Leer a Saint-Simon. Carlos Pujol, Backlist
“Un hombre normal necesita por lo menos un tifus para leer a Proust, para Saint-Simon una tuberculosis”.
Jean Paulhan
Excede las intenciones de esta reseña hablar in extenso de Louis de Rouvroy, duque de Saint-Simon, como también sobrepasa la capacidad del reseñador hacer aunque sea una sucinta referencia a ese monumento inabarcable que constituyen las Memorias. Asumidas pues esas limitaciones, no queda sino felicitarnos por la re-aparición del texto del profesor Pujol.
Proclama el tópico que malo debe ser el libro que necesita instrucciones de lectura; como sucede con la mayoría de los tópicos, nada más lejano de la realidad. Ignoro la relevancia que en su país se concede actualmente al duque, pero está claro que el lector español que decida enfrentarse a la lectura de las Memorias –o debería decir Mémoires, a la espera de que algún editor con las agallas suficientes nos conceda la traducción a nuestro idioma-, siete volúmenes y más de siete mil páginas en la edición de La Pléiade –aunque existen antologías muy recomendables-, agradecerá, en su carácter de estudio introductorio, el texto descrito.
La descalificación de Saint-Simon ha sido, ya incluso en vida, un deporte con muchos adeptos. Los que han querido ver en su obra una crónica histórica aséptica y objetiva han colisionado con su propia parcialidad, a menudo enmascaradora de sus prejuicios, tratándole de anticuado y reaccionario. Asimismo, la mayoría de los que se han atrevido a considerar su carácter literario, sobre todo en el siglo pasado, lastrados también por infinidad de –ismos, no dudan en calificarlo de artificialmente enrevesado, irrelevante o excéntrico… Al fin y al cabo, se trata casi siempre de los ladridos de esos perros por los huesos que no pueden roer.
Las Memorias de Saint-Simon, igual que, en cierta medida, las de Chateaubriand, son un documento de autor, en el que la objetividad histórica no es el asunto que interesa, aunque sea difícil encontrar crónicas más extensas del Grand Siècle, tan bien documentadas y tan exhaustivas en el tratamiento de los personajes que deambulaban por el París y el Versalles durante el reinado de Luis XIV, porque se trata de un texto en primera persona en el que lo mejor que se nos muestra es la mirada del observador implicado en aquello que sucede y contaminado por su propia visión de aquello que cuenta.
En cuanto a su vertiente literaria –“las Memorias son la gran novela que no tuvo el siglo de Luis XIV”-, y reconociendo que esta separación de historia y literatura, y más en el caso que nos ocupa, no deja de ser el resultado de un afán viviseccionador que no tiene justificación ni siquiera a efectos forenses, tal vez sea imprescindible enmarcar a Saint-Simon en su contexto histórico, tener en cuenta a sus supuestos antecesores y a sus varios sucesores, más allá incluso de la literatura memorialística, ignorando a la mayor parte de sus detractores para entrar sin excesivos prejuicios en la lectura reposada que requieren. Como expresa con diáfana claridad Carlos Pujol, “la estética de esos tiempos dice mucho más de lo que anuncia […]. Saint-Simon no podía expresarse de otro modo […]. Lo que él creyó que no podía permitirse a las claras, Chateaubriand ya lo hará; la historia también, los demás, pero francamente en función de su vida, tomando por protagonista al yo, con un respeto muy relativo por la verdad objetiva. Y en un paso más, Balzac ya deja la historia como telón de fondo, interpretada y sublimada como ficción, la historia como almacén de materias primas para la novela, hasta que en Proust lo histórico se ha esfumado, y hasta la novela, y ya sólo queda, como última verdad, por fin íntegramente confesada, admitida, el escritor a solas con su arte”.
Jean Paulhan
Excede las intenciones de esta reseña hablar in extenso de Louis de Rouvroy, duque de Saint-Simon, como también sobrepasa la capacidad del reseñador hacer aunque sea una sucinta referencia a ese monumento inabarcable que constituyen las Memorias. Asumidas pues esas limitaciones, no queda sino felicitarnos por la re-aparición del texto del profesor Pujol.
Proclama el tópico que malo debe ser el libro que necesita instrucciones de lectura; como sucede con la mayoría de los tópicos, nada más lejano de la realidad. Ignoro la relevancia que en su país se concede actualmente al duque, pero está claro que el lector español que decida enfrentarse a la lectura de las Memorias –o debería decir Mémoires, a la espera de que algún editor con las agallas suficientes nos conceda la traducción a nuestro idioma-, siete volúmenes y más de siete mil páginas en la edición de La Pléiade –aunque existen antologías muy recomendables-, agradecerá, en su carácter de estudio introductorio, el texto descrito.
La descalificación de Saint-Simon ha sido, ya incluso en vida, un deporte con muchos adeptos. Los que han querido ver en su obra una crónica histórica aséptica y objetiva han colisionado con su propia parcialidad, a menudo enmascaradora de sus prejuicios, tratándole de anticuado y reaccionario. Asimismo, la mayoría de los que se han atrevido a considerar su carácter literario, sobre todo en el siglo pasado, lastrados también por infinidad de –ismos, no dudan en calificarlo de artificialmente enrevesado, irrelevante o excéntrico… Al fin y al cabo, se trata casi siempre de los ladridos de esos perros por los huesos que no pueden roer.
Las Memorias de Saint-Simon, igual que, en cierta medida, las de Chateaubriand, son un documento de autor, en el que la objetividad histórica no es el asunto que interesa, aunque sea difícil encontrar crónicas más extensas del Grand Siècle, tan bien documentadas y tan exhaustivas en el tratamiento de los personajes que deambulaban por el París y el Versalles durante el reinado de Luis XIV, porque se trata de un texto en primera persona en el que lo mejor que se nos muestra es la mirada del observador implicado en aquello que sucede y contaminado por su propia visión de aquello que cuenta.
En cuanto a su vertiente literaria –“las Memorias son la gran novela que no tuvo el siglo de Luis XIV”-, y reconociendo que esta separación de historia y literatura, y más en el caso que nos ocupa, no deja de ser el resultado de un afán viviseccionador que no tiene justificación ni siquiera a efectos forenses, tal vez sea imprescindible enmarcar a Saint-Simon en su contexto histórico, tener en cuenta a sus supuestos antecesores y a sus varios sucesores, más allá incluso de la literatura memorialística, ignorando a la mayor parte de sus detractores para entrar sin excesivos prejuicios en la lectura reposada que requieren. Como expresa con diáfana claridad Carlos Pujol, “la estética de esos tiempos dice mucho más de lo que anuncia […]. Saint-Simon no podía expresarse de otro modo […]. Lo que él creyó que no podía permitirse a las claras, Chateaubriand ya lo hará; la historia también, los demás, pero francamente en función de su vida, tomando por protagonista al yo, con un respeto muy relativo por la verdad objetiva. Y en un paso más, Balzac ya deja la historia como telón de fondo, interpretada y sublimada como ficción, la historia como almacén de materias primas para la novela, hasta que en Proust lo histórico se ha esfumado, y hasta la novela, y ya sólo queda, como última verdad, por fin íntegramente confesada, admitida, el escritor a solas con su arte”.
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