El pasado 30 de abril, La Grande Librairie, el programa sobre libros de FranceTV, emitió una entrevista, bajo el título de «Escribir el mundo rural», a Marie-Hélène Lafon.
Esta es la transcripción al castellano de su intervención.
Entrevista con Marie Hélène Lafon por Augustin Trapenard
—Buenos días, Marie-Hélène Lafon. Gracias por recibirnos aquí. ¿Qué es este paisaje que tenemos frente a nosotros?
—Estamos en el valle de la Santoire, en el Cantal. A nuestras espaldas está el plateau del Cézallier; frente a nosotros, el plateau de Limon.
Cuando digo plateau, quiero decir estepa, pequeña Mongolia…
Hoy, el vientre de las nubes roza la curva del paisaje.
Entre el plateau del Cézallier y el de Limon, el valle de la Santoire es el valle seminal, el corazón del país originario, la fisura inicial.
Yo nací en su orilla, crecí en su orilla.
Marcaba el límite —y todavía lo marca— del prado que pertenecía a mis padres.
Es ahí donde tienen su origen todos los textos que he escrito.
—¿En qué sentido diría que este lugar, este paisaje, está inscrito en su cuerpo?
—Nací en una familia campesina. Cuando uno era hijo de campesinos, en aquella época, trabajaba con sus padres. Esas tareas se desarrollaban en el paisaje. No teníamos conciencia de estar ahí, en el paisaje. Puede parecer muy extraño decir algo así, pero cuando, de niña, yo cuidaba las vacas a la orilla del Santoire, el paisaje me traspasaba. Yo estaba en el paisaje, y el paisaje me traspasaba a mí. No tenía ninguna conciencia de eso, y al mismo tiempo era un júbilo absoluto.
Se recorre con el cuerpo, el paisaje, cuando se lo rastrilla con un rastrillo de madera, de púas. Se lo aprende de memoria, y con el cuerpo, el paisaje.
También se aprende una cosa cuando se es hijo de campesinos: que, según cómo se trabaje el paisaje, este va a cambiar.
Ahí, de hecho, esos prados que veo… Todavía hoy soy capaz de distinguir cuáles se segaron y se henificaron en verano, y cuáles están reservados para pastar con las vacas. Usted mismo pueden ver que el aspecto, la textura de la hierba, no es la misma.
—El color…
—Exacto.
—En el fondo, ¿cómo se transmite, cómo se encarna por medio de la escritura la riqueza de este paisaje?
—Para mí, desde que empecé a escribir, hace casi treinta años, eso es lo que quería hacer.
—«Encarnar».
—Es exactamente la palabra justa.
—Significa «hacerse carne».
—El verbo se hizo carne. Ese deseo mío de encarnar el lugar a través de la escritura, lo sigo persiguiendo desde hace treinta años.
—¿Y eso por medio de qué?
—Del trabajo.
—De las palabras también, de un léxico, de un vocabulario, de la construcción de la frase.
—Eso es lo que yo llamo el trabajo. Hay que ir a buscar las palabras. Hay que hacer que afloren, ajustarlas, pulirlas, desplazarlas, desajustarlas, sustituirlas.
No solo las palabras, claro, el léxico, también la arquitectura de la frase, la dinámica del relato y, sobre todo —y creo que eso es lo más importante—, para que el grano del paisaje esté presente en el grano de la página, el ritmo de cada frase, es decir, un trabajo inmenso de puntuación.
Aquí se respira, pero hay que hacer que la frase también respire. Eso es un trabajo desesperado.
—Es un paisaje de comas.
—Si usted quiere… y de puntos y coma.
—Y hacen falta. Se ven cada vez menos.
—Aquí los hay.
—Cuando respira, ¿qué aire respira? ¿Qué perfume?
—Cuando uno pasa por un sendero, al borde de un prado, y hay un rebaño de vacas paciendo, se respira un olor muy particular, salado y dulce a la vez, huele a tierra mojada. Es un olor cálido, envolvente. Ese olor está aquí.
—Ahí está usted escribiendo.
—Busco los adjetivos. Ese olor está ahí. En esta estación hay pocas bestias, pero también están lo que yo llamo «las otras bestias», es decir, no las domésticas, las otras. Justo ahora había dos rapaces flotando.
—Eran águilas ratoneras.
—Eso da una suavidad inmediata al instante, a la sensación. Aquí sabemos que hay zorros, tejones, jabalíes… Lo que se respira aquí es un como un ramo de olores.
—¿Dónde diablos me ha traído?
—A la cascada de Veyrines, en el plateau del Cézallier. Mi abuelo paterno subía con su rebaño de vacas de la raza Salers a los pastos de verano en Veyrines, en los años cincuenta. Fabricaba queso Cantal.
—¿Para marcharse de este país, qué precio hubo que pagar?
—Se hizo porque tenía que hacerse. Se hacía, era generacional. Las chicas sabían que lo harían, de una manera u otra, dependiendo de distintas circunstancias.
