28 de octubre de 2024

Vuelos separados

 

Vuelos separados. André Jules Dubus. Gallo Nero Ediciones, 2021
Traducción de David Paradela López
Separate flights, 1975

A pesar de que mi trabajo, que intentaba desempeñar con la máxima eficiencia, me obligaba a mantenerme al día en cuanto a autores y obras contemporáneos, reconozco que, antes de 2019, no tenía ni idea de la existencia de un tal André Jules Dubus; fue en esas fechas cuando una pequeña y selecta editorial —de esas que obligan al librero y al lector a estar pendiente de sus publicaciones— publicó un libro de relatos, Adulterio (publicado originalmente en 1977), que empecé a leer únicamente por la confianza que me merecía la editorial y el criterio de su fundadora, Donatella Iannuzzi; decir que fue un descubrimiento se quedaría corto, porque tras el alentador título descubrí a un narrador de primera clase.

Posteriormente, en 2021, Gallo Nero publicó este Vuelos separados, y este mismo 2024 la tercera antología de relatos cortos, Encontrar una chica en América (publicado originalmente en 1980).

La cita que sigue corresponde a la segunda de las antologías, un fantástico volumen de relatos que indaga y expone una de las múltiples caras B del sueño norteamericano..

«Desde hace unos años tengo alergia espiritual a las palabras marido y esposa. Cuando leo u oigo la palabra marido veo a un hombre siniestramente tranquilo en el interior de un coche; es domingo por la tarde y la familia habla a voz en grito mientras él conduce. El día terminará con helados, la tapicería pegajosa, cansancio y mal humor. Cuando era joven, tenía las virtudes de un loco: rabia y pasión y generosidad. Ahora es de los que coge un estropajo húmedo de la cocina para frotar el helado reseco de la tapicería. Anhela la compañía de hombres gritones y procaces, le gustaría tomar bourbon y pelearse con alguien en un bar, agenciarse alguna chica joven y guapa y amarla toda la noche. Cuando alguien dice la palabra esposa veo la cara segura, posesiva y divertida de una mujer en su cocina, entre cortinas brillantes y paredes y el olor a la grasa caliente; le ofrece un beso a su marido cuando este regresa a casa, fondón y sobrio, de camino hacia alguna nebulosa meta que empezó siendo amor y con el matrimonio se trocó en prosperidad para convertirse ahora en una respetable supervivencia. Ella lleva puesto un vestido nuevo. De su corazón artero penden los cojones de él a la manera de un trofeo arrebatado en lid a un joven héroe caído hace mucho».

21 de octubre de 2024

La voz del silencio

 


La voz del silencio


Pierre Bergounioux


Entre los cambios que han transfigurado el mundo en que vivimos está la proliferación de los signos.  

El espacio urbano, donde hoy vive la mayoría de la gente, está literalmente saturado de ellos. Lo que soñaba la Baja Edad Media, impregnada de pensamiento mágico, se ha hecho realidad ante nuestros ojos: las cosas están revestidas de su firma. Llevan, en su exterior, la mención de lo que son. Las zonas comerciales que rodean, hoy en día, la menor aglomeración humana, hablan, en letras gigantes, luminosas, del nuevo pidgin internacional: Nike, Ikea, After-crash, Attack, Veloland, Toyota, Toshiba, McDonald's, Nikon, Darty, Ford. Las zonas de tránsito, los márgenes de las carreteras, los andenes de las estaciones, los apeaderos del metro, las centrales telefónicas, los comercios,  están saturados de mensajes, la ropa blasonada con imágenes, con siglas, con números, con logotipos: Schott, 10, Adidas, Caterpillar, Do it. Pero esta diferenciación simbólica responde a un empobrecimiento del mundo, a una pérdida de sustancia.  

Aragon, en Le paysan de Paris, recogió los primeros balbuceos del lenguaje articulado que se usa hoy en día. Eso fue hace ya setenta años. En los años transcurridos, y sobre todo en los últimos treinta, es la totalidad del  paisaje lo ha sido tomado por un parloteo desbordante. Y esta cacofonía ha sido provocada por su homogeneización acelerada, por la generalización, a escala planetaria, de lo que el antropólogo Marc Augé ha llamado el «no-lugar»: la gran superficie comercial, el aparcamiento, el cajero automático, la escalera mecánica, el vestíbulo de salida y el de llegada, la zona de embarque, la oficina y su planta en una maceta, el tren de alta velocidad con sus ventanillas selladas, la vía rápida de sentido único con sus intersecciones numeradas, resguardadas por vallas de acero galvanizado.  

Cuando el hormigón de las grandes ciudades o el monocultivo del maíz invaden la superficie, cuando los matices infinitos, los contrastes y las disparidades del mundo antiguo, de los tiempos del sosiego, se desvanecen tras la estandarización de las costumbres, de las técnicas, de la jerigonza anglosajona, por sí solas, las señales exteriores, las más visibles, lo más agresivas posibles, son susceptibles de crear diferencias allí donde, en el fondo, en las cosas mismas, han dejado de existir.  

La abundancia de bienes, la comodidad, al menos relativa, de la existencia, la posibilidad de alimentarse, de desplazarse, de saber lo que pasa, dependen de criterios de rentabilidad económica que tienen como contrapartida la uniformización de los usos y los paisajes y, a su vez, la búsqueda a toda costa de la visibilidad, la exhibición de uno mismo, la primacía del para-otros.  

Esta reorientación de la actividad en función del destinatario, este cálculo del efecto producido, constituyen el segundo rasgo de la gran mutación en curso. La leyenda que ahora acompaña a los objetos, a los lugares, a las personas, aspira llamar la atención, a captar, a cautivar esa cosa que llevamos dentro y que, no por inmaterial, deja de ser menos real: nuestro pensamiento.  

Para el existencialismo, como se recordará, la maltrecha conciencia de la posguerra tenía que determinarse en tres aspectos. Primero estaba el en-sí, lo que existe independientemente de lo que yo piense de ello, a pesar de que lo tenga; a continuación  venía el para-sí, es decir, la idea que me hago de lo que hay, de lo que soy; y, por último, el para-otro, que es lo que un tercero piensa de mí, el personaje en que me convierto bajo la mirada del otro, y que rara vez coincide con lo que yo soy a mis propios ojos.  

El individualismo contemporáneo, la autoafirmación, el etiquetaje de las personas físicas y morales, la personalización y la imagen de marca, la comunicación y la mediatización, privilegian desmesuradamente el para-otros. Lo que nos esforzamos por conseguir, con mayor o menor éxito, no es alguna verdad que nos concierna, alguna realidad propia enterrada en las profundidades de nuestro cuerpo, en la noche impenetrable de nuestras almas. No, nos esforzamos por crear, en la mente de los demás,  una determinada imagen que atraiga su estima, su conformidad, su aprobación. Ahora bien, el acto por el que confiamos el cuidado de nuestra identidad a un tercero tiene un nombre: es la alienación. Nos perdemos en la idea de encontrarnos a nosotros mismos. Nos convertimos en otro que no somos. Abdicamos de nuestra individualidad creyendo que la fundamentamos.  

