26 de febrero de 2025

Marcel Schwob. 120 años de su muerte

 

Hoy, exactamente un mes y 50 años después del suicidio de Gérard de Nerval, se cumplen 120 de la prematura muerte de Marcel Schwob, nacido en Chaville el 23 de agosto de 1867. En su breve vida (37 años) le dio tiempo a cultivar el periodismo, la poesía, el cuento, el ensayo y la traducción (Shakespeare, Defoe, Crawford, De Quincey). Publicó el grueso de su obra en seis años, al igual que un siglo después haría Bolaño —su huella está presente, al menos, en La literatura nazi en América y Amuleto—. Schwob es un escritor fundamental en la literatura francesa de finales del XIX y desde entonces no ha dejado de marcar la literatura universal posterior: padre espiritual de Borges —inspiró su primer libro, Historia universal de la infamia—, ha influido de forma decisiva en la obra de escritores contemporáneos a ambas orillas del Atlántico como Jarry, Valéry, Gide, Faulkner, Tabucchi, Arreola, Cunqueiro, Perec, Calle, Michon, Vila-Matas, Martín Sánchez o Faverón Patriau. A Schwob llegué gracias a No te conozcas a ti mismo (Nerval, Schwob, Roussel) de Moisés Mori, cuya lectura recomiendo muchísimo.

A continuación puede leerse «Vida de Morfiel, demiurgo», descarte de Vies imaginaires (Charpentier & Fasquelle, 1896), acaso su libro más importante. Éditions des Cendres publicó este texto en 1985 y la presente traducción obtuvo el I Premio Complutense de Traducción Universitaria «Valentín García Yebra», que apareció por primera vez en el número 48-49 de la revista Vasos Comunicantes (https://vasoscomunicantes.ace-traductores.org/wp-content/uploads/2019/09/Vasos48-49Baja.pdf) y he revisado para esta ocasión. El original puede leerse aquí (http://www.marcel-schwob.org/?p=1060).


Vida de Morfiel, demiurgo

Traducción de Mateo Pierre Avit Ferrero


A Morfiel, así como a los otros demiurgos, lo llamó a la existencia una palabra del Ser Supremo, que pronunció su nombre. De inmediato se encontró en el mismo taller celestial que Sar, Tor, Araziel, Tauriel, Ptahil y Barachiel. El demiurgo jefe, que gobernaba este taller, era Avatar. Todos construían el mundo con afán, según los modelos imaginados. Avatar dio a Morfiel su porción de tierra, agua y metal, y le encargó hacer los cabellos. Los otros moldeaban narices, ojos, bocas, brazos y piernas. Barachiel se encargaba de las monstruosidades y deformaba cierta cantidad de objetos terminados, antes de entregárselos a su jefe, Avatar. De hecho, algunos demiurgos habían trabajado en otros mundos superiores y convenía que este fuese distinto. Y, según la invención de Avatar, Barachiel dividió la naturaleza de los hombres y de las mujeres, que, tal como refiere Platón, no formaban en el mundo, justo sobre el nuestro, más que un solo ser que andaba sobre cuatro pies y cuatro manos dispuestos orbicularmente como los cangrejos. Hay una isla en el mundo inferior donde Avatar ordenó situar a unos hombres de nuevo divididos. Solo tienen un ojo, una oreja y una pierna, y el cerebro no está separado en dos, sino que es redondo. Y lo que es par en nosotros es impar en ellos; ya que están basados en el modelo de las monocotiledóneas o de los tubos vivos que se pegan a las rocas marinas y no conciben la segunda dimensión del espacio, sino que piensan que el universo tiene intervalos y es discontinuo. De modo que, saltando sobre su pierna central, cruzan sin dificultad lo que nos parece opaco, las murallas o las montañas, y cuentan uno, tres, cinco, siete… Tampoco se ponen dos a hacer el amor, ya que no se imaginan nada parecido, pero se pegan juntos por las bocas en grupos de tres, cinco o siete, en pequeñas tropas, disfrutándolo con infinito placer, y creen ver a los dioses por los agujeros de su cielo. Y los animales de esta isla están dispuestos de manera parecida y también las plantas, de modo que solo se ven brotes y tallos solitarios de una sola hoja enrollada sobre sí, y todo esto es obra de los diligentes demiurgos.

