20 de diciembre de 2019

La cadena fácil

La cadena fácil. Evan Dara. Editorial Pálido Fuego, 2019
Traducción de José Luis Amores
«—¿Por qué preocuparse…? ¡No merece la pena! En el fondo, ¿de qué sirve preocuparse? O sea, para básicamente todos los demás miembros de su cultura —lo que estadísticamente equivale al 100%—, usted no es más que un obstáculo ante un fondo común de capital. Así que cómo va a procupar eso. En serio, hermano, ¿por qué…? Venga, permítame que le enseñe algo—
—Pues seguro, Sí, claro. ¿Por qué no? Las desavenencias matrimoniales. La tensión fraternal. Los ciclos de violencia, Eritrea. El conflicto Euskadi-España. El desastre de Bopal. Eh: ¿qué podría ser más fácil? El odio de raza. El odio tribal. El odio entre credos. El odio a cualquier cosa. A lo más simple. La venganza. La autolesión por sustancias, la autolesión por trivialización del tiempo. La codicia caníbal. Dos por ciento de la población, ochenta por ciento de la riqueza. La ecorradicación. Dígame: ¿qué podría ser más fácil—
—Totalmente. Es algo genial. Limítese a mantenerlo en activo, haga que la secuencia avance: es el ascensor mágico, la cadena fácil, el automatismo oculto de las sensibilidades y sociologías y su agente encubierto opera bajo el nombre de yo. No busque más, no exija más. Limítese a subir a bordo y extienda la mano para recibir el don que no para de manar… ».
Una serie de individuos —¿cuántos?— sostiene una prolongada conversación —¿dónde?— cuyo tema único es Lincoln Selwyn, a quien parecen conocer desde hace años: un chico británico, criado en Holanda debido al trabajo de su padre, que se trasladó a Chicago por motivos de estudios. Después de varios intentos de dispar fortuna, consigue infiltrarse en los círculos económicamente influyentes y, aprovechándose de la influencia de algunos conocidos de diversa laya y expertos en las disciplinas más desopilantes promosexualidad, terapia de la expectativa—, encaramarse al carro de los triunfadores.

Mediante esa supuesta conversación —solo diálogos, sin acotaciones; así transcurre la primera parte, aproximadamente la mitad del libro, de La cadena fácil (The Easy Chain, 2008), la segunda de las novelas del oculto Evan Dara. La referencia a Gaddis y a su JR es ineludible, aunque existe un diferencia fundamental: en esta, el protagonista interviene en los diálogos, mientras que en Dara sus intervenciones son solo citas en medio del diálogo—, el lector se entera de una exhaustiva, aunque de forma desesperadamente fraccionaria, semblanza del personaje, una especie de biografía sin sujeto sometida a los vaivenes de la conversación y a los distintos modos de relación de los conversadores con Lincoln.

Unas intervenciones que van aumentando en complejidad a medida que la vida de Lincoln se hace también más enrevesada —un Selwyn que, al ascender en la escala social del prestigio y la riqueza, pierde contacto con la realidad, un síndrome que parecen replicar las voces de los dialogantes con una explícita pérdida de concreción—; las referencias al protagonista acaban convirtiéndose en digresiones sobre economía o sobre psicología de longitud variable pero de una intensidad progresivamente más profunda que desembocan en verdaderas parodias —por ejemplo, el desternillante tratado que se acaba componiendo, al recoger las opiniones y las conclusiones de diversos estudios de laboratorio de reputados científicos, sobre "la filfa" y su relación con la anacrónica verdad—. Al mismo tiempo, desaparecen por momentos las referencias directas al propio Lincoln, mientras la conversación deambula entre lugares comunes y sobreentendidos. 