Era necesario esbozar estas tendencias muy generales de la época en que vivimos antes de llegar a su incidencia en el tema de los libros y la lectura. 

Las personas de mi edad que nacieron en provincias fueron probablemente las últimas que tuvieron una relación con los libros que se remontaba no ya a los orígenes de la imprenta, sino a las fuentes de la civilización escrita. 

Son contemporáneos, por origen, de un universo muy antiguo que adoptó sus contornos y su fisonomía en el Neolítico y que no había cambiado mucho desde entonces. La revolución mecánica, cuando llegó,  había rozado apenas al campo. Los bueyes de Virgilio tiraban de las carretas azules con sus ejes quejumbrosos por la calzada blanca. Crecí sin televisión, en un pueblo del siglo XIX con calles prácticamente vacías de coches. Apenas había tráfico. Los muertos, y eran legión, yacían en un radio de pocos kilómetros, en la intersección del Bas-Limousin, del Périgord y del Quercy. A la autarquía económica y al particularismo lingüístico —en el campo se hablaba patois— se sumaban los obstáculos físicos que las regiones pobres, la tierra ácida, accidentada, oponían al anhelo, al deseo natural, como decía Montaigne, de saber. Se estaba rodeado de crestas como murallas, de barrancos profundos, cenagosos, como fosos. El diámetro de la creación apenas superaba una legua, alrededor de la cual se extendía una especie de nada vaga en la que flotaban entidades inaccesibles, soñadas —París, el mar, China y México—. 

Había dos formas de acceder a estas tierras fabulosas, a estas inmensidades pobladas de quimeras.  

La radio, en primer lugar, que era un mueble muy voluminoso, de madera exótica barnizada, con un trozo de tela delante del altavoz, una batería de válvulas que tardaba algún tiempo en calentarse. De tal modo que una especie de silencio prolongado, audible, augural, separaba el momento en que se había girado el botón del instante en que una voz pomposa surgía de detrás del telón de brocado. Una lámpara verde, como un ojo maléfico, brillaba en la fachada. 

Y luego estaban los libros. No existía todavía política de lectura ni personal cualificado. Las bibliotecas se confiaban a personas de buena voluntad, y estaba alojadas, con la mejor intención, en edificios que no estaban destinados a ese fin: un convento de clarisas desacralizado, la mansión particular de una dinastía de terratenientes extinta hace mucho tiempo. En ausencia de toda preocupación pedagógica, el fondo se asemejaba a un yacimiento geológico más o menos modificado por movimientos secundarios. Se encontraban, se podían tocar, obras muy venerables, incunables cubiertos de cuero polvoriento, mezclados con aportaciones más recientes, todo ello distribuido, sin plan aparente, a lo largo de paredes de más de cuatro metros de altura, cuyas cimas se perdían entre las sombras y las telarañas.  

El mundo de la época era oscuro en proporción a lo arcaico que era, ajeno a sí mismo, aislado. Y los libros, su acercamiento, estaban envueltos en el mismo misterio, en la misma dificultad. Incluso antes de intentar averiguar lo que ocurría más allá del estrecho círculo de la existencia, antes de descubrir los rostros de la tierra a través de las obras impresas, era necesario encontrar lo que las contenía. La opacidad de las cosas afectaba a los signos que se relacionaban con ellas. En lugar de enarbolar, como hoy en día, en su superficie, la mención de lo que eran, se las ingeniaban, se diría, para impedir que se las conociera, que se supiera su nombre. 

Este era el escenario material en el que yo leía, el enclave del pasado en el que pedía al papel que me hablara de cosas que nos eran físicamente inaccesibles. A lo que es universal en la realidad, en nuestros corazones, en nuestros pensamientos, y de lo que dan testimonio los libros, era a partir de una experiencia confinada, estrechamente localizada, muy particular, como yo accedía.  

Gracias a las imágenes, los ordenadores, el mundo está ahora presente en cada punto. El más allá está aquí, en tiempo real. Nos hemos convertido en habitantes del globo, en beneficiarios de sus riquezas, en testigos y, en mayor o menor medida, en protagonistas de su historia.  

Yo no había visto aún el mar cuando me embarqué hacia La isla del tesoro. No tenía ni idea de la vista de pájaro desde la que se ve el suelo ni de la compañía de las nubes cuando Pilote de guerre cayó en mis manos. Nada me era tan ajeno como la gran ciudad, Nueva York, San Petersburgo. Y, sin embargo, seguí a Stevenson, a Saint-Exupéry, a Dos Passos y a Dostoievski sin sentir el menor inconveniente. No sentía la más mínima sensación de discontinuidad, la menor discrepancia entre la vida exigua, la triste particular que era la mía, y la inmensidad, la novedad absoluta de los países, de las gentes, de los destinos de los que los personajes impresos eran la clave.  

En aquel momento no le di importancia. Estaba demasiado ocupado leyendo, demasiado absorto en la exploración de otros lugares como para sorprenderme de entrar en ellos de lleno, de percibir, bajo mis pasos, el suelo firme, tangible, casi familiar. Fue después, considerando la distancia sideral que separaba el lugar donde estaba, donde leía, de aquellos donde me llevaban los libros, fue mucho más tarde, cuando me pregunté qué estaba sucediendo.  

Lo que ocurría era que, en virtud de una afinidad secreta, totalmente desapercibida, las palabras que evocaban lo desconocido, lo inaudito, lo universal, se nutrían de los escasos, irrisorios, elementos de la vida inmediata. Hundían en el suelo de la limitada realidad que me había sido asignada sus invisibles, sus profundas raíces y, como consecuencia, cobraban vida, crecían, florecían.

He aquí algunos ejemplos para ilustrar el trabajo subterráneo, fértil, deslumbrante, maravilloso, que tiene lugar más allá de la conciencia, cuando abrimos la cubierta de un libro y los cinco continentes, las islas, las vidas pasadas, la multitud de posibilidades, salen a nuestro encuentro. 

Nunca había visto nunca el mar, pero la plaza de la sede de la subprefectura ocupaba el emplazamiento de un pantano drenado. Era la única explanada de cierta importancia de la aglomeración. Fue allí, de la forma más natural, donde a los ocho o nueve años instalé el océano de Jim Hawkins. El resto vino después. El fortín, con su empalizada, era un macizo de cannas detrás de la verja de hierro del jardín público. Los piratas tomaban prestada su tez bronceada de las hojas marrones, y los pétalos morados  reflejaban su crueldad. Para la cueva donde se ocultaba el tesoro, un almacén de carbón,  en una calle lateral, proporcionaba la oscuridad necesaria.  

Saint-Exupéry, por su parte, despegó del estadio contiguo al río, ya que un avión necesita cierta longitud de hierba corta para despegar. Se elevó en espiral hasta una altura de treinta mil pies, pero —y esto es lo que, más adelante, me alertó—, en lugar de dirigirse hacia el noreste, por donde irrumpía el enemigo, se dirigió hacia el sur y se mantuvo en vuelo estacionario a la derecha de la oficina de Correos. Veinte años más tarde comprendí lo que estaba en juego, descubrí la influencia, la inflexión muda, necesaria,  que las cosas tangibles, reales, ejercen sobre los mundos enterrados en su estuche de papel, como semillas que esperan la mano, el cuidado, la tierra nutricia que les dará vida.  