Los modelos de los demiurgos estaban hechos con los materiales preciosos que sirvieron para fabricar los otros universos, tales como el éter, fuego sutil o vapor de diamante, y, a imitación de estos modelos, se construyeron las cosas de esta tierra, pero Avatar no permitió a sus obreros valerse de otros materiales que no fueran la tierra, el agua y el metal. Varios, que eran delicados, al haberse acostumbrado a trabajos más finos, se quejaron. Avatar los mandó callar y pasaba de uno a otro, examinando con atención los movimientos de las manos. Hay que pensar también que hubo muchos celos entre todos estos obreros. Aquellos que fabricaban los órganos vitales no se tenían ni mucho menos en baja estima, cuales habilidosos artistas de la loza; al contrario, aquellos a quienes se habían distribuido los órganos menores envidiaban a los compañeros más felices y realizaban a regañadientes la obra de humildes alfareros. Así, los fabricantes de ombligos y de uñas de pies no cesaron de gruñir durante toda la creación. Por otro lado, los que pulían, torneaban y coloreaban las pupilas de los ojos despreciaban al resto de los obreros. Morfiel, por su parte, ejecutó con paciencia lo que Avatar le había encomendado y estiró cabellos gruesos y finos.

Así pasó la vida de Morfiel, demiurgo. Fue muy parecida a la de los prisioneros que trabajan en la sala de una cárcel bajo la mirada de los guardias. No tuvo ningún tipo de variedad. Tan pronto como el Ser Supremo decidió crear, los propios dioses sufrieron la ley de sus creaciones. Fabricantes esenciales, conocieron las penas y la monotonía existencial de los obreros inferiores. Durante su demiurgia, a Morfiel no le pasó nada que merezca mencionarse.

Pero sucedió que se enamoró de su obra y que apartó con astucia los cabellos más bonitos, a espaldas de Avatar. Cuando la creación de este mundo hubo terminado, a los demiurgos se les encomendó otro trabajo. En el nuevo universo que construyeron, no había un solo cabello. Morfiel fue entonces libre de errar y se llevó consigo el botín. Eran unos preciosos cabellos lisos y dorados, largos y suaves, que a Morfiel le encantaba tocar.

Sin embargo, el nuevo mundo que fabricaban los demiurgos era un mundo de demonios machos y hembras, que estaban hechos a imagen de los hombres, salvo que llevaban crestas y penachos en lugar de cabellos. Uno de los demonios hembra, Éverto, divisó el fardo de Morfiel. Y, al desearlo, le quitó lo que necesitaba y decoró su cabeza con cabellos de mujer. Morfiel la miró y Éverto lo acarició, de modo que él no osó recuperar el adorno, ya que los demiurgos no son en absoluto perfectos. Éverto se relajó un rato con Morfiel y, como verdadero demonio que era, se coló en la tierra donde nadie pudo distinguirla del resto de mujeres. Por todas partes arrastraba los cabellos, dorados y lisos, y los pobres hombres la acariciaban y se dejaban acariciar como lo había hecho el demiurgo. Y el demonio hembra Éverto se hizo famoso entre las mujeres, sobre las que ejerció todas sus maldades y todos sus vicios, de manera que los dioses vigilantes se percataron e hicieron un informe.

Mandaron llamar de inmediato a Avatar y lo enviaron en busca de Morfiel para castigarlo. Morfiel palpaba su tesoro, como un avaro, en el mundo inferior. Avatar lo agarró por el cogote y lo colgó con los cabellos que había fabricado y disfrutado a una de las puertas del cielo. Tal fue el final de este culpable demiurgo.

24 de febrero de 2025

¿Se acerca el fin del mundo?


¿Se acerca el fin del mundo?

