9 de diciembre de 2019

Los errantes

Los errantes. Olga Tokarczuk. Editorial Anagrama, 2019
Traducción de Agata Orzeszek Sujak
«Muévete, no pares de moverte. Bienaventurado es quien camina».
Colocado en una atalaya, el observador puede percibir con facilidad la dirección de un movimiento; si el sitial es lo suficientemente elevado, incluso podría distinguir el destino final del desplazamiento; cuanto más alto, más lejos, más perspectiva. Desde la orilla, desde el punto fijo más cercano al movimiento, se pierde esa visión general pero se puede apreciar mejor la velocidad de la corriente y advertir en detalle las partículas móviles, la distinta velocidad en función de su situación en el flujo y las ralentizaciones y aceleraciones ante los diversos obstáculos; pero también la falsedad del espejismo. La mejor opción, sin embargo, no es observar la corriente desde el mirador ni desde la ribera, sino zambullirse en ella; la sensación de movimiento cambia de objeto, ya que permite ver en desplazamiento aquello cuya naturaleza es estar quieto.

El título original de Los errantes, Bieguni (2007), hace referencia a "una antigua secta eslava cuyos miembros creían que la única manera de escapar del mal era estando en continuo movimiento; en polaco, se asocia fácilmente al verbo biegac, que significa correr" (gracias, Aleksandra Lun, por tus apuntes). Probablemente esa referencia es la que ha provocado la disparidad de versiones en cuanto a las traducciones del título; Aleksandra vuelve en nuestra ayuda: "en las otras lenguas, al no existir el nombre de esta secta, los traductores tienen que buscar un equivalente, y he de decir que Flights, título de la edición inglesa, es el que más me gusta, mientras que Los errantes reenvía más a la idea de judío errante, que es muy Europa del Este, pero es otro concepto. El judío errante deambula por no tener casa, los bieguns se mueven sin parar para escapar del mal. Lo mismo pasa con Les pérégrins, título de la edición francesa, que es otro concepto, se peregrina para llegar a un lugar, no para escapar. Lo comento todo sin ánimo de juicio pues si lo tuviera que traducir yo, no sé tampoco qué opción escogería. Al final uno tiene que decidir algo y en estos casos puede decantarse por un concepto más poético o más histórico, personalmente me parecen todos válidos". Por su parte, Xavier Farré, traductor del libro al catalán (Cos, 2019), ante la imposibilidad de traducción del título, optó por esa alternativa porque "a veces, la versión de un título en otra lengua determina lo que debe aparecer, y en este caso no sucedió así. Mirando las diversas traducciones, me llamó la atención la alemana, Unrast, en el sentido de intranquilidad, de nerviosismo, de movimiento, que capta también algunos elementos de la obra. Cos (cuerpo) sigue esta dirección, la de elegir un elemento que también tiene mucho significado en el texto y a la vez amplía el sentido." Y concreta Farré: "el concepto es el viaje, tanto físico y geográfico, como por el cuerpo. Uno de los dos hilos fundamentales del libro es el viaje anatómico, la exploración del cuerpo".

Formalmente, Los errantes es la combinación de varios fragmentos en los que una narradora reflexiona con referencia al hecho de viajar —indistinguible, con frecuencia, de huir—, con otras partes en los que se cuenta una historia, entre absurda e irónica —relatos de aire mítico cuyo punto en común es la huida; algunos, realmente ingeniosos; otros, más intrascendentes, relativa directa o tangencialmente también con el movimiento; ambas orientaciones se ponen en contraposición para dar relieve a la premisa de la novela; la existencia real que da la permanencia, la presencia de testigos, la constatación de una huella, la inscripción en un registro, la dependencia del lugar, contra la volatilidad del viaje, la imposibilidad de fijar un punto en movimiento; por contra, la visibilidad de estar en movimiento a través de un escenario fijo, siempre decorado irreal, en frente de la desaparición de la quietud, la indiferenciación, la disolución del fantasma en el banco de niebla, la confusión.
«Cuando salgo de viaje desaparezco del mapa. Nadie sabe dónde me encuentro. ¿En el punto del que partí o en aquel al que me dirijo? ¿Existe un "entre"? ¿No seré como ese día perdido cuando volamos al este o esa noche recuperada cuando lo hacemos hacia el oeste? ¿Estoy sujeta a la misma ley de la que tan orgullosa está la física cuántica: que una partícula puede existir en dos lugares al mismo tiempo? ¿O a otra que todavía ignoramos: que se puede no existir doblemente en un mismo lugar?»
Pero quiero volver al efecto del movimiento sobre lo estático: cómo ha cambiado el lugar donde hemos estado por haber soportado nuestra presencia, que no es el mismo que existía antes de nuestra llegada y que, aunque se haya sido cuidadoso en no alterarlo, no puede obviar nuestra huella, impresa de forma inevitable, si no en la propia ubicación, sí en la porción de tiempo en que ha sido ocupado, como si ese intervalo se trasladara a una dimensión en la que una de las coordenadas que lo definen recogiera nuestra singularidad. Pero también en el espacio, pues nuestra presencia vino a llenar un vacío indefinido que dejó, a nuestra marcha, otro vacío diferente, asociado a nuestra forma, a nuestro movimiento, una sombra, un contorno, que permanece impreso en el lugar junto a las huellas de todos los que nos han precedido. Incluso ese lugar en el que no hemos estado,  pero que hemos descrito con detalle con cualquier finalidad, queda modificado por nuestra intervención y ya jamás podrá ser revisitado en su prístina virginidad porque su naturaleza, como dicen que sucede a nivel cuántico, ha quedado modificada por nuestra observación. Solo pueden librarse de ese efecto los lugares imaginarios, los que solo existen cuando los evocamos, porque su nivel de privacidad impide cualquier interferencia.