En aquella época, cerca de la oficina de Correos, había un garaje y, en el escaparate, un tractor expuesto. Se puede leer, en Pilote de guerre, que Saint-Exupéry se alojó, durante el invierno del 40, en casa de un granjero de Orconte. Ese granjero tiene  un tractor. Él compara, con su ilustre inquilino, las cualidades de sus respectivas máquinas. El granjero sale ganando. Sí, dijo, su avión tiene muchos más mandos y diales que mi tractor. Pero le falta el principal, el que nos habría permitido ganar la guerra. Es  un tractor real de mis años jóvenes el que tiró del avión hacia el sur, la pequeña tierra que puso en orden al gran cielo literal en el que Saint-Exupéry vuela para siempre.  

He deplorado, a menudo, el hecho de que un destino inicuo me hiciera nacer como provinciano, atrasado, ignorante, anticuado, mientras el mundo renovaba, allá lejos, su escenografía. No veía que a la penumbra selvática, el espeso aislamiento, el atraso en que permanecíamos sepultados, los libros aportaran remedio. Mejor aún, hablaban, en silencio, un lenguaje tanto más elevado, tanto más rico y sugerente, cuanto que extraían su alimento del suelo tupido y diverso de la experiencia primera, sensible, territorial. Y que la iluminaban, a cambio, con esa luz especial, inteligible, que derramaban sobre todas las cosas, y sobre nosotros mismos, que nos inclinamos sobre ellas.  

La conciencia viene después, y la que afecta a su despertar por sí misma y para el mundo viene en último lugar. 

El universo opaco, hirsuto, mudo, de mia años jóvenes pedía a gritos el eco claro que los libros, solo ellos, entonces, eran capaces de darle. Leer significaba, al mismo tiempo, reconocerse como lo que se había sido hasta entonces sin saberlo, hijos de las tierras ingratas, y, con ello o a pesar de ello, hombres y mujeres por derecho propio, portadores contra viento y marea de la humanidad entera. 

Ignoro si los pequeños ciudadanos, los niños de los suburbios, sienten la misma necesidad que tuivimos nosotros de penetrar, con la ayuda de los libros, en el misterio esencial del mundo. Un mundo que muestra, de un tiempo a esta parte, superficialmente, que anuncia ostensiblemente, de qué está hecho. Ya no es necesario andar, a tientas, en busca del nombre escondido en un libro que explique las cosas reservadas. Está ahí mismo, en letras gigantes, que brillan en la noche.  

No sé hasta qué punto es importante conocernos a nosotros mismos, sacar a la luz esa parte de nosotros que se nos oculta, cuando es la imagen exterior que cultivamos, lo que somos para los demás, nuestra principal inquietud.

Mi relación con los libros es tan necesaria y transitoria, fechada y ubicada, histórica, en una palabra, como aquellas que prevalecen en el mundo contemporáneo, en el que las imágenes, los mensajes de todo tipo, duplican y, tal vez, eclipsan la soberanía absoluta del silencio, los maravillosos poderes de la palabra impresa.  

Me encontré, al principio, con gente analfabeta. Nunca les habrá llegado la luz que brota de un volumen entreabierto. Nunca habrán conocido la liberación de la que es instrumento, a veces. Si le pedí al papel que me iluminara sobre lugares lejanos y, por la misma razón, sobre la sociedad agraria aún poblada por analfabetos en la que nací, fue porque estaba a punto de extinguirse y tendría que aventurarme, más pronto que tarde, en el mundo real, vasto y verdadero. No consigo discernir el nuevo vínculo que el tercer milenio va a contraer con la vieja corteza, el líber de los árboles sobre el que se trazaron los primeros escritos y de los que derivamos la palabra libro. Así que  me abstendré de sacar conclusiones. 

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Este artículo es la traducción de la transcripción de la conferencia dictada por Pierre Bergounioux en un coloquio celebrado en el Centre de Promotion du Livre de Jeunesse à Montreuil en 1998.

https://remue.net/cont/bergounioux2.html


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14 de octubre de 2024

Desertar

Desertar. Mathias Enard. PRH, 2024
Traduccion de Robert Juan-Cantavella
Déserter. Actes Sud, 2023

«Ángel santo de la guarda, protector de mi alma y de mi cuerpo, perdóname todos los pecados cometidos en este día y líbrame de las tretas del enemigo, a pesar del calor de la oración la noche sigue siendo una fiera nutrida de angustia. una fiera con aliento de sangre, ciudades en ruinas recorridas por madres que blanden el cadáver mutilado de sus hijos frente a hienas desaliñadas que los torturarán y los dejarán desnudos, mancillados, los pezones arrancados a bocados ante la mirada de sus hermanos violados con un garrote, el terror desparramado por todo el país, la peste, el odio y la noche, esa noche que te sigue envolviendo para echarte en brazos de la cobardía y la traición. De la huida y la deserción. ¿Cuánto tiempo habrá que seguir caminando?».

Desertar, la nueva novela de Mathias Enard, vuelve a los temas que motivaron, al menos, dos de sus novelas más ilustres: la multipremiada Zona (2008) y la que mereció el premio Goncourt, Boussole (2015). En ambas, aunque también en algunas otras de sus obras, esos main themes tienen que ver con tres circunstancias, la historia, la guerra y el amor, que, por una parte, se entrecruzan en los contenidos narrativos y, por otra, constituyen la trama que sustenta y sobre la que se construye el relato.

No es difícil deducir los tiempos referenciales de base de las dos líneas narrativas que atraviesan el texto, mediados del siglo XX: una guerra civil —el lector español podrá situar, acertada o desacertadamente, el escenario en el que se desenvuelven el soldado y la mujer— que puede ubicarse perfectamente en esa época, y la IIGM desde la partición de Alemania hasta la caída del Muro; una base histórica, por cierto, en la que la guerra tiene un papel fundamental, en particular en Europa. 

Entendemos por guerra aquel enfrentamiento librado entre dos o más ejércitos enemigos. Pero no existe un solo tipo de guerra, aunque el mismo nombre parezca incluir a toda su diversidad; existe también, por ejemplo, aquella que no se ha declarado, pero igualmente rebosante de batallas no menos cruentas. Incluso entre las primeras, la guerra no está delimitada solamente por los enfrentamientos que tienen lugar en el campo de batalla; están también las que se libran en los despachos, en las cancillerías, en las salas de juntas de la multinacionales y, aunque más reservadas, las que emprende cada soldado consigo mismo, cuyas consecuencias pueden ser más desastrosas que las que derivan de un asedio prolongado, de un bombardeo intenso o de una carga suicida.

En cuanto al último de los componentes, se reparte por igual, aunque con más o menos explicitud, en todos los escenarios escenarios: algo parecido al afecto debe ser compartido por el soldado y la mujer, teniendo en cuenta sus relaciones pasadas, de las que el narrador nos informa pero no somos testigos, y las que mantienen en el tiempo en que transcurre el relato; y una gran historia de amor es la que comparten, con todas las vicisitudes inherentes a la materialidad de esa relación, Paul Heudeber y Maja, su esposa.

