27 de marzo de 2023

El nombre en la punta de la lengua


El nombre en la punta de la lengua. Pascal Quignard. Arena Libros, 2016
Traducción de Antonia Barrera

El nombre en la punta de la lengua (Le nom sur le bout de la langue, 1993) es un volumen compuesto por por tres piezas: la parte central, física, formal y conceptualmente, es un relato con el mismo título, que va precedido por una iluminadora introducción, "Advertencia", y seguido por un pequeño ensayo, "Pequeño tratado sobre Medusa". 

El nombre en la punta de la lengua

El relato toma la forma de las fábulas, que se encuentran en el origen de todas las culturas, ejemplarizantes y dotadas de una estructura elemental —que bebe, también, de los cuentos para niños, aunque en este caso se limite al aspecto formal, porque el contenido es claramente para adultos—, oral, que facilita la comprensión a los oyentes, con intención didáctica, y cuya moraleja, lección, puede ser deducida con facilidad y aprehendida sin equívocos, con personajes fácilmente identificables por el receptor y un correlato, en la superficie, que evoca a la empatía. 

La historia de ubica en la verde Normandía, la tierra entre el océano y el viento, entre los cristianos y los daneses, a finales del primer milenio, un tiempo en el que muy pocos saben leer y escribir —en el que, por tanto, la capacidad de recordar es fundamental incluso para la mera supervivencia—, en una pequeña comunidad relativamente aislada. Colbrune, una bordadora, está enamorada de Jeûne, el sastre —«¡Qué no daría yo por ser la mujer de Jeûne el sastre?»— y acepta el trato a largo plazo que le plantea Heidebic de Hel, una personalización del diablo, a cambio de un beneficio inmediato: conseguirá el corazón del sastre siempre y cuando un año después pueda pronunciar su nombre. La propuesta no conlleva ninguna trama oculta, nada que no se pueda cumplir; recordar ese nombre sería muy fácil si Colbrune —o, posteriormente, el propio Jaûne— supieran escribir: la escritura es la memoria materializada. Pasado el período señalado, Colbrune recuerda el nombre del visitante, pero es incapaz de pronunciarlo: lo tiene en la punta de la lengua

«El nombre estaba en la punta de la lengua, pero no alcanzaba a recobrarlo. El nombre flotaba en torno a sus labios, estaba muy cerca de ella, lo sentía, pero no llegaba a alcanzarlo, a devolverlo a su boca, a pronunciarlo».

Jeûne, que la ama, emprende la búsqueda, la queste, del extranjero para averiguar su nombre y librar a Colbrune de su castigo; para ello, debe viajar al otro mundo, al lugar al que pertenece Heidebic, siguiendo el camino que parte del interior de la madriguera de un conejo, del fondo del mar y de la profunda sima de una montaña; después de los dos primeros intentos infructuosos —él tampopco puede recordar el nombre cuando regresa a casa—, es capaz de pronunciar, a la vuelta de su último viaje, el nombre del diablo y, con ello, romper la maldición. La fábula se ha convertido, finalmente, es una reflexión sobre el lenguaje y su defecto; en definitiva, sobre las tres variaciones del lenguaje: leer, escribir y contar.

Aviso al lector

El nombre en la punta de la lengua, el relato, tiene su origen en una cena compartida entre Quignard y Michèle Reverdy, Pierre Boulez, Claire Newman y Olivier Baumont. En la conversación de sobremesa, alterada por la dureza de una barra de helado de café, surje una tesis: «el defecto del lenguaje es el origen de la acción»; y Quignard acepta el reto de construir un cuento, que sirva de base para un espectáculo musical, en el que materializar esa tesis.

«A quien las transcribe de nuevo, a la intérprete que las canta, a la actriz que las articula, al lector que las sigue sin verlas y se absorbe en su significación, las palabras le parecen menos ininteligibles que a quien las escribe. Para escribirlas, este las busca [...] Quien escribe es un hombre con la mirada fija, con el cuerpo paralizado y las manos tendidas en ademán de súplica hacia palabras que huyen de él. Todos los nombres están "sur le bout de la langue", en la punta de la lengua. El arte consiste en saber convocarlas cuando es necesario y por una causa que revivifique sus cuerpos minúsculos y negros».

Pequeño tratado sobre Medusa

«Del mismo modo que quien cae bajo la mirada de Medusa se convierte en piedra, aquel que cae bajo la mirada de la palabra que le falta tiene el aspecto de una estatua».

Después de la presentación de la fábula y de la justificación que le llevó a su redacción, Quignard mira al otro lado del espejo, pone el foco en sí mismo y elabora autobiográficamente su relación con ese defecto del lenguaje que consiste en tener el nombre suspendido en la punta de la lengua.

«Este pequeño tratado acerca de Medusa no es sino un pedazo de mi vida. El cuento, al contrario que mi vida, es un pedazo que ha quedado del sueño».