¿Cuánta distancia y de qué naturaleza existe entre un objeto y la palabra que lo nombra? ¿Esa distancia es filológica, material, una combinación de ambas, o una en que no tienen nada que ver? Asimismo, ¿cuánta distancia existe entre un lugar y su descripción —sin límite de exhaustividad— que podemos hacer del mismo? ¿Cuál será la naturaleza de esa distancia? Y, en todo caso, ¿cómo afectará esa distancia, supuestamente inevitable, a la percepción de testimonios posteriores?
«No son pocos los que creen que el sistema de coordenadas del mundo determina un punto perfecto donde el tiempo y el espacio alcanzan un acuerdo. Debe de ser por eso por lo que se marchan de casa, creen que moviéndose, aunque sea de modo caótico, aumentarán las posibilidades de dar con ese punto. Hallarse en el momento y en el lugar adecuados, aprovechar la oportunidad, agarrar por el flequillo el instante, y entonces el código de la cerradura se desactivará, la combinación de cifras del premio gordo quedará al descubierto, la verdad, revelada. No pasarlo por alto, surfear sobre la casualidad, las coincidencias, los giros del destino. No se necesita nada más, basta con comparecer en esa configuración única de tiempo y espacio. Ahí se puede encontrar un gran amor, la felicidad, un décimo premiado de la lotería o la explicación de un misterio que todo el mundo lleva años buscando en vano, o la muerte. Algunas mañanas da la impresión de que tal momento está al caer, tal vez sea hoy mismo».
La opción correcta es anular el concepto de regreso, sumergirse como el apátrida en la no-pertenencia, desprenderse del lugar de origen como quien suelta el lastre que lo mantiene anclado a un lugar. Cuando no existe un emplazamiento que podamos considerar propio, desaparecen los significados de ir y de volver y solo queda el movimiento puro.
«Mantenerse a un lado. El mundo se ve tan solo en fragmentos, no habrá otro. Hay instantes, migajas, configuraciones momentáneas que apenas formadas se desintegran en mil pedazos. ¿Vida? No existe tal cosa; veo únicamente líneas, superficies y poliedros y sus variaciones en el tiempo. El tiempo, a su vez, parece una herramienta sencilla para medir los pequeños cambios, una regla escolar con escala simplificada de apenas tres puntos: fue, es y será».
Huir, la huida real y verdadera, solo es posible cuando se realiza hacia territorios extraños, desconocidos, cuya cartografía, inexistente, se traza a medida que se recorre. De este modo, el mal no puede conocer el destino y su persecución será más laboriosa ya que no reconocerá el terreno y deberá trazar también su propio mapa.
«Contonéate, muévete, no dejes de moverte. Solo así lo despistarás. Quien rige los destinos del mundo no tiene poder sobre el movimiento y sabe que nuestro cuerpo al moverse es sagrado, solo escaparás de él mientras te estés moviendo. Ejerce su poder sobre lo inmóvil y petrificado, sobre lo inerte y quieto».
Tal vez la opción más recomendable sea la contrahuida, escapar para remediar la huida anterior, eludir la circunstancia de convertirse en un tránsfuga para pasar a la categoría de fugitivo, sin importar la razón por la que se es perseguido, obviando incluso al perseguidor, hasta convertirse en una huida unilateral. De ese modo, la evasión se revela como la mejor forma de estabilidad al  convertir en hogar el movimiento incesante.
«Las azafatas, bellas como los ángeles, comprueban nuestra idoneidad para el viaje y con un suave movimiento de la mano nos permiten adentrarnos en la mullida curvatura, forrada de moqueta, del túnel que nos conducirá a bordo del avión y, más tarde, rumbo a otros mundos a través del frío camino aéreo. Su sonrisa encierra, o eso nos parece, una promesa de que quizá volvamos a nacer y esta vez será en el momento y lugar adecuados».
Calificación: ****/***** 

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