Esa triple dimensión, con todas las intrusiones que Enard emplaza en el desarrollo de la acción, se enmarca en tres escenarios principales; aunque, realmente, no puedan considerarse relaciones exclusivas, propongo una correlación que podría constituir una de las posibles lecturas de Desetar. 

La parte histórica vendría representada por la narración de Irina, la hija de Paul y Maja, ubicada temporalmente diez años después de la celebración, al final del verano —las referencias estacionales no son vanas—, de unas jornadas dedicadas a su padre, eminente matemático Paul Heideber, especialista en números primos gemelos  —aquellos cuya diferencia entre sus valores es 2— y en la conjetura que propone que existe un número infinito de primos p tales que p + 2 también es primo; esa unidad que separa a los primos gemelos se reflejará hábilmente en la trama, pero tal vez esta circunstancia tenga más que ver con el amor que con la historia—, en el río Havel, cerca de Postdam, que empezaron el 10 de septiembre de 2001 —la fecha tampoco es una coincidencia—, a las que asiste también Maja, la viuda del matemático, organizadas por un colega del homenajeado que disfrutará, más adelante, de un protagonismo inesperado. Paul, después de haber sido liberado de la reclusión en el campo de Buchenwald, en el término de Ettersberg, a pocos kilómetros de Weimar —una especie de lugar sagrado, antes de la construcción del campo, para la cultura alemana desde Goethe y Schiller—,  decide permanecer en la incipiente República Democrática Alemana en lugar de emigrar a Occidente como la mayor parte de sus colegas científicos; por cierto, la localización del campo dio lugar a una paradoja como las que solamente los conflictos bélicos pueden plantear: las colecciones artísticas de los museos de Weimar  se salvaron, en 1942, de los bombardeos de los aliados gracias a unas cajas de madera que fabricaron los presos del campo de concentracion de Buchenwald.

«Maja, no logro olvidar la ceremonia de abril en Weimar.(Ni siquiera puedo escribir Buchenwald). El reencuentro con un millar de viejos compañeros de detención. Los discursos. El implacable discurso de Jorge Semprún: «Ha llegado el momento de acabar con la retórica y las mitologías de un espíritu de partido pseudouniversalista». A mí me habría gustado gritar: Esas mitologías no son criminales, lucharon por nosotros y con nosotros, combatieron a las SS, al fascismo, nos dieron fuerzas para organizarnos mientras estábamos detenidos, para liberarnos solos; e, in fine, si nos enviaron a los campos fue por ellas. ¿Hay que acabar con todo esto? ¿Cerrar Buchenwald sobre sí mismo? ¿Clausurar la aberración? Volver a Buchenwald no es volver sobre Buchenwald. Yo no puedo decirle adiós al Ettersberg. El campo está en mí. Podría citar cientos de frases, de Celan, de Améry, de Levi. Sé lo que significa no volver. Pero la experiencia del campo se desvanece. Con el tiempo hasta su huella en la escritura se vuelve ilegible. Se han publicado decenas de testimonios en todas las lenguas del campo. ¿Qué sucederá en veinte, en treinta años, cuando los autores de esos testimonios hayan desaparecido? Yo me he callado».

La guerra, aunque atraviesa toda la trama, es el tema fundamental del relato en que un soldado, al que Enard no da nombre, deserta del campo de batalla —a pesar de pertenecer al bando de los vencedores—, camino de «la cabaña», un vestigio de su niñez, tan aislada en el espacio de la montaña como lejana en el tiempo— en algún lugar accidentado, que no es difícil ubicar en el Mediterráneo —y que puede precisarse más aún, teniendo en cuenta una velada equivalencia con el itinerario vital, pero también geográfico, años después, del matemático—, cercano a una frontera; en su huida, coincide con una mujer, también sin nombre —esta falta de identificación directa, en ambos casos, parece un signo de evidente universalización del rol de estos dos personajes—, vecina del mismo pueblo pero del bando de los vencidos, que le reconoce —es el hijo del ferretero— y recuerda el oscuro pasado del soldado y de su familia; renace una vieja historia de humillaciones en la infancia del soldado entre su familia y el resto del pueblo; el supuestamente inocuo pasado irrumpe en el presente como una amenaza; vuelve la infancia con su carga de soledad, pero también de inocencia, aunque el tiempo la ha cargado con el abrumador lastre de la culpabilidad. Perseguidor y perseguida, vencedor y vencida, aliados para alcanzar la frontera, que «es una forma de eclosión, de pasaje y transformación». La causa de su huida es la misma, la guerra; la razón de esa huida, en cambio, no tiene forzosamente que ser la misma. De hecho, tanto el soldado como la mujer tienen varias oportunidades de acabar con el otro, pero no lo hacen, fruto de una extraña solidaridad entre vencidos, y porque salvar aquello que está en tu mano salvar es salvarse a sí mismo.

«La guerra lo ha reducido todo a cero, todo borrado todo cepillado todo limado, los automóviles calcinados en el arcén de las carreteras los aviones manchas en el sol poniente un estruendo un silbido y todo arde en llamas entre alaridos de derrota, de pronto los vecinos escupen ante ti, sus hijos se dan aires y amenazan, vosotros devenís presas, erais los amos y devenís presas de sus miradas sucias, la guerra mancilla de odio la mirada de los niños, de odio y fatiga, todo crece, todo multiplica el Mal y el dolor, el ardor de la violación puede leerse en todas las frentes manchadas, las nucas encogidas bajo la vergüenza de la cabeza pelada, las nucas encogidas para recibir los golpes».

El amor, por último —aunque insisto en la continua combinación de los tres elementos, historia, guerra y amor—, encuentra su lugar en un escenario virtual: el de las cartas que ririge Paul a Maja —ninguna en sentido contrario— y una última, escrita por un personaje secundario, cuyo contenido no voy a revelar. Aparte de esas misivas, existe otro documento, que atraviesa el texto en toda su longitud, que sirve de lazo de unión entre Paul y su hija, que debería ser un legado pero que esta parece incapaz de asumir: el libro Las conjeturas de Buchenwald, una mezcla de poesía y matemáticas escrito por Paul con motivo de su deportación.

«Me doy cuenta de cuán difícil me resulta escapar del panegírico cuando escribo sobre mi padre, y de cuán sencillo abandonarme a una especie de crítica irónica y enojada cuando hablo de mi madre. Mis dos padres han sido unos modelos tan poderosos que solo pude escaparme, huir, hallar en la distancia —el pasado, las lenguas exóticas, las tierras lejanas— un lugar para existir. Aunque, no obstante, sin abandonar jamás ni la Schlossstrasse, ni a Maja, ni a Paul».