Pierre Bergounioux

Durante mucho tiempo, la utopía ha sido la proyección de un ideal que alcanzaría, en el futuro, su realización. Es inseparable del conflicto entre grupos sociales por la distribución del poder y de los beneficios y por la definición de los valores.

Estamos formados por dos sustancias, como estableció Descartes en los albores de los tiempos modernos: una palpable, extendida; la otra, meramente pensante. Esta última, por inmaterial que sea, no deja de ser completamente real. Puede tomar la forma visible de caracteres impresos en libros tangibles que desafían lo que, alrededor del lector, se entiende por realidad. Una parte de lo que pensamos rechaza el mundo en el que estamos inmersos, a pesar de la experiencia que tenemos de él. ¿Qué hombre no edifica, día tras día, su utopía? ¿Qué vida no está flanqueada, en la sombra, silenciosamente, por vidas paralelas en las que serían retiradas las sombras, los agravios, la angustia, el fastidio consustancial a toda realidad? Junto a los libros de la biblioteca están los volúmenes fantasma que los hombres compusieron sin pensar en ello, porque toda vida deja que desear, porque tenemos el mundo de los sueños para construir lo que el otro, el real, hace todo lo posible por negarnos. La filosofía ha sugerido decididamente, a través de su lenguaje, que lo que existe no es nunca más que una posibilidad entre muchas otras, cuyo halo invisible lo rodea y podría desplazarlo, si queremos, si trabajamos en ello con la energía requerida. No hay utopía que no se haya erigido en rival de lo real, que no haya revelado el lugar remoto, imaginario, que solo depende de nosotros habitar.

Eso era antes. Empezó en el Renacimiento, cuando Tomás Moro y Rabelais trazaron planes, uno de una isla purgada de despotismo, de monaquismo, de la venalidad de cargos, del lujo, de la propiedad privada, el otro de una abadía donde la gente pudiera dedicarse libremente a sus intereses espirituales. Todo termina con Fourier, tras pasar por El Dorado, los archipiélagos afortunados y el país de los caballos.

La tendencia contraria se perfila en el mismo instante, prácticamente, en el que los sueños nacidos en la época feudal y bajo el talón de hierro del capitalismo industrial toman forma. ¿Es el destino de los sueños verse despojados  de sus virtudes y de su encanto cuando se cumplen? ¿Contienen un germen letal que los destruye cuando cambian la habitación donde nacieron por el desprotegido espacio exterior? La utopía parece destinada a alimentar la utopía, lo posible a engendrar lo posible, toda realidad a negarse a sí misma. Tan pronto como los ideales toman un rostro, aparecen los estigmas ineludibles, por decir algo, de la tiránica realidad.

La diferencia con las épocas anteriores es que la protesta, decepcionada, ha cambiado de rostro. En lugar de oponer un sueño adicional a aquello que es, se pone a dibujar, forzando el trazo, la pesadilla en la que se convertirá. Son las profecías de Kafka, de Orwell, de Huxley, a las que el chamuscado siglo XX ha opuesto el sello de la abominación de la desolación.

Todo va muy deprisa, por otra parte. Hemos, sin duda, cambiado de época. Cualquiera que sea el nombre que le demos —sociedad postindustrial, posmodernidad, democracia neoliberal, fin de la historia—, se perfila como un trastorno de la experiencia ordinaria, como una revolución del paisaje donde predomina lo que el sociólogo Marc Augé describió hace diez años como un no-lugar. La utopía, en el sentido estricto del término, está a punto de invadir el espacio en el que intentamos vivir, con la consecuencia de que ya no tenemos adónde ir.

No hay vuelta atrás. El futuro que soñaron nuestros predecesores se desintegró en 1991, cuando una sociedad explícitamente construida para distribuir equitativamente el producto del trabajo murió por haber dejado a los monstruos que pretendía ahuyentar crecer y devorarla: la brutalidad, los procedimientos burocráticos, la opacidad, el dogmatismo, la senilidad. ¿El presente? Sus intersticios, sus márgenes, las franjas donde respirar a la espera del mañana, están siendo reabsorbidos. Por eso nuestro desencanto parece no tener remedio.

