“La realidad es sólo una fantasía exageradamente bien peinada”.
Un variopinto grupo de personajes insólitos –una Silenciosa Tatiana a quien nadie ha oido hablar jamás, pero que canta majestuosamente aunque, por desgracia, con poca frecuencia; un coleccionista de miradas de mujeres amadas… - que habitan en el último piso de un edificio, decide cambiar el color del techo de su vivienda, una vivienda que irá multiplicándose, tejiéndose y destejiéndose a medida que progresa la narración; una vez han decidido el nuevo color, el azul, advierten que la mejor manera de dar con el color preferido es derruir el techo y dejar que sea el cielo el que coloree esa quinta pared. Los vecinos, divertidos en un primer momento por la ocurrencia, acaban denunciando el atrevimiento, y las autoridades locales, como era de esperar, quieren obligarles a construir un nuevo techo para que la uniformidad de los tejados del barrio no se vea alterada.
Éste podría ser uno de los hilos narrativos que sustentan ese Atlas descrito por el cielo. Otro, las interacciones que se producen entre los diversos individuos de ese grupo, a cual más estrafalario. Otro más, la llegada, instrucciones y provechos de los diversos objetos que se hallan dispersos en esa vivienda porque, como es fácil suponer, no se trata de objetos usuales de uso corriente, sino de espejos que reflejan la verdad y la mentira –cuyo uso es, dependiendo de quien lo use, extremadamente peligroso: “la gente, por lo general, no es capaz de sobrevivir a la separación entre la verdad y la mentira”- o el pasado y el futuro del reflejado; de una enciclopedia, la Serpentiana, infinita, pues contiene la totalidad de las cosas existentes y no existentes, y configurable, pues se hace y se deshace mostrando a cada momento solamente lo que interesa al que la consulta. U otro más, un inventario detallado de unas hipotéticas obras de arte con ninguna -¿con ninguna?- relación con los capítulos narrativos contenidas en los museos más importantes del mundo, que el narrador no describe sino que explica, como si se tratara de cuadros vivientes que transcienden su estatismo mediante el movimiento y el diálogo de los personajes que contienen.
Pero hablar de “hilos narrativos”, en este caso, podría dar a entender la pertenencia del libro una cierta uniformidad literaria en la que ese Atlas descrito por el cielo se resiste a encerrarse. Nos hallamos, al contrario, ante un artefacto de difícil catalogación, que tiene a ver más con la magia que con la fantasía y más con la tradición oral que con los experimentos formales: tal vez sea un caso más común de lo que pueda parecer, pero también aquí se cumple aquella intuición lectora de que si este libro quisiera escribirse de otra manera resultaría, invariablemente, otro libro –y no pienso disculparme ante quien crea que es ésta una verdad de Perogrullo-.
Como cualquier Atlas, su confección no puede encargarse a un narrador sino, como plantea el propio Petrovic nada más comenzar, a un Cartógrafo. Y nosotros, pobres lectores, podemos encarar su desciframiento –pues tal es el trabajo ante los mapas: éstos no se leen, se descifran- como el lector-viajero, que observa y sigue su camino, o como el lector-compositor, aquel que reelabora el contenido dándole una nueva forma. Y teniendo siempre presente que los mapas no son la realidad, sino una mera representación simbólica y que, como nos advierte el Cartógrafo, para que no mintieran deberían contener también aquellos lugares que no existen.
Una lectura estimulante, distinta, que interpela al lector exigiéndole plena atención pero también la suficiente capacidad de reformular lo leído para así poder construir ese intransferible mapa personal que acaba constituyendo el ejercicio de lectura de aquellos pocos libros que se convierten no ya en inolvidables sino en puramente imprescindibles. Ojalá nosotros mismos, dueños de la ciencia y de la técnica, pudiéramos llegar a comprender que el error de los constructores de la torre de Babel, en su afán por llegar al cielo, fue querer construirla infinitamente alta, cuando lo más fácil era, simplemente, dejar sin techo la última planta.
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