La guerra es una circunstancia en la que todo resta, menos lo que realmente se agradecería, en ocasiones, que fuera desapareciendo, la memoria: «¿Qué queda del ayer, aparte de lo peor?». Huir es, en principio, darse por vencido; sin embargo, en determinadas ocasiones, perder puede ser más reconfortante que regodearse en la victoria: solo el vencido puede acceder a un destino individual al que tendrá que hacer frente con sus propios recursos. Desertar es una palabra que proviene del latín desertare —de, prefijo disociativo, y sertare, entrelazar— que significa abandonar una obligación, no solo militar, o un ideal; desierto tiene el mismo origen etimológico. Huir, del latín fugere, se refiere a escapar, sin más concreciones. Por eso el soldado deserta en su primera acepción, la militar —no huye; en cuanto a la mujer, sí que es una huida: desertar es un acto que implica una actitud, mientras que huir se agota en el acto—; en el caso de Paul, su deserción tiene más que ver con ese abandono de las obligaciones, por una parte familiares, pero también políticas, unas convicciones que los hechos de Budapest y de Praga, la imposibilidad del socialismo con rostro humano, arruinaron, y su reclusión en las matemáticas. Son dos casos distintos, pero lo que evidencia Enard es que todos los que desertan, aunque sea por razones contradictorias y por amenazas distintas, tienen algo en común que tal vez sea la soledad; esa coincidencia en la actitud es el nexo de unión de los dos relatos principales —que, físicamente, jamás se entrecruzan— que componen la novela 

Paul, antes de morir, se traslada a la costa catalana, atraviesa la frontera, el viaje inverso que hacen el soldado y la mujer —si, efectivamente, la guerra de la que se habla es la civil española—, el viaje doble —también un solo viaje, como una sola guerra— de los españoles huyendo a Francia y, posteriormente, de los franceses huyendo a España —en varias localidades francesas próximas a la frontera catalana existen placas conmemorativas de ese paradójico doble camino, la retirada; aún en el caso de que esa ubicación no fuera tan concreta, loo que no cambia es el papel de la frontera—. El papel que concede Enard a la guerra es parecido al que proponía Richard Dawkins con respecto a la teoría de la evolución: el «gen egoísta» de Dawkins, considerado por este como unidad evolutiva fundamental, se trasladaría, en el caso de Enard, a la guerra, que tomaría el papel, por lo que respecta al siglo XX europeo, de unidad histórica fundamental a partir de la cual no habría que hablar de guerras —IGM, IIGM, Balcanes, Ucrania (Enard ha confesado que el libro fue escrito en la época de la invasión rusa)— sino de Una Sola Guerra que se perpetúa cambiando de escenario pero no deteniéndose nunca.

«Va a haber que irse. Se asegurará de que la mujer sobreviva, de que se recupere, y se irá, seguirá su camino hacia el norte, él solo. La cabaña no es más que una parada, una especie de despedida de la infancia. Una despedida de los recuerdos que se le echan encima como insectos en la noche. De los olores, de los sonidos. De las imágenes. Hay que dejarlo todo atrás, las remembranzas no hacen ruido al caer. Cuanto más se aleja la guerra, más se pregunta por qué la rehúye».

7 de octubre de 2024

Autorretrato. Jacques Réda sobre Pierre Bergounioux



Jacques Réda es un poeta, narrador, editor y cronista de jazz. Formó parte del comité de lectura de Éditions Gallimard y dirigió la Nouvelle Revue Française de 1987 a 1995. En 2010 colaboró en el volumen colectivo À propos de Pierre Bergounioux, publicado por la revista Préau des collines con el texto Autoportrait.


Autorretrato. Pierre Bergounioux por sí mismo


Jacques Réda


Se empieza casi siempre por hablar de nosotros mismos cuando se trata de hablar de otra persona. No tiene nada que ver con el engreimiento. Pretender dar una descripción objetiva de alguien sí que lo sería, y en él sucumben a menudo los historiadores, que, por lo general nunca han conocido a Epaminondas o a la Princesa Palatina. Los retratos de escritores caen en la misma trampa: por muchas líneas que se saquen de su correspondencia, o incluso de sus diarios, lo único que se dibujará es el perfil enigmático y mudo que inclinaron sobre su página, y la sombra del ser que ellos mismos pretendían capturar. Si queremos representar al hombre, es decir, al hombre que aparece como algo independiente de su obra, en primer lugar seguimos equivocándonos (pues lo es y no lo es) y, en segundo lugar, no podemos abolir la especie de lupa a través de la cual lo miramos y que opera a la manera de un espejismo gravitacional: nuestra propia masa, por transparente que quiera ser, obstruye y difracta el objeto percibido.

Cercano al camaleonismo, tengo ese defecto de adaptarme espontáneamente a la mayoría de mis interlocutores. ¿Se trata de cortesía o de un deseo excesivo de agradar? No lo creo. Se trata más bien de una lamentable falta de confianza en todo lo que me define y, tal vez, en un primer encuentro o en un intercambio accidental, de una supervivencia del presentimiento que tenían los Antiguos, mientras no se demostrara lo contrario, de encontrarse en presencia de un dios cuando estaban frente a un desconocido. Sea como fuere, me transformo inmediatamente y, en la medida en que mi intuición me lo permite, adopto un comportamiento que, tanto en mis palabras como en mi actitud, refleja el de mi interlocutor. Esto parece, erróneamente, sin duda, una forma de comprenderle, desde dentro, en definitiva, como si me convirtiera en él.


La metamorfosis no siempre es posible. Cuando tuve mi primer encuentro con Pierre Bergounioux, me quedé completamente desconcertado por sus muestras de cortesía. No pensé ni por un momento que podía haberme tomado por un dios. Ya sé cómo son las cosas y que es mejor no exagerar a riesgo de parecer irónicamente humilde. Pero Pierre insistía, y de tal manera,  que pude verle retorcerse literalmente sobre sí mismo, como si hubiera sufrido un poco por ceder a un impulso demasiado poderoso como para no desembocar en voluptuosidad. Ahora podría decir que se protege, que no le gusta quedarse atrás. Ofrécele, en efecto, la más mínima fruslería, y te sepultará, a cambio, bajo una avalancha de magníficos regalos. Pero también podría decir que no se atreve a tomar la iniciativa con una generosidad que ya no puede contenerse, del mismo modo que no quiere quedar en deuda en cuanto a cortesías: te derrota sin remedio a las primeras de cambio. Pero prefiero no decir nada. A día de hoy, me sentiría profundamente consternado si me saludara con la ruda cordialidad de un héroe de western. Porque significaría que yo habría roto alguna regla secreta que le obligaba a dejar de ser, conmigo, el hombre al que rápidamente llegué a amar tal como es.


No se puede comprender si no se piensa en su risa, que no es, estrictamente hablando, conmovedora, pero que le conmueve, a él, si no que lo desarma de pies a cabeza y lo desbarata, de modo que después te preguntas cómo puede volver a apoyarse en las firmes bases de sus convicciones dialécticas. Esta risa es una especie de polvorín que explota y deja intacto el edificio. Pero hay que encender la mecha.