El recuerdo es un acto reflejo, nos sobreviene inopinadamente, sin que tengamos que convocarlo; el lenguaje, en cambio, es una facultad adquirida que puede quedarse en suspenso. Aunque ambos pueden perderse, el recuerdo sepultado bajo los pliegues de nuestra experiencia y el lenguaje en la sima de la garganta, puede haber recuerdo sin palabras, pero no palabras sin recuerdo.

«Que una palabra pueda perderse quiere decir: la lengua no es nosotros mismos. Que en nosotros la lengua es adquirida quiere decir: podemos conocer su abandono. Que podamos estar expuestos a su abandono quiere decir que el todo del lenguaje puede refluir en la punta de la lengua. Quiere decir que podemos regresar al establo o a la jungla o a la preinfancia o a la muerte».

El silencio no es solo la ausencia de ruido; es, sobre todo, la ausencia de habla. Escribir es hablar en el silencio, como leer es escuchar en el silencio. Agustín de Hipona quedó deslumbrado cuando vio a Ambrosio, obispo de Milán, leer en silencio, sin darse cuenta de que él mismo, cuando escribió La ciudad de Dios, habló en silencio. Nuestros instrumentos modernos, que nos permiten comunicarnos a distancias inconcebibles y con profusión de detalles, jamás podrán superar el prodigio de ese individuo, inclinado sobre las hojas de papel encuadernadas, solitario y en silencio.

«Mi madre intentando volver a atrapar la forma perdida, mi madre deslomándose por recobrar el verbo antiguo que lo explicaría todo, mi madre buscando su palabra se convertía en la apariencia de sí misma, como si la busca, al inmovilizar los rasgos, al fijar la mirada, impusiera su máscara sobre el rostro —una máscara de todo punto semejante a la vida, si no la vida misma».

Los hechos no pueden quedar suspendidos en la punta de la lengua, su recuerdo —o el olvido— es total, es imposible identificar aquellos que se ha olvidado, únicamente se puede ser consciente del espacio en blanco, pero no se puede saber qué contenía. Las palabras, en cambio, los nombres, que son la elaboración codificada de un hecho pasado, pueden quedarse en suspenso —ahora sí, en la punta de la lengua— aunque puedan recordarse los hechos que llevaban asociadas.

«La memoria es, en primer lugar, una selección dentro de lo que está por olvidar, más tarde solamente una retención de lo que se está resuelto a dejar fuera de la empresa del olvido que la funda. Apreder de memoria era eso. Por eso es por lo que el niño estira su mano sobre la página: para cegar lo que debe regresar. El olvido es el acto agresivo y primordial que borra y clasifica, desentierra y entierra —y casa para siempre— lo olvidado y lo retenido».

Colbrune puede recordar todo aquello asociado al extranjero que le propone el pacto; incluso puede reproducir todo lo que hizo durante su visita, pero no puede reproducir su nombre; es decir, lo recuerda, pero no puede pronunciarlo porque la naturaleza de los hechos difiere de la de las palabras: el tahalí del visitamnte, su capa, incluso el instante preciso en que aquel le dijo su nombre, pueden ser evocados con facilidad, pero ese nombre, aquello cuya única propiedad es sere decible —y que ella sabe que sabe— se niega a ser pronunciado.

«Toda habla es incompleta dos veces, incuso en la hipótesis de que la memoria fuera una acción completamente voluntaria. Una vez, porque ella no ha existido siempre (porque el lenguaje es adquirido). Una segunda vez, porque al signo le falta la cosa (porque el habla es el lenguaje). Cualquier nombre carece de su cosa. Algo le falta al lenguaje. Por eso es preciso que lo que le está excluido penetre en el habla y que esta sufra por ello. Es esa palabra».

Los dos espacios en blanco de la escritura: la pausa entre las palabras —los romanos no las usaban en sus inscripciones— es el intervalo para tomar aliento; la pausa del pensamiento, irrepresentable en la página —la solución más común, errónea, es el cambio de línea—, cuando se elabora aquello que va a escribirse, se confirma o se omite; si la escritura tuviera que evidenciarlas, los libros tendrían más páginas en blanco que escritas —y aún así no reflejarían la realidad.

La escritura —el habla en silencio— jamás podrá reproducir los silencios del habla; pierde, pues, la posibilidad de reproducir su significado. Cuando la escritura calla, el mundo se detiene, cae en el abismo; cuando el habla calla —cuando la música calla—, el mundo se llena de significado.

«Escribir es escuchar la voz perdida. Es tener tiempo para encontrar la palabra del enigma, para preparar la respuesta. Es buscar el lenguaje en el lenguaje perdido».
La escritura es rellenar espacios en blanco. El habla es dar aire al pensamiento.

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Traducción del artículo Alpha

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