20 de marzo de 2023

Las sombras errantes. Último reino I

Las sombras errantes. Último Reino I. Pascal Quignard. Shangrila Ediciones, 2022
Traducción de Manuel Arranz

«No hay mentiroso que no oculte el hecho de que miente. 
El novelista es el único mentiroso que no oculta el hecho de que miente».

Les Ombres Errantes es la última pieza —integrante y conclusiva del 25 ordre, en su nomenclatura original, una suite según la denominación moderna—, en mi bemol mayor, del Quatrième livre de pièces de clavecin de François Couperin, publicado en 1730, el último período creativo del compositor que, afectado por la muerte de algunas personas próximas y bajo los efectos de varias dolencias, renunció a sus cargos y dio prácticamente por finalizada su labor compositiva. Quignard, haciendo uso de las posibilidades de la invención, hace remontar la pieza al año 1637, bajo el título de Ombres qui errent, y otorga au autoría al laudista del cardenal Richelieu, ante quien la toca, precedida por la chacona Dernier royaume, esta sí, por entero, creación del autor.

Dernier Royaume es un proyecto literario que tuvo su inicio con este Las sombras errantes en 2002 y que está compuesto por los siguientes título (cito el nombre  y el año de publicación originales): I. Les Ombres errantes (2002, galardonada con el Prix Goncourt); II. Sur le Jadis (2002); III. Abîmes (2002); IV. Les Paradisiaques (2005); V. Sordidissimes (2005); VI. La Barque silencieuse (2009); VII. Les Désarçonnés (2012); VIII. Vie secrète (1998; 2014); IX. Mourir de penser (2014); X. L'Enfant d'Ingolstadt (2018); XI. L'Homme aux trois lettres (2020). Según el propio autor, que trazó el plan de publicación en 1997, el ciclo se completará con estos títulos, pendientes, a día de hoy, de publicación; XII. Les Heures; XIII. Les Âges; y XIV. La Perche du temps.

Los libros del ciclo son, en cuanto a género, difícilmente clasificables, ya que incluyen pequeñas notas ensayísticas, textos que bien podrían haber sido incluidos en su Pequeños tratados, fragmentos autobiográficos más o menos ficcionalizados y narraciones cortas, ahora sí de ficción; en cuanto a los temas, varían en función del volumen, pero aparecen con relativa frecuencia la lectura, la escritura y el paso del tiempo, que se manifiesta con persistentes citas y referencias a libros antiguos, principalmente de las épocas clásicas griega y romana, y del barroco.

Este Último reino, el que podría considerarse dominio de la vida humana, tanto en el sentido ontogenético, limitado al tiempo transcurrido entre la concepción y el momento antes del nacimiento, como filogenético, desde el nacimiento del Homo sapiens hasta la invención de la escritura, recibe tal consideración en contraposición a este primer reino que representarían los dos inicios citados, y que se caracterizaría por la búsqueda incansable —e infructuosa— de lo Perdido. Un objetivo que materializa, en este primer volumen, la llamada a las sombras errantes de los muertos del Hades, convocadas fuera del averno —la Nekyia homérica—, que aspiran con el regreso a la vida, en este caso mediante la música —de ahí la cita a la obra de Couperin—.  