No se oye la risa de Pierre Bergounioux en sus Carnets. ¿Qué es lo que hay ahí, pues? Un empeño que me parece no tener igual en la literatura de la intimidad —confesiones, diarios, memorias—: nada más que fechas y hechos, una existencia día a día expuesta mediante acontecimientos en crudo y hechos desnudos. Hay poco espacio para la interioridad (ninguna nota introspectiva o interpretativa: las antípodas perfectas de Amiel¹); nada de verdadera retrospectiva para apreciar o ubicar las circunstancias. Aquí y allá la mención de un efecto casi fisiológico en el que el hastío se repite a menudo. Es comprensible: entre el sarampión de los chavales y la revisión de un manuscrito en curso, un atasco de camino al colegio y la desaparición de un familiar o de un amigo, las mil tareas domésticas y profesionales de una jornada de dieciocho horas, sumadas a lo que otros llamarían distracción, relajación, hobby, componen un autorretrato alucinante de un desesperado moderno socialmente típico. Un lector desinformado apenas sospecharía que el «guionista» de estos Carnets también ha publicado alrededor de cincuenta libros. El escritor, a diferencia de Gide, sólo aparece en ellos en el desempeño, como salvado acrobáticamente, bajo el diluvio de todas las demás obligaciones prioritarias, de los pequeños trabajos angustiosos: releer, volver a copiar, pasar a limpio, empaquetar, enviar por correo o entregar en mano. Los de Pascal Quignard, por ejemplo. Pero no hay tiempo para detenerse con Quignard: Tomé, el conserje, habría sido suficiente. Aún quedan veinte minutos para llegar a Austerlitz, donde llegará la tía Louise. Etc.


Pero para el lector de Catherine y La ligne, estos Carnets son tan instructivos como una metáfora de la que constituyen uno de los dos términos: ni la obra ni la vida, sino una tercera realidad que emerge de ellos y cuya plasmación directa en palabras no sería más que un compromiso condenado a evaporarse en literatura. He aprendido en ellos, sobre el Pierre que creía conocer bien, cientos de detalles que a él nunca se le habría ocurrido contarme. A veces los he descubierto en un reportaje periodístico: Pierre Bergounioux de bebé, de primera comunión, en el instituto, con su familia, ofrecidos de este modo a la curiosidad de miles de personas indiferentes o amantes de la «realidad vivida». En esencia, sus Carnets son quizá para él el diario donde se desarrolla la crónica permanente —últimas noticias, noticias breves, perros aplastados— del cantón, donde, como todo el mundo, se mueve sin encontrar siquiera el tiempo para distinguir tipográficamente entre el «scoop» y lo anecdótico. El tiempo, por sí mismo, no clasifica. Todo se viene abajo. Cómo elegir. Sólo hay que darse prisa en guardar lo que recoge la memoria inmediata en el armario de diez mil cajones con que cuentan los Carnets. No dejar nada por ahí. Como en el caso de Roger Munier², cuya relación con el tiempo es de otro tipo, hasta la hierba está ordenada en el jardín de Gif³, situado en una pendiente poco propicia a la ociosidad. En el interior, todo está «brillante y pulido», como en la fantasía de Baudelaire⁴, pero estrictamente ortogonal y lo suficientemente acristalado como para facilitar una permanencia de lo nuevo en la dilapidadora duración.


Y allí, charlamos o, más a menudo, escuchamos hablar a Pierre. Lamento no haber sido uno de sus innumerables alumnos, porque, a diferencia de las personas adormecidas por la docencia, él la ha moldeado de acuerdo a un método, pero también según los datos irresistibles de su temperamento imperioso de conversador. Y es singularmente placentero, porque lo sabe todo. Y esta enciclopedia viviente, inteligente, gesticulante, un poco menos deseosa de instruirte que de adoctrinarte, permanece firmemente unida por un pegamento permanente de componente marxista. Lo admito, las premisas de Marx son irrecusables. Sus páginas sólo se desprenden y levantan el vuelo por los vientos de la Historia que él creía haber encauzado. Es amable y, por otra parte, participa poco en el conocimiento universal de Pierre que, en una noche, si fuera indispensable, volvería a ensamblar un órgano desmontado en pedazos o una locomotora a partir de piezas de repuesto, para tomar ejemplos simples fuera de los dominios de la entomología y todo lo que termina en ge-i-a, incluida la metalurgia y la orgía, limitada a aquella que el conocimiento puede permitirse. Exceptuemos, sin embargo, la enología, a pesar de las fastuosas cosechas que Pierre bebe de vez en cuando como si se tratara de un gamay de Ardèche⁵, cuando me dejó batiéndome con dos o tres corchos atascados en la época del Front Populaire⁶.


A veces me lo imagino como inquisidor o, en el 93⁷, como proveedor de cuchillas para las cabezas de los enemigos del pueblo, aunque su aspecto demacrado, como pintado por un Greco un poco chino, sugiere una disposición hacia los rigores más inofensivos del misticismo. Lo que refuta estas hipótesis es la risa antes mencionada, que presupone una mansedumbre e incluso una sensualidad que, aunque se manifieste más bien en la caza de carábidos o en combates amorosos con la chatarra, no deja de impregnar su prosa con un ultraacademicismo a la vez emocionante y cristalino.


Mi pesar por no haber sido su alumno sería infundado si solo existiera una única cronología. En cuanto a la más común que nos rige, yo podría haber sido su padre. Tampoco me considero mentalmente uno de sus hijos. Mi capacidad de asimilación, un tanto mágica, ha hecho que se establezca un equilibrio, con el consentimiento de esa risa, en una franja de edad que estimo en catorce o quince años, y donde un eterno viejo repetidor puede entenderse con un jovenzuelo sabelotodo.


Pierre tiene, probablemente, una imagen diferente de la que yo tengo de él, o no le otorga ninguna importancia particular. Como decía al principio, siempre es un poco a uno mismo a quien se pinta cuando se intenta adivinar quiénes son los demás, y a menudo por oposición: lo que puede parecer distante por su parte no es más que constancia y rigor en una práctica en la que a veces uno se deja llevar demasiado por las figuraciones arbitrarias del estado de ánimo. Intransigente con los principios de una dietética generalizada, donde la más mínima desviación amenazaría al funambulista de los Carnets (y por eso, es un símbolo, sólo nos encontramos en el bistró en ocasiones excepcionales), él estaría ahí para apoyarte si flaquearas ante la imprecisión de la tuya. Fiel, preciso, nadie responde tan rápidamente a las cartas, nadie registra tan entomológicamente, por así decirlo, ciertos detalles.


No fuma más que Gauloises.


Jamás llama por teléfono.


Notas:


1. Henri-Frédéric Amiel (1821-1881) fue un filósofo, moralista y escritor suizo, autor de un célebre diario íntimo: Fragments d’un journal intime (1884, 1887, 1923, 1927).

2. Roger Munier (1923-2010), fue un escritor, traductor y crítico francés. Carnets, de contenido filosófico y poético, han sido publicados en varios volúmenes bajo el título común de Opus incertum.

3. Gif-sur-Yvette, lugar de residencia de Pierre Bergounioux. 

4. L'Invitation au Voyage, poema de Les Fleurs du mal (1857), de Charles Baudelaire.

5. Vino varietal originariamente poco apreciado.

6. El Front populaire (nombre oficial: Rassemblement Populaire) fue una coalición de partidos políticos de izquierda conformada en 1935, y que gobernó entre 1936 y 1938.

7. 1793, inicio del período del Terror.