El mismo nivel de detalle en el tratamiento de los hechos que muestran los interlocutores y la totalidad de personas interpuestas actúa en contra de la verosimilitud de las intervenciones y llevan gradualmente al lector a la sospecha de que, en realidad, la primera parte del texto consiste en una gigantesca sátira de la veracidad que encierra la comunicación indirecta y de cómo esta retroalimenta la tergiversación —sea en forma de alabanza o, con mayor frecuencia, de censura— en el tratamiento de un personaje ausente: a nivel de la narración, se exponen diversas discusiones sobre la verdad; a nivel de la exposición, se representa el cuestionamiento de la verdad en las intervenciones de los conversadores. Se manifiesta, pues, una progresiva centrifugación de los temas de conversación, cada vez más alejados de Lincoln, un alejamiento del foco para ampliar la visión hacia cuestiones accesorias.


Formalmente, un hueco de once páginas en blanco —o casi en blanco—, a la mitad del volumen, representa un cambio de estilo, y el diálogo se transforma en varias opciones, incluyendo la narración omnisciente en tercera persona auxiliada por variaciones tipográficas, cuya diversidad, sin embargo, sigue centrada en la persona de Lincoln Selwyn, sunque esta vez se le incluye como narrador ocasional en lo que vendría a ser —la sátira sigue bien presente; es más, esta vez alcanza su máxima expresión— una muy peculiar corriente de conciencia que va deslavazándose de la realidad a la vez que hace presente una progresiva decadencia psíquica que, mediante ese recurso, se hace visible al lector aun con  ausencia de intermediarios.
«Todo comentario sería una especie de autobiografía desplazada. Y nadie puede decir cosas objetivas sobre sí mismo. No hay descripción, solo proyección. Uno no puede ponerse en el lugar del analista. Para conocer nuestras opiniones, observe sus acciones.
Quién puede decir qué significado tuvo una vida, o qué importancia, o qué propósito. No es que sea inabarcable. Es que es demasiado vasta. No somos insignificantes. Somos enormes.
Toda producción convencional es mera pantalla de humo. Amago, distracción, despiste. De hecho, toda conversación es prestidigitación, magia. Y el fin de la magia, naturalmente, es deslumbrar».
Lincoln ha huido de Chicago dejando algunos asuntos, no todos lo suficientemente claros, pendientes, y ha regresado a Holanda en busca de su madre. La acción se localiza en ambos lugares; en Chicago empieza su búsqueda por parte de algunos acreedores, no todos por motivos económicos, mientras que en Amsterdam seguimos Lincoln en su rastreo. Una vez localizada su madre, vuelve a Estados Unidos pero sigue extraviado, aunque el trío de recaudadores que le persigue —de nuevo, diálogo sin acotaciones— está tras su pista.

Este enfoque múltiple —los perseguidores, que registran el uso de sus tarjetas de crédito; una periodista en busca de editor para un reportaje sobre Lincoln, y cuyas teorías conspiranoicas son cada vez más disparatadas; citas elogiosas, disparatadas, descontextualizadas, relativas al protagonista, algunas atribuidas a personajes reales; y la propia corriente de conciencia de Lincoln— pone en evidencia la disparidad de opiniones, puede llegar a confundir —de forma intencionada, por supuesto— al lector e imposibilita establecer la verdad —aunque sea una verdad utilitaria, provisional, sujeta a revisión— acerca de Selwyn; en todo caso, aunque pareciera que esta sería la establecida por el monólogo interior del protagonista, la desconexión que este parece sufrir con respecto a la realidad, una sensación que sus dispersas intervenciones provocan en el lector, hace dudar de su veracidad. De hecho, toda la novela es un cuestionamiento a la verdad, aunque sea desde puntos de vista aparentemente inocentes; y es en este punto donde, dejando las veleidades del estilo como un asunto puramente formal, consigue su estatus de gran novela.
«Hoy en día la gente solo apela a la verdad cuando sirve a sus propósitos. Es una herramienta de negociación, pura y simple. Forma parte del arsenal. Es un sicario de la mafia psíquica. Y si resulta que funciona, que da resultado, pues mira. Una ronda de aplausos, por favor. De modo que adelante y concédale a la cosa una cierta fuerza, si quiere. La nostalgia es buena en ese sentido. Pero ahora sabemos que todos somos intrigantes loyolanos, personajillos maquiavélicos que solo traficamos con verdades eficaces».
Calificación: *****/*****
Otros recursos relativos al autor en este blog:

Notas de Lectura de El Cuaderno Perdido

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