«No se puede ser a la vez el guardián de prisión y un hombre evadido».
Leer es abandonar el mundo para acuartelarte en otro. Escribir es instituir ese otro mundo. Pero para escribir, para fundar mundos, es imprescindible renunciar a este. Una página se escribe en este mundo desde otro mundo; esa misma página, cuando se lee, se lee en este mundo desde otro mundo. Cuando el libro cumple con su función, eso sucede en contadas ocasiones, el mundo no terrestre del autor y el del lector son completamente diferentes.
«A medida que el mundo envejecía, el mundo se alejaba en el tiempo. A medida que el pasado se alejaba en el tiempo, más irremediable pareció su pérdida. Cuando más irremediable pareció la pérdida, más inconsolable fue el desamparo que conservaba en su corazón el incierto recuerdo. A medida que la pérdida agravó el desamparo, la nostalgia de hizo mayor. Cuanto mayor fue la nostalgia, más opresiva se hizo la angustia. Cuanto más oprimía la angustia el corazón, más contraía la garganta. Cuanto más contraída estaba la garganta, más cuerda se dio al resorte de la voz y tuvo lugar el primer amanecer y el primer sol».
Nombramos lo que existe. En realidad, damos nombre a todo lo que existe. Pero el motivo de su existencia no es que lo nombremos. Podemos, incluso, dar nombre a cosas que no existen. No por poseer nombre tienen, forzosamente, que existir. Pero hay más cosas que existen que las que sabemos nombrar. Por mucho que nos refiramos al tiempo en que todavía no habíamos nacido, no podemos otorgarles existencia; el tiempo en que todavía no estábamos, igual que aquel en el que ya no estaremos, es una hipótesis.
«La tentación más nociva que conocen los hombres no es el mal. Ni el dinero. Ni el placer estupefaciente y los diversos éxtasis que lo acompañan. Ni el poder y todas las perversiones que presupone. Ni la sublimación y todos los sentimientos imaginarios que despierta. Es la muerte».
A partir de cierta edad, el niño se apercibe de la brecha que existe entre sí mismo y lo demás, el mundo que lo rodea. Seguidamente, junto con la adquisición de la tercera persona —lo primero fue el yo, el omphalos; su madre le abre las puertas del tú que, en forma de reflejo, se circunscribió a una reverberación de sí mismo—, aprende a observar. Y esa interacción —observa, pero no comprende— le desencadena la primera gran pregunta: «¿por qué?». Después, en la madurez, cuando crea que ha ya captado el secreto de la causalidad, cambiará el «¿por qué?» por el «¿cómo?», pero sin «¿por qué?» no hay «¿cómo?». La auténtita pregunta  es «¿por qué?», que se resuelve mediante una explicación; la respuesta al «¿cómo?» es puramente operativa, pertinente para la ciencia, pero improcedente para el pensamiento.
«Las imágenes no representan nada. Sin lenguaje no significan nada. ¿Qué quieren decir las escenas que vemos en las grutas paleolíticas? Nunca lo sabremos porque faltan los relatos míticos en esas condensaciones prealfabéticas».
La sangre es el cimiento más sólido sobre el que se edifican los imperios: la sangre de los vencidos y la sangre de los vencedores se unen en una sola materia, sin prelación, en una sola sustancia sin la que la guerra y la conquista se limitan a ser inventarios de cuerpos humanos derribados y amputados, clamando, con su último aliento, por una vida que huye, la de la acometida de los vencedores, la de la fuga de los vencidos, una misma carrera y una misma sangre, ambas fluyendo a borbotones, imparable, inintencional, adueñándose del campo de batalla y relegando los aullidos de la victoria de unos y los gemidos de la derrota de los otros a meras circunstancias regidas por las antojadizas e inconsistentes leyes del azar: vida o muerte, qué más da cuando la prioridad es sobrevivir.
«La mano que escribe es como la mano que la tempestad enloquece. Hay que arrojar la carga al mar cuando el barco se hunde».
Cuando se lanza una piedra a un estanque, la inmersión produce una sucesión de ondas circulares, una distorsión del agua, concéntricas que, partiendo del punto de colisión, se alejan de este a velocidad constante, hasta que desaparecen; sin embargo, si se les opone un obstáculo o llegan a la orilla, una parte de cada una de ellas desaparece, pero otra pequeña porción se refleja y avanza en dirección contraria a la originaria, primero mezclándose con ella y, finalmente, absorbiéndola. La historia de la Tierra son las ondas  de la colisión original; la historia del Hombre son las segundas.
«Sin soledad, sin prueba de tiempo, sin pasión del silencio, sin excitación y retención de todo el cuerpo, sin titubeo en el miedo, sin errancia por lugares umbríos e invisibles, sin memoria de la animalidad, sin melancolía, sin abandono a la melancolía, no hay alegría».
Los objetos que desechamos nos definen de manera mucho más precisa que aquellos que poseemos o, incluso, aquello que deseamos. No son, pues, nuestras expectativas de futuro, simples intenciones, a menudo tan insostenibles como imposibles, ni tampoco nuestra realidad presente —se mire esta como el estadio final o como el comienzo de un proceso inasumible que solo puede concebirse en potencia—, siempre peor que nuestras proyecciones, lo que determina nuestra personalidad, sino aquello que, voluntaria e intencionalmente, descartamos como viejo o inútil, como si desprenderse de ello significara desprenderse de un pasado del que solo podemos renegar —porque, en el fondo, somos incapaces de asumirlo—. La zorra tenía parte de razón, si las uvas estaban verdes, pero al día siguiente habrían madurado; su error fue no buscar, ya que disponía del tiempo suficiente, un medio para alcanzarlas. El pasado nos proyecta una sombra de la que no podemos evadirnos; desechar los objetos que determinan ese pasado es como querer prender una vela en un huracán. El verdadero pavor viene del pasado, no del futuro; del futuro solo vienen expectativas. El auténtico terror es ver que esas expectativas no se han cumplido. Cosas, objetos que solo son inteligibles a partir de su belleza, inaccesibles a cualquier traducción, impenetrables a la interpretación, a los que cualquier aclaración compromete su comprensión, accesibles solo a los sentidos y cuya racionalización redunda en el desposeimiento de su belleza. Objetos materiales que son y que no precisan de significado. El espejo sobre el que no se deposita ningún reflejo, ¿es un espejo?

