12 de mayo de 2015

El cuaderno perdido

El cuaderno perdidoEvan DaraPálido Fuego, 2015
Traducción de José Luis Amores
De autorías

Es innegable la fascinación que ejerce en el ánimo del lector, y puede que también, positiva o negativamente, en su valoración, el caso del escritor oculto, enmascarado o pseudonomizado: el retiro voluntario de J. D. Salinger, la desaparición de Thomas Pynchon, la ocultación de Cormac McCarthy, el enmascaramiento de Bern Traven, la reclusión de Miquel Bauçà; el trío Barth-Barthelme-Gaddis ha dado lugar a numerosas y jocosas especulaciones, algunas promovidas por ellos mismos, acerca de la autoría de sus libros; y, entre los casos irresueltos, el de el-escritor-que-dice-llamarse-Evan Dara, norteamericano residente en París autor de tres novelas, The Easy Chain (2008), Flee (2013), y este El cuaderno perdido (The Lost Scrapbook, 1995); y fue precisamente la aparición de este libro lo que disparó las especulaciones acerca de su existencia real, de si bajo ese nombre se ocultaban quien decía ser o se trataba de un pseudónimo adoptado por Richard Powers, otro autor fundamental de la narrativa postmoderna norteamericana, también prácticamente ignorado en castellano.

De conexiones 

El volumen editado por Pálido Fuego contiene una excelente y excesivamente corta introducción -adecuadamente titulada "El mundo real desde el otro lado de la soledad residencial", que en la cabeza de este lector dispara inmediatamente las conexiones con a) los relatos de John Cheever, y b) la magnífica Revolutionary Road, empezando a tejer la tupida red de conexiones, precursores y seguidores incluidos, que se ha hecho presencia ineluctable a lo largo de la lectura de la novela- entiendo que dedicado especialmente a esta edición, de Stephen J. Burns, profesor de la Northern Michigan University y editor de Conversaciones con David Foster Wallace (Conversations with David Foster Wallace, 2012). Aparte de otras consideraciones enormemente interesantes, recupera una cita de Edgar Allan Poe de mediados del siglo XIX cuya actualidad sorprende:
"Los escritores más "populares", más "exitosos" de entre nosotros (al menos durante un breve período) son, en noventa y nueve de cada cien casos, personajes meramente hábiles, perseverantes, osados: en resumen, entrometidos, aduladores, charlatanes. Gente que logró imponerse  con facilidad sobre editores aburridos [...], se adjudicó reseñas favorables escritas o mandadas escribir por partes interesadas [...]. De tal modo se fabrican "reputaciones" efímeras que, en su mayoría, sirven para sus propósitos específicos, o sea: llenar la bolsa del charlatán y del editor del charlatán."
"Cualquier parecido con la realidad..." , casi doscientos años después.

Posteriormente, centrándose en Evan Dara, propone una correspondencia -supongo que necesariamente abreviada debido al contexto, una breve introducción- interesante, si no por dogmática al menos como propuesta de debate:


James Joyce

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T. S. Eliot
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William Gaddis
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Thomas Pynchon
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Don DeLillo
______________|______________
|                                                                            |
Evan Dara                                                     A. M. Homes
|                                                                            |
Jonathan Franzen                                           Jhumpa Lahiri
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Richard Powers                                            Jonathan Lethem
|                                                                            |
David Foster Wallace                                    Colson Whitehead

De méritos

La historia de la literatura a lo largo del tiempo ha dado y quitado razones, con la misma facilidad, a algunos lugares comunes que, cada cierto tiempo, renacen con la persistencia de las malas hierbas. Uno de los más letales es la supuesta correspondencia entre autor minoritario y calidad literaria; no hace falta ser muy avispado para darse cuenta de que si hoy en día han desaparecido de todo tipo de cánones autores que en su tiempo fueron sumamente populares, con más razón se habrán esfumado la mayor parte de los que no lograron atraerse el favor del público. Desengañémonos directamente: no hace falta acudir a ninguna demostración para concluir que la inmensa mayoría de autores que no fueron, en alguna medida, populares en su tiempo, no han pasado tampoco la prueba de los años; ¿excepciones? Sí, algunas, muy pocas; una de las aproximaciones a la definición de clásicos habla de esos libros que perviven en el tiempo y que siempre tienen algo que decir; mínima  debe ser esa aportación si ya no dicen nada ni siquiera a sus contemporáneos.

Otro de los lugares comunes más concurridos, y con llenos espectaculares en estos tiempos donde parece que la nómina de reseñistas-a-la-última supera a la de escritores, y la de éstos a la de lectores -pobres lectores hasta que se dan cuenta de que ni el reseñista ha leído el libro ni el escritor lo ha escrito-, es la originalidad -o su equivalente contemporáneo, la transgresión-, como si se tratara de un recipiente sin fondo que acepta todo lo que se vierte en él, cuando es más bien una magnitud que se puede incrementar hasta un punto que conlleva la rotura de la vasija -ah, modernidad, cuántos crímenes se han cometido en tu nombre... y los que se cometerán!-, malográndose todo su contenido: la innovación se transforma en una parodia de sí misma, acaba perdiendo todo su sentido y se convierte en irrelevante.