—¿No se habría convertido en escritora si no se hubiera marchado?
—En mi caso, fue necesario irme para tomar la distancia suficiente que me permitiera escribir sobre ello. Sabía que mi materia, el núcleo duro de mi escritura, iba a ser el lugar y el medio del que procedía: una familia campesina que vivía, en los años setenta, su final. Eso significa crecer en un crepúsculo. Significa tener trece o catorce años y sentir que la fuerza vital sube por dentro, que toda la fuerza vital asciende en una, y que a tu alrededor te dicen que todo ha terminado, que somos los últimos.
—Cuando escribe Vie de Gilles, ¿piensa en eso? Como lector, uno no puede no pensarlo.
—Sí, claro. Yo también lo pienso. Lo pienso incluso mucho antes de escribir Vie de Gilles.
Vie de Gilles procede realmente de esa veta, la de aquellos que se quedaron en la cuneta, campesinos, y a los que intento rendir homenaje en un texto que les otorgue una huella.
«Se llamaba Denis. Se había quedado en la granja con los padres. Las dos hermanas, los dos hermanos, habían trasladado su vida a otra parte, a Aurillac, a Clermont, a Saint-Étienne e incluso a Bélgica, el mayor, que no volvió para el entierro de su hermano. Denis era el hijo del medio. En la escuela, era ruidoso y alegre, lento en sus gestos y distraído. No aprendía bien. Uno aprendía bien o no aprendía. Esto se constataba, se repetía. Al final se sabía, en las familias y en los pueblos. Los que aprendían bien serían maestros, enfermeras o entrarían en el banco, en la administración, tendrían un puesto en una oficina. Los demás se las arreglarían, pero no todos serían campesinos, y las granjas ya empezaban a reagruparse. Ella conoce nombres de familias que han desaparecido o se han perdido para la agricultura, y nombres de granjas que han sido agrupadas, compradas por quienes continúan. También sabe que las personas mueren, la gente, los hombres y las mujeres, las familias, y a veces las casas, los edificios, pero no los prados, ni los bosques, ni los caminos, que cambian mañana y se vuelven otra cosa, mejor o peor, pero no desaparecen, todavía no».
—Admitirá que es una visión bastante extraordinaria.
—Le está predicando a una conversa.
—¿Cuándo empezó a escribir? ¿Escribía aquí, de niña?
—No, en absoluto. Creo que contraje el deseo —como una buena enfermedad, o una vocación— en la escuela. Cometí algunos poemas lamentables cuando estaba en 4.º curso.
—No le voy a pedir que me recite uno.
—No me acuerdo, afortunadamente.
—Sería muy malvado de mi parte.
—Sería cruel.
—Hubo la lectura de un texto fundador para usted: Vidas minúsculas, de Pierre Michon. ¿Qué ocurrió cuando lo descubrió?
—Todo empezó con Richard Millet, Pierre Bergounioux y Pierre Michon, los tres. Los descubrí en el otoño de 1995. Mi hermana me había regalado La gloria de los Pythre, de Richard Millet. Así empezó. Luego leí La Grande Beune y Vidas minúsculas. Descubrí que, a partir de esa materia viva del medio abandonado, unos vivos —escritores vivos— que eran aventureros y artesanos del verbo, estaban construyendo su obra.
—Dice usted que Pierre Michon la acorraló en la escritura.
—Exacto. La escritura que me resultó de inmediato más lacerante, más vertiginosa y más jubilosa fue la de Pierre Michon.
—¿Por qué?
—Quizás porque en la lengua de Pierre Michon, esa lengua que llaman mayúscula, había una suerte de asunción, de glorificación de esa materia viva con la que yo sentía que había que hacer escritura. Él lo hacía con medios suntuosos.
—En el fondo, le estoy dando vueltas a esta pregunta desde el principio de nuestra conversación: ¿por qué escribe usted? ¿Ha terminado por saberlo?
—No. Escribo porque no puedo hacer otra cosa. Si tengo un lugar en el mundo, es ese.
—Mire lo que responde Pierre Michon, del que acabamos de hablar, cuando le hacen esa pregunta:
Pierre Michon: «Vidas minúsculas fue lo que me hizo dar el paso y escribir. Pero creo que todo lo que hago en la vida, sea escribir o cualquier otra cosa, es para embriagarme. No voy a repetir aquello viejo de Baudelaire, pero creo que sin embriaguez, si no tuviera en la mira, en el horizonte, para darme sentido, la embriaguez —sea cual sea, y la de escribir es la más poderosa—, yo no viviría».
—¿Qué le embriaga a usted?
—Lo mismo que a él, en el fondo: la escritura. Es vértigo y júbilo. Eso es la embriaguez: vértigo y júbilo.
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Texto extraído de La Grande Librairie: écrire le monde rural
Entrevista con Marie Hélène Lafon por Augustin Trapenard
TvFrance, 30 de abril de 2025
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