Traducción de Ignacio Vidal-Folch
¿Cuál es el mejor sistema para pasar cuentas con el pasado, suponiendo que el pasado sea un paisaje con el que sea posible pasar cuentas? La propuesta de la lógica, y más en el caso de que este pasado tenga un inevitable carácter traumático, parece apostar por la opción más radical: enterrarlo, silenciarlo, no dejar que nos hable, con su tozuda insistencia, ni darle ninguna opción para que atraviese esa frontera invisible sin checkpoint charly ni muros de la vergüenza para salvaguardar nuestra frágil integridad de sus desordenados y poco inocentes envites; en todo caso, anularlo para no anularse, negarlo para que no se hable más de él. Sin embargo, a veces no es posible ese recurso, no figura entre el arsenal de auto-defensa con que nos dotan ese mismo pasado o la genética porque, como el corazón emparedado en el relato de Edgar Allan Poe, sigue haciéndose presente con insidiosa obstinación. En este caso, no cabe otra solución que hablar de él, exponiéndolo impúdicamente y, por tanto, exponiéndose, aunque de todo ello resulte un hecho tan insólito como el desnudarse ante desconocidos.
“¡Silencio! No me oigo pensar. Callad, muertos. Pese a todo el respeto que os debo. Ahora tengo yo la palabra.”
Alexandre Diego Gary, hijo del escritor Romain Gary y de la actriz Jean Seberg, vagabundo impenitente y barcelonés no sé si por elección, adopción o por casualidad, describe en este S. o la esperanza de vida (S. ou l’ésperance de vie, 2009), por persona interpuesta -que así se aleja más de la propia biografía, y el dolor duele menos cuando lo podemos traspasar a otro, aun cuando ese otro seamos nosotros mismos- el camino de ida a un particular infierno, con sus etapas y sus correspondientes círculos dantescos, y el improbable viaje de regreso hasta un purgatorio que, por contraste, puede parecer el más llevadero de los paraísos.
Y es que el lastre que supone para el alma ser hijo de padres ricos, guapos y famosos, y con un final tan horrible para ambos, no se puede soslayar así como así. Escribir puede ser una ¿solución?, pero tampoco es inocua:
“La literatura es la explotación del hombre por el hombre, hasta los más profundos recovecos de su alma, de sus entrañas.”
Ese escribir, esa literatura, acaba convirtiéndose en un silencioso diálogo con una corriente incontinente de palabras que salen a borbotones, sin control, inocentes, no sin culpa pero sí sin intención, que despiertan al dolor dormido nada más ser pronunciadas, pero que no pueden callarse. Y es que la presencia de los muertos forma una parte tan inextricable del superviviente que hace imposible la huida; no hay escapatoria válida cuando es uno mismo quien aloja al enemigo.
“Pero no siempre se puede faltar al deber de recordar [...] Intentas eludirlo, intentas no pensar en ello. Nuestros muertos, nuestros pobres muertos. Su recuerdo flota aquí y allá. Y nos abruman estas almas en pena.”
Evidentes ecos de Huysmans, al menos en la memoria lectora de quien escribe, para una novela (¿novela? ¿Por qué en la portada de “S. ou l’espérance de vie” no figura el conocido rótulo “Roman”, aunque sea como advertencia?) que no sucumbe a la estúpida simplificación freudiana; un relato que no puede reducirse a una sintomatología, un libro que es vida, escrito en un estilo duro, seco, frío, cortante; pero, ¿quién dijo que vivir fuera fácil?
Mención especial para la cuidada edición de Galaxia Gutemberg, para la magistral traducción y, aunque anecdótico, para la estupenda foto de la cubierta.
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