De tiempos

Ya que toda transgresión literaria se enmarca en un contexto temporal determinado y, comúnmente, consiste en un replanteamiento que anticipa escenarios literarios futuros -"una obra adelantada a su tiempo"-, lo peor que puede sucederle es que, una vez alcanzado ese escenario, acabe mostrándose superada, falaz o, en el peor de los casos, anticuada. Así, practicando una generalización sin ninguna intención de ejemplaridad y obviando el lugar en que puede fijarse el gusto general de los receptores, parece más usual la pervivencia de una obra anclada en un momento determinado y una estética contemporánea que aquélla que busca romper el statu quo. En el caso más extremo, la obra "adelantada a su tiempo" fía su valoración en un futuro ya que ni el público ni la crítica están preparados para juzgarla -y a uno le viene a la cabeza el verso que dedica al juicio diferido el burlador de Sevilla-; el riesgo que corre es, pues, doble: o una vez alcanzado ese futuro se demuestra irrelevante -lo más "moderno" sería, en ese sentido, lo primero que se queda antiguo- o, en el peor de los casos, la obra acaba disolviéndose en ese presente intemporal y ni siquiera alcanza ese futuro al que, presumiblemente, pertenece.

De cuadernos perdidos

En contra de lo que sostiene el tango, veinte años son un mundo -y los últimos veinte, si a eso vamos, un universo entero-. ¿Cómo se lee, en 2015, una novela que cuando se publicó por primera vez, en 1995, suponía, aun contando con sus deudas a algunos precursores -la sombra del Jota Erre de William Gaddis, publicada veinte años antes, en 1975, es alargada-, una innovación en el campo de lo que solemos llamar "novela"? Pues para este motivado lector, amante de los clásicos pero con mentalidad abierta a las innovaciones, se lee de maravilla; y si de algo puede quejarse, otra vez, es de la miopía del mundo editorial en castellano -segunda o tercera lengua del mundo; o cuarta, da lo mismo- que ha retenido esta maravilla en el purgatorio -"e canterò di quel secondo regno dove l'umano spirito si purga e di salire al ciel diventa degno"- de los "no-traducidos".

Ya que excede de las intenciones, de los conocimientos y de las capacidades de este lector escribir una reseña crítica de una novela para la que no basta una sola lectura, me limitaré a dos aspectos que, entre muchos otros, me han llamado la atención.

Del todo y sus partes
"Reconstruimos el cristal con fragmentos de vidrio dispersos."
También todo escrito, bien que lo sabía Zenón, puede dividirse en partes, sea un pastel o la distancia que tiene que recorrer Aquiles; secciones, capítulos, párrafos, en el aspecto formal, y narradores, episodios, diálogos, en lo que respecta a la trama. Sin embargo, comúnmente es un todo lo que es divisible en sus partes, y el límite de la divisibilidad sería el mantenimiento del sentido con respecto al conjunto: cada parte debe remitir a éste y sólo a éste y, además, debe tener sentido por sí misma. Pero existe otro proceso de división, que puede afectar por igual a la forma y al contenido, que es la fragmentación del discurso: una sola trama construida por medio por medio de fragmentos presumiblemente aislados o con una conexión tan débil que casi no existen referencias cruzadas entre ellos -y que cuando existen constituyen los hitos que el lector debe mantener bien presentes si no quiere perderse entre laS partes-. Esta fragmentación provoca curiosos efectos en la conciencia del lector ya que a la experiencia intelectual de la lectura y a la usual dificultad, de mayor o menor intensidad- para decodificar el mensaje escrito, se añade el escollo que supone el inconveniente de integrar esos fragmentos aislados para re-componer la trama única que ideó el escritor: se trata de acumular información para la que deberá, antes de integrarla en el conjunto, buscar el lugar al que pertenece. ¿De qué se trata, pues? ¿De una novela convencional escrita de un modo alternativo? No, no sólo; pero para responder a esta pregunta, deberían ustedes leer El cuaderno perdido. Deberían.

Del orden del discurso

Independientemente del tiempo narrativo del que se trate -hay novelas que tratan el tiempo de forma lineal; otras, mediante saltos hábilmente programados; otras, se fundan en el desorden; algunas, incluso, retroceden hacia el principio-, la lectura es un proceso serial, y la comprensión de un texto extenso funciona por acumulación: acompañando o más allá del acostumbrado vuelo lineal del planteamiento, nudo y desenlace -que puede enmascararse en multitud de formas-, los textos narrativos usuales siguen una dirección de atrás hacia adelante y, por acumulación o por complementariedad, cuentan una trama que es comprendida en este mismo sentido: nuestra comprensión de la trama va completándose a medida que avanzamos en la lectura: cada nuevo dato amplía nuestra comprensión en una sola dirección. Otros textos, sin embargo, funcionan justamente al revés: la comprensión del texto retrocede, es decir, ocurre de delante hacia atrás, las justificaciones anteceden a los hechos, los protagonistas se disuelven en la trama y el proceso se invierte; se requiere del lector una memoria prodigiosa, pues los hechos que se narran no pueden recordarse en relación a la historia ya que su justificación se difiere, en ocasiones, a cientos de páginas posteriores; una atención esmerada, pues cualquier anécdota aparentemente irrelevante puede adquirir un papel predominante páginas después; y una capacidad de análisis eminente para advertir aquellos nexos existentes entre los distintos fragmentos y recomponer, posteriormente, esa trama disuelta. La dificultad no es un mérito, pero esa extraña satisfacción que sentimos cuando logramos algo que ha requerido esfuerzo, a menudo, no tiene precio. Si quieren distraerse leyendo, busquen por ahí alguno de los numerosos y bien dotados premios literarios patrios; si lo que quieren es disfrutar, deberían ustedes leer El cuaderno perdido. Deberían.

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