Este artículo es la traducción al castellano del texto procedente de: À propos de Pierre Bergounioux. VV. AA. Préau des collines, 11. 2010


Procedencia de la fotografía: https://www.lemonde.fr/livres/article/2017/06/11/l-ecrivain-pierre-bergounioux-chasse-les-mots-comme-les-insectes_5142251_3260.html


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30 de septiembre de 2024

De te fabula narratur

 

Tablilla cuneiforme datada en torno al año 3000 a.e.c. descubierta en las ruinas de la ciudad mesopotámica de Uruk, que revela que se pagaba a los obreros de la construcción de esta antigua ciudad con raciones de cerveza. 
Fuente: Anciens Origins

Leer: De te fabula narratur


Pierre Bergounioux


La lectura es el correlato de la escritura. Esta surgió de la necesidad, prosaica, de llevar un registro de lo que las ciudades mesopotámicas tomaban del campo circundante. Los escribas, nos recuerda el antropólogo Jack Goody, fueron en un principio «intelectuales subalternos al servicio del templo y del palacio». Les hicieron falta dos milenios y medio para emanciparse. Y fue la filosofía, charlatana truculenta salida de la ciudad hoplita, la primera en atreverse a censurar el libre uso de la mente. Sócrates, «el que no escribe», según Nietzsche, pretendía proscribir al poeta porque «imita el chirrido de los ejes, el grito de los animales, los desórdenes del amor, de la locura, y no tiene a la moralidad por regla general».


Goody insiste a continuación en los efectos discriminatorios de la escritura y la lectura en todos los grupos que las han adoptado. Desde el momento en que se añadió un código gráfico a la comunicación oral, la sociedad se dividió entre analfabetos y alfabetizados. Los que tienen acceso a los textos, jurídicos y religiosos, económicos o literarios, administrativos, técnicos y científicos, acaparan las oportunidades de beneficio en los campos correspondientes, los bienes de la salvación, las ventajas materiales y, sobre todo, quizá, lo que ya Sócrates consideraba la meta suprema: el autoconocimiento. Porque, entonces, la conciencia puede abarcar la existencia, y la necesidad, bien entendida, es el otro nombre de la libertad.


Las dos sustancias, la extensa y la pensante, del racionalismo cartesiano, las dos facultades del kantianismo —el entendimiento y la sensibilidad— pueden quizá reducirse, en parte, a la división social y a la explotación del trabajo. Desde el momento, a finales del Neolítico, en que la actividad agropecuaria generó un excedente, éste proveyó a las necesidades de una sociedad enteramente dedicada a las operaciones intelectuales, en primer lugar al registro y la contabilidad, pero también a la literatura, la religión, la astronomía, etcétera.


La magia de la escritura reside en el simple hecho de intentar salvar algo del olvido, del tiempo. Los textos más antiguos que tenemos, en escritura cuneiforme, son escrituras de compraventa, contratos de préstamo, de alquiler, censos y listas de impuestos. Pero sus tristes contenidos brillan con un fulgor distinto, más que humano, el de su fijeza en la oscuridad del pasado, a través del polvo de las épocas que han atravesado.


Las grandes etapas de la aventura en la que nos encontramos son el resultado de inventos relacionados con el soporte material de la comunicación: la escritura en Mesopotamia, el alfabeto en Grecia, la imprenta en Europa Occidental.


El que escribe puede explorar aquella tierra misteriosa, la del pensamiento, que linda con el río impetuoso, incontenible, de la vida, es decir, de la acción, de la urgencia, de la preocupación, de la amnesia. Puede hacer regresar un momento pasado del que la prisa, el cansancio, la aprensión, le habían negado la conciencia; inferir, a partir del recuerdo aproximado, imperfecto, que conserva, la realidad de lo que debió suceder; trabajar para obtener, a posteriori, la concordancia entre lo sucedido y lo que pensamos de ello, la verdad.


En virtud de la mirada retrospectiva que presupone y favorece, de la inmovilidad física sin la cual no puede haber aplicación intelectual, y de la reversibilidad que autoriza, la escritura abre al espíritu una carrera inédita, de la que las religiones monoteístas, la ciencia y la filosofía, la gran narrativa, el derecho racional, previsible, dan testimonio decisivo.


Desde hace cinco milenios, desde que la profesión de «archiveros de clavos», por utilizar la bella frase de Georges Dumézil, apareció en las ciudades de Sumeria y Arcadia, o desde hace quinientos años, desde que se inauguró la de impresor en Europa Occidental, existen dos mundos: el mundo palpable, constrictivo, opaco, ineluctable, al que estamos sometidos por el cuerpo, y su doble de papel, su imagen explícita, pensada, su versión escrita.

Se puede vivir sin libros. Hace apenas poco más de cien años que el conjunto de la población francesa se alfabetizó. Pero, como demuestran las encuestas realizadas por los organismos oficiales, la lectura regular de obras impresas sigue siendo un hábito minoritario. Una mayoría de nuestros compatriotas no ve la necesidad, no siente el deseo de buscar en los libros una ampliación de su experiencia o una explicación de su existencia. Por un extraño giro del destino, su precio los ha mantenido durante mucho tiempo fuera del alcance de la mayoría de la población, cuando eran la única fuente de información general. Hacia 1890, una novela de Anatole France se vendía a cuatro francos, pero un campesino del Macizo Central, cuyo jornal era de cincuenta céntimos, tenía que sudar durante ocho días para hacerse con ella. La difusión de libros baratos coincidió más o menos con la llegada de la televisión, y el totalitarismo de las comunidades orales primitivas sobre cada uno de sus miembros renació a través de los medios de comunicación, su intrusión masiva en la conciencia individual y en la esfera privada.


Al poder ofensivo de la escritura corresponde el evasivo de la lectura. La figura del lector que puebla el espacio cotidiano, el vagón de ferrocarril, la sala de espera del dentista, la habitación del hospital, las playas de verano, la habitación familiar, el jardín público, la pausa para comer, las horas vespertinas, los días festivos, esta figura es contemporánea del final de la Edad Media.


Su primera encarnación fue, junto a un puñado de humanistas, los seguidores de la religión reformada, liberados, por la Biblia de cuarenta y dos líneas de Gutenberg, de la intercesión unilateral, dogmática, del clero.


Somos duales, cuerpo y alma, tal y como lo experimentamos continuamente, tal y como la filosofía estableció apodícticamente antes de basar el argumento de la razón en esta evidencia. Pero esta dualidad es asimétrica.


Nuestro cuerpo es prisionero del calabozo espacio-temporal, cautivo del ahora, del aquí, entre cuyos barrotes se desliza su compañero inmaterial cuando le place para alcanzar el más allá, lo imposible, el antes, el después. Se puede vivir casi sin pensar, sufrir, dormir, olvidar, pero no se puede pensar sin cuerpo. Y basta la más mínima distracción, un latido, un ruido, una preocupación un tanto intensa, para impedirnos leer. ¿Cuántas veces nos encontramos dejando que nuestros ojos recorran la página mientras nuestra mente está ocupada, sin darnos cuenta, con algo que la roza y la aparta de los signos contenidos entre las tapas? Pero si nada inoportuno afecta a nuestra sensibilidad, si nada atrae de nuevo nuestra mente hacia el cuerpo al que está indisolublemente unida, entonces los pensamientos que nos eran ajenos y que, sin embargo, nos conciernen en grado sumo, se nos harán accesibles a través del favor de los caracteres impresos en el papel. La lectura justificaría, en dosis homeopáticas, al menos, un cierto idealismo, es decir, una determinación por el concepto, un cierto ascendiente, sobre la vida, del pensamiento.