«El pasado, las tumbas, la memoria, las historias, las lenguas antiguas, los libros escritos en otras épocas, las tradiciones religiosas, políticas, artísticas, individuales que fueron abandonadas, arrancadas al ánimo legendario que las había originado una tras otra, han sido desgajadas para siempre de la realidad. A las lenguas que no disponen ya de bocas para hablarlas, se las llama lenguas muertas. Sin embargo, son tesoros de gozo los que se acumulan. Y al acumularse, este gozo de concentra. El significado, la sorpresa, no se han desvanecido. El porvenir que está por venir no va a venir, sino a sorprender. La sombra está engullida en él. "¿Dónde están las sombras cuando yo no estoy?", se preguntaba el último rey del mundo antiguo cuando abandonó el castillo de alabastro suspendido sobre el Aisne. Son sombras lo que hay que oponer a las imágenes».

Los libros, las voces de los muertos. Enterramos a los muertos incluso desde antes de ser humanos, para librar nuestra vista de su presencia. Inventamos rituales para asegurarnos de que no volverán. Concebimos incluso religiones para facilitarles una vida mucho más venturosa de la que fue aquí la suya y de lo que está siendo la nuestra para garantizarnos que, cuando llegue nuestra hora, no tendremos ningún reparo en marcharnos. Sin embargo, una vez librados de esta molestia, cuyo mayor efecto es recordarnos nuestra fragilidad, conservamos sus voces en forma de signos impresos en una hoja de papel, como una voz sin cuerpo, sin aquello que la hacía odiosa, como una forma de inmortalidad, la única que nos afecta a los vivos pero que no representa ningún peligro. El libro libera la memoria del muerto y, hasta nuestra muerte, nos otorga la libertad. La libertad es un don que los muertos van cediendo a los vivos y que no concluye nunca, que basa su existencia en ese incesante, involuntario traslado. Un traspaso que solo puede ser silencioso: silencioso para el que escribe y silencioso para el que lee. Y en soledad para ambos. Silencio y soledad, algo que nos hace humanos.
«En el valle, delante del hotel, había unos caballos tumbados en un campo, con la cabeza erguida, ni despiertos ni dormidos, como fieras que han perdido el apetito, como fieras que han perdido su ferocidad, como un recuerdo de enormes fieras rodeadas de alambre de espino. Uno de ellos bufó mientras me acercaba y se levantó vacilante de la hierba para venir hacia mí con un movimiento torpe y desequilibrado, pero también de una asombrosa elegancia, como si se despertara de un sueño milenario. Epicuro escribió: todos salimos de la vida como si apenas hubiéramos nacido».
La respuesta es siempre el pasado. La pregunta es siempre el futuro. Esta luxación en el tiempo no deja lugar al presente, que es ese tiempo impreciso en el que no caben ni la una ni la otra, el instante fugaz e inaprensible en el que las preguntas no tienen respuesta y las respuestas no contestan a ninguna pregunta. El hombre está perdido porque las respuestas más relevantes están en el tiempo en que estaba vivo pero aún no existía, y las preguntas más desafiantes le esperan en otro tiempo que aún existirá pero ya no estará vivo. La doctrina de la transmigración de las almas intenta responder, se hunde en el fango primigenio de antes de la existencia; las religiones del libro especulan acerca de la oscuridad que nos espera después de la vida; pero ni la una ni la otra lograrán jamás unir las respuestas a las preguntas: solo lo conseguirá el relato.
«Todo hombre quiere creer que para la cerradura indescerrajable y chirriante y oxidada en que se ha convertido hay una llave. Que una contraseña puede hacer entrar en un grupo y evitar la muerte ritual que se avecina inexorablemente con un trompeteo de manada, un mugido de rebaño, un alborozo solidario inconfesable. Que un botón puede poner en marcha la maquinaria social que no es más que un patíbulo y un túmulo. Que un animal zodiacal influye, que existe un dios que hace pasar de la oscuridad al sol, que hay alguien que vigila por la noche y una voz que ordena el caos humano cuando se descompone en la muerte».

 

Les ombres errantes, de François Couperin, interpretadas al clavicémbalo por Rebecca Pechefsky

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