aprecia, que despierto simpatías, y que incluso la gente a quien he fustigado se interesa por mí, y eso siendo además un escritor sin volúmenes, un escritor que sigue siendo un escritor de revista.”
Preocupado por las malas críticas que, realmente, nadie le hace, mostrando cierta paranoia con respecto a comentarios inocentes referentes a su vida, que le son bastante indiferentes excepto cuando tratan de su “zoofilia”, o a su obra, ante la que es mucho más celoso, tendiendo a malinterpretar todo aquello que se publica, sea favorablemente -“el crítico no ha entendido nada”- o desaprobadoramente -“el crítico no está capacitado para juzgarla”-, su trabajo y el contacto continuo con el medio literario no son nada favorables para permitirle huir de esa persecución.
“Esta mañana, al levantarme, he lamentado bastante haberme dejado atrapar por este asunto de la ayuda. Y es incluso decir poco: siento una especie de fastidio. Me he levantado cada mañana con la idea de escribir (al ministro) que estoy muy sorprendido, que he pasado por un momento difícil, que unos amigos lo han sabido, que me hablaron de la posibilidad de una ayuda, que ya se ha solucionado todo, que se lo agradezco infinitamente, y que no necesito nada. La dificultad de darle la vuelta, aun cuando Saltas, intérprete de Laubreaux, me habló de una subvención, es lo que me desconcierta. Digo hoy lo que siempre he dicho: cualquier dinero que no me permita cambiar de vida -e, incluso, ¿la cambiaría?, estoy muy instalado en la rutina- no me interesa. Esto es también la verdad, que es lo que cuenta. Sólo tengo que trabajar, escribir, en vez de sumirme en el marasmo, en mi desencanto de espíritu, de soñar con lo que tengo que hacer en lugar de hacerlo, y el dinero vendrá.”
En 1841, a los 69 años, sus diferencias con la dirección del Mercure llegan al máximo y es despedido, después de 45 años de relación profesional; más que un problema, al menos en cuanto a que va a dejar de tener un ingreso fijo, ve la solución definitiva a su eterna falta de tiempo: ahora podrá disponer del necesario para escribir y para ocuparse de su obra. En cuanto a asegurar su supervivencia, Léautaud busca los ingresos de las fuentes que le quedaban por explotar: pensiones, subvenciones, premios, tal vez algún trapicheo; ninguna solicitada, todas aceptadas un poco “a la contra”, algunas a regañadientes, otras rechazadas por el desprestigio personal que representaría vivir subvencionado, además, por unas autoridades que aborrece; pero aprovechadas para asegurar su manutención. 
“¿Qué es la literatura” ¿Qué es escribir, se trate de verso, de prosa? Una enfermedad, una locura, una divagación, un delirio -¡¡¡sin contar con la pretensión!!!-. Un hombre sano, de espíritu sano, firmemente asentado, firme en la vida, no escribe, ni siquiera pensaría en escribir. Contemplándolo más de cerca, la literatura, escribir, son puros infantilismos.”
El Diario literario de Léautaud es un hito de la literatura memorialística al nivel de los mayores representantes del género; esta edición de Fuentetaja, a la que cabe adjudicar  únicamente algunos reparos en cuanto a la traducción, es la oportunidad para los lectores en castellano para acceder a uno de los autores más llamativos de la literatura francesa.

Calificación: Hors catégorie 

Otros recursos relativos al autor en este blog:
14 Ago 2011 ... Paul Léautaud, Editorial Días Contados. Traducción de Imma Falcó. Prólogo de Arcadi Espada. Edición de Edith Silve. "Maintenant, foutez-moi ...
30 Abr 2015 ... Paul Léautaud. ... els protagonistes arribin a estar orgullosos del seu retrat-Léautaud, paradigma de la misogínia, redacta aquestes memòries ...

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