Son, por supuesto, en última instancia, las condiciones materiales las que priman, el anclaje social de nuestra existencia lo que determina nuestra conciencia. Pero esta está sujeta a cambios.


Nuestra conciencia puede no emerger en absoluto, y nosotros seguiremos siendo extraños al mundo que habitamos, al ser que somos. También puede alumbrar ese ser de nosotros mismos que nos han asignado un tiempo y un lugar, y entonces todo cambia. Sabiendo lo que somos, percibiéndonos con la distancia en que consiste la conciencia, es posible ser nosotros mismos doblemente, es decir, también, a sabiendas, o bien reformar esa figura nuestra que de pronto vemos y no aprobamos. Llevamos a cabo una operación de este tipo continuamente, por nuestra cuenta, en las circunstancias y encuentros de la vida cotidiana que nos obligan, en palabras de Pascal, «a volver sobre nosotros mismos». Pero la misma magia poderosa que tranfirió al registro segundo, distinto, de la palabra escrita, los hechos de la civilización mesopotámica, anima la lectura cuando esta abarca las grandes narraciones. Reflejan la vida, tanto sus vastos contornos como sus más pequeños detalles, la lentitud de su curso, los momentos precipitados, dramáticos,  trágicos, en que toma su rumbo. Y es de nosotros de quien nos habla el libro.


Hay conocimientos para los que la escritura y, por tanto, la lectura, son la clave. Necesitamos matemáticos, químicos y sociólogos que nos digan exactamente cómo sus mentes se han apoyado en los registros escritos que jalonan su progreso.


Las principales aportaciones del álgebra, las leyes mudas que revelan los hechos sociales más aparentemente aleatorios, como el suicidio, los gustos alimentarios, las profesiones artísticas, nunca habrían salido a la luz sin la ayuda de la tinta y el papel. Y Eric A. Havelock, en su pequeño libro sobre los orígenes de la civilización occidental, llega a plantear la enorme hipótesis de que si China perdió la ventaja que inicialmente tenía sobre Europa, fue por la inconveniencia de su sistema gráfico. Desde que los griegos, en el siglo VII a.e.c., perfeccionaron la notación literal de los sonidos —y ya no de las cosas—, bastan unos meses para que un niño de seis años descifre todo lo que cae bajo su mirada o escriba lo que quiera. Se dice que hay ochenta mil ideogramas, y algunos mandarines se enorgullecían, a lo largo de la historia, de poseerlos todos. Aprendían tres cada día, hasta el punto de que a los setenta años los conocían todos. Pero no les serviría de nada este prodigioso conocimiento. Sus vidas habían terminado.


En las sociedades sin escritura, la memoria personal, encarnada, viva, alcanza una extensión, un grado de fidelidad, que nosotros hemos perdido. Los aedos, los rapsodas que compusieron la Ilíada y la Odisea bajo el nombre genérico de Homero eran capaces, parece ser, de memorizar los miles de versos que recitaban, por las tardes, ante las reuniones de artesanos, de pescadores, de pequeños propietarios de tierras del Peloponeso y de las Cícladas. Pero en aquella época, la gran literatura se limitaba al mundo griego, y los poemas homéricos eran su pilar fundamental.


Mucho antes de que se hiciera realidad, antes de trastocar nuestras costumbres y nuestros intercambios, nuestros cálculos, nuestras expectativas y nuestros temores, nuestras esperanzas, llegó la globalización, nos sorprendió, nos cambió a través del papel impreso. Una arbitrariedad cultural que nos pertenece, una peculiaridad intelectual que se remonta al Renacimiento, nos lleva, en Francia, a rechazar esta misma arbitrariedad, a negar esta particularidad en nombre de un cierto universalismo abstracto. No pasó mucho tiempo antes de que un terrateniente perigordino admitiera que los primeros caníbales que habíamos visto tenían un coraje que igualaba al de los antiguos romanos, una preocupación por la igualdad que hacía odiosas, por contraste, las disparidades de la fortuna, la proximidad de la mayor opulencia a la peor miseria que el reino podía ofrecer. Otro barón de Aquitania, Charles Louis de Secondat, señor de la Brède y barón de Montesquieu, se toca con un turbante para echar a sus compatriotas la «mirada distante» (Lévi-Strauss) de un persa. Un burgués de París adoptará, por su parte, la mirada mordaz, feroz, de un Hurón.


Otros escritores, en el siglo siguiente, se exiliarán veinte años de un país sometido a la dictadura imperial o se enfrentarán, en nombre de la Justicia, de la Verdad, de esas abstracciones, al Estado Mayor y a la razón de Estado, al antisemitismo virulento, a los sectores más reaccionarios, más chovinistas, de la población.


Una última cosa. Al final de Fahrenheit 451, Ray Bradbury imagina que, bajo el régimen atroz de los quemadores de libros, la transmisión de la cultura se lleva a cabo de boca en boca, en la clandestinidad. Truffaut lo convirtió en película. Es un pálido día de invierno, bajo un bosquecillo áspero, gris, desolado. Unos hombres ancianos, macilentos,  cansados, con los rasgos hundidos, la ropa hecha jirones, enseñan, frase tras frase, de memoria, los clásicos de la literatura universal a unos niños. Su nombre es el de la obra que se saben de memoria y que intentan transmitir bajo la lívida luz, al fondo del bosque. Ahí están Les Possédes, Le Procès, À la Recherche du temps perdu, y todos los demás, los textos menores, los autores modestos, «el más desconocido de todos los libros», como habría dicho Michel Foucault. ¡Qué consuelo no podemos sacar de este escenario invernal, del agotador trabajo de aprendizaje oral, palabra a palabra, los cientos de miles, los millones de páginas en las que se ha depositado la experiencia del pasado frente al que tenemos que decidirnos si queremos llevar, tan libremente como se nos permira, nuestra existencia, vivir el presente! Nos damos cuenta con emoción, con gratitud, como suele ocurrir cuando se lee, de que existen los libros.

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Este artículo es la traducción de «Lire: De te fabula narratur», de Pierre Bergounioux, publicado en el número 26 de la revista Modernités, publicado por Presses Univertitaires de Bordeaux bajo el título genérico de Le lecteur engagé y dirigido por Isabelle Poulin y Jérôme Roger.

EAN (publicación papel) : 978-2-86781-465-5 

EAN electrónico : 979-10-300-0417-5 

DOI : 10.4000/books.pub.2654


El título hace referencia a la frase «Quid rides? Mutato nomine de te fabula narratur», «¿De qué te ríes? Si cambias el nombre, la historia habla de ti», perteneciente a las Sátiras (I, 1, 69) de Horacio. La versión que escribe Pierre Bergounioux en este mismo artículo es: «Et c'est de nous que nous parle le livre», «Y es de nosotros de quien nos habla el libro».


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