«Brune acaba de caer de espaldas. Está vestido de paisano. La luz cae de lleno sobre su camisa con pechera. Sus piernas, calzadas, están estiradas, ligeramente separadas. Su brazo izquierdo, inerte, forma un ángulo similar con el cuerpo».
«La mano derecha, en el extremo del antebrazo levantado, se aferra a la tela de la colcha. En un segundo, la muerte la desatará, también, y el brazo derecho, como el otro, caerá».
«Uno de los asesinos, con su pistola humeante en la mano —el ejecutor Farges, pues—, está de pie junto al cadáver. Oculta a medias el vano de la ventana abierta de par en par sobre los tejados de la ciudad. El asesino de la carabina, el cobarde —el ganapán Guindon, conocido como Roquefort—, escondido detrás de Farges, mira de reojo a su víctima que expira».
«Dando la espalda al espectador, un tercer personaje, cuyas piernas, con polainas hasta la mitad del muslo, están ligeramente dobladas, muestra el cadáver con ambas manos, una de las cuales sujeta un sable, al compacto grupo que acaba de atravesar la puerta en desorden y se ha detenido».
«Uno de ellos, con un pañuelo en la cabeza, muestra el puño a Brune, a quien le trae sin cuidado».
«Otro, sosteniendo un puñal, lleva el delantal de un artesano, de descuartizador, tal vez. Un niño, armado, se inclina detrás de él, para ver. Una mujer, la única en el cuadro, ha bajado los ojos y se ha dado la vuelta».
«Si el espectador sigue la dirección de la mirada, invisible para él pero perfectamente previsible, del hombre del sable y las largas polainas de lona —un postillón brutal y servil—, descubre al instigador del asesinato, el joven aristócrata cuyo triunfo, al fin, es la venganza definitiva. Treinta años, con el pelo largo bajo el sombrero de ala ancha rematado con la escarapela blanca, la chaqueta estrictamente abotonada a pesar del bochorno de agosto en la Provenza, pantalones claros, botas negras con vueltas de ante. No gesticula, como los esbirros que le brindan los restos no tanto del mariscal del Imperio como del general republicano del Año II. Él deja las convulsiones y las invectivas a los patanes que quieren, y que ya tienen, de nuevo, un rey. Respeta al cadáver que yace a sus pies. El tiempo, después de haberse precipitado hacia adelante, abierto, frente al pequeño Brune que jugaba en nuestras callejuelas, el camino de París y después los caminos del mundo, Le Helder, Hohenlinden, Montebello, el tiempo invierte, diríamos, su curso y se congela bajo la fría mirada de lo precedente. Siglo y medio después, seguimos pintando la vieja elevación sin cultivar, la calzada flanqueada de abedules que se desvanece en el campo vacío».
Las imágenes están tomadas del cuadro original, en el Musée Labenche de Brive-la-Gaillarde, el 4 de agosto de 2024.
Los textos pertenecen a La mort de Brune. Pierre Bergounioux. Gallimard, 1996
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