“¿Para qué vivimos, si el viento tras nuestros zapatos ya se está llevando nuestras últimas huellas?”.
Viena, a principios del siglo XX. El imperio austrohúngaro se encamina a su inevitable fin, pero aun no está muerto y posee todavía la capacidad de dar unos últimos coletazos; la ciudad del Danubio se resiste a una decadencia que lleva inscrita en su propia existencia y reluce aun con la gloria y el esplendor de la cultura. Es en ese entorno donde conocemos a Jacob Mendel, un librero, permanentemente instalado en su mesa del café Gluck, insólito personaje que sorprende a propios y extraños con su enciclopédico conocimiento del mundo de los libros y su total aislamiento del mundo real. Indiferente a cualquier motivo de distracción, es capaz incluso de ignorar una guerra que cambiaría la concepción del mundo; acusado por mantener correspondencia con “potencias enemigas” –cuando lo que hacía era escribirse con sus corresponsales-, es desterrado de su mesa del café y encerrado en la cárcel, confirmando las autoridades competentes aquel extremo de que, en la guerra, el peor enemigo es el traidor; o el sospechoso. Es un destierro momentáneo, pero de una importancia tal que acaba afectando a un equilibrio que no se suponía tan frágil. Aclarado el caso, regresa a su mesa del café, pero no lo hace indemne: ha sido derrotado por esa vida de la que él mismo se había excluido, y ya nada es lo mismo porque “Mendel ya no era Mendel, como el mundo ya no era el mundo”.
Años después, ni siquiera su recuerdo permanece: el café ha cambiado de dueño -¿y qué no cambió de dueño en esos años convulsos?-, los parroquianos ya no son los mismos… Sólo conservan su memoria el narrador, que en su época de estudiante puso a prueba los conocimientos del librero, y la encargada de los aseos del café, una vieja analfabeta que, paradójicamente, conserva con todo el cariño del mundo el libro que Mendel estaba leyendo cuando fue expulsado del café, un objeto que reverencia, a pesar de no poder descifrarlo, seguramente porque, en su ignorancia, comprende que ha sido escrito, como cualquier libro, “para defendernos frente al inexorable reverso de toda existencia: la fugacidad y el olvido”.
La historia de la exclusión, inaugurada por el mismísimo Yahvé con la expulsión del paraíso de los seres que él mismo había creado, es la historia de la humanidad; cualquier excusa ha sido válida para justificar el apartamiento, pero en la mayoría de ellas subyace un trazo común: el excluido lo es siempre en su cualidad de distinto, de particular, en definitiva, de Otro; e, invariablemente, el que dicta la exclusión es el más poderoso, el que posee la fuerza o, en su defecto, aquel que sabe vender con suficiente credibilidad la imagen de ese Otro como una amenaza a la homogeneidad del Nosotros.
Por otra parte, de hacer caso a George Steiner –y algunas veces no solo es razonable sino muy conveniente hacerle caso-, la historia de Europa, al menos de la Europa contemporánea, es la historia de sus cafés, esos reductos-refugio de l’esprit que se impone a la configuración geográfica de un continente, y de Viena a Lisboa y de Oslo a Nápoles forman parte de nuestra identidad y nos hacen, para bien y para mal, tal como somos.
Si a estos dos elementos acompañamos que la cultura –en su acepción más amplia y, por favor, sin confundir con “las culturas”- precisa ser comunicable, y que, a la espera de nuevas hipótesis, ese cometido lo ha desarrollado fundamentalmente el libro, tenemos los tres elementos principales, por no decir protagonistas, de Buchmendel, Mendel el de los libros, una exquisita fábula acerca del amor hacia todo aquello que nos hace irrepetibles.
Viena, a principios del siglo XX. El imperio austrohúngaro se encamina a su inevitable fin, pero aun no está muerto y posee todavía la capacidad de dar unos últimos coletazos; la ciudad del Danubio se resiste a una decadencia que lleva inscrita en su propia existencia y reluce aun con la gloria y el esplendor de la cultura. Es en ese entorno donde conocemos a Jacob Mendel, un librero, permanentemente instalado en su mesa del café Gluck, insólito personaje que sorprende a propios y extraños con su enciclopédico conocimiento del mundo de los libros y su total aislamiento del mundo real. Indiferente a cualquier motivo de distracción, es capaz incluso de ignorar una guerra que cambiaría la concepción del mundo; acusado por mantener correspondencia con “potencias enemigas” –cuando lo que hacía era escribirse con sus corresponsales-, es desterrado de su mesa del café y encerrado en la cárcel, confirmando las autoridades competentes aquel extremo de que, en la guerra, el peor enemigo es el traidor; o el sospechoso. Es un destierro momentáneo, pero de una importancia tal que acaba afectando a un equilibrio que no se suponía tan frágil. Aclarado el caso, regresa a su mesa del café, pero no lo hace indemne: ha sido derrotado por esa vida de la que él mismo se había excluido, y ya nada es lo mismo porque “Mendel ya no era Mendel, como el mundo ya no era el mundo”.
Años después, ni siquiera su recuerdo permanece: el café ha cambiado de dueño -¿y qué no cambió de dueño en esos años convulsos?-, los parroquianos ya no son los mismos… Sólo conservan su memoria el narrador, que en su época de estudiante puso a prueba los conocimientos del librero, y la encargada de los aseos del café, una vieja analfabeta que, paradójicamente, conserva con todo el cariño del mundo el libro que Mendel estaba leyendo cuando fue expulsado del café, un objeto que reverencia, a pesar de no poder descifrarlo, seguramente porque, en su ignorancia, comprende que ha sido escrito, como cualquier libro, “para defendernos frente al inexorable reverso de toda existencia: la fugacidad y el olvido”.
La historia de la exclusión, inaugurada por el mismísimo Yahvé con la expulsión del paraíso de los seres que él mismo había creado, es la historia de la humanidad; cualquier excusa ha sido válida para justificar el apartamiento, pero en la mayoría de ellas subyace un trazo común: el excluido lo es siempre en su cualidad de distinto, de particular, en definitiva, de Otro; e, invariablemente, el que dicta la exclusión es el más poderoso, el que posee la fuerza o, en su defecto, aquel que sabe vender con suficiente credibilidad la imagen de ese Otro como una amenaza a la homogeneidad del Nosotros.
Por otra parte, de hacer caso a George Steiner –y algunas veces no solo es razonable sino muy conveniente hacerle caso-, la historia de Europa, al menos de la Europa contemporánea, es la historia de sus cafés, esos reductos-refugio de l’esprit que se impone a la configuración geográfica de un continente, y de Viena a Lisboa y de Oslo a Nápoles forman parte de nuestra identidad y nos hacen, para bien y para mal, tal como somos.
Si a estos dos elementos acompañamos que la cultura –en su acepción más amplia y, por favor, sin confundir con “las culturas”- precisa ser comunicable, y que, a la espera de nuevas hipótesis, ese cometido lo ha desarrollado fundamentalmente el libro, tenemos los tres elementos principales, por no decir protagonistas, de Buchmendel, Mendel el de los libros, una exquisita fábula acerca del amor hacia todo aquello que nos hace irrepetibles.
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