Las tendencias dominantes de nuestro tiempo son la abstracción, la desmaterialización. El trabajo ha perdido definitivamente su dimensión utilitaria. Intercambiamos productos cotizados en el mercado global, dominado por grupos que condicionan la demanda que se ofrecen a satisfacer. Los espacios imprecisos, marginales, personales, en los que podíamos refugiarnos tras haber cumplido con nuestra cuota de trabajo socialmente útil, han sido cuadriculados, ocupados, por otros grupos, a no ser que sean los mismos que ofrecen música enlatada, series de televisión, superproducciones cinematográficas con efectos especiales que completan del dominio sobre los sueños y el pensamiento por parte del capital financiero multinacional.

La generalización de las relaciones abstractas se ha plasmado en el paisaje. En primer lugar, en las grandes aglomeraciones, con las nuevas ciudades y otras ZUP¹ de los años sesenta y setenta, los bloques, las torres con aspecto de cajas de Kleenex lanzadas al descampado con, como centro de intercambio, el supermercado, el bistro-PMU² y la farmacia colocados sobre la plataforma. Y como la vida y el trabajo se han disociado, se ha trazado un cordón de autopistas bordeadas de barandillas de acero galvanizado, conectadas mediante intercambiadores y circunvalaciones, en las que es mejor no equivocarse, porque no se trata de dar la vuelta y volver a empezar. El derecho a dudar, el ligero sabor de la libertad, han desaparecido de la circulación. Ha adquirido la fijeza de un destino en el que me parece reconocer, cuando me aventuro por las circunvalaciones, el desastroso espíritu del presente.

Fueron necesarios veinticinco años y una generación para completar el cuadro, esbozado a grandes rasgos con bulldozers y hormigoneras, y para perfilar los detalles finales. Cuando se llega por las calzadas de cuatro carriles  delante de los servicios administrativos, el hospital, la fábrica y el instituto de enseñanza secundaria, cuya fachada de cristal ahumado domina el aparcamiento, se necesita realmente el cartel de Urgencias, Reclamaciones, para cerciorarse de que realmente están ahí. Nada se parece tanto a la entrada de una clínica como la de la Agencia Tributaria, la Prefectura, una sucursal bancaria o una fábrica de cartón o lo que sea. El mismo muestrario de moqueta, de falsos techos, de muebles de melamina blanca o de colores, de ordenadores gris perla, de plantas en macetas de plástico, de música de supermercado, y las mismas ganas de largarnos de allí en cuanto llegamos, hasta tal punto ese universo intercambiable, invasivo, universal, es irrespirable, a pesar del aire acondicionado y de la luz difusa de los focos empotrados, pero también contrario a alguna oscura expectativa que no sabíamos que nos perseguía hasta que el lugar estandarizado y generalizado la contrarió: la huella, en nosotros, del universo áspero, oreado, inesperado, que fue, durante milenios, nuestro hogar.

Es el dominio de la experiencia lo que nutre nuestras fantasías, lo que alimenta nuestras obsesiones. Cuando era un niño anticuado de la peor provincia, me contaban cuentos morales como el de Jeannot l'Etourdi³, sobre la bestia bestial⁴, que advertía a las niñas y los niños sobre los peligros del campo, sobre los lobos, los merodeadores, los pozos, sobre las simples charcas donde uno puede ahogarse. El tiempo no había pasado o aquel que atormenta nuestros pensamientos se retrasaba respecto a la vida, a la realidad de la que los lobos, las criaturas fantásticas, las enfermedades infantiles, ya habían desertado, expulsados por la estricnina, la escuela laica, los dispensarios de salud pública y el fin de la sociedad agraria tradicional. Las fobias habían abrazado el movimiento general, trocado su trasfondo de bosquecillos, de matorrales, de estanques, por las propiedades genéricas del no-lugar universal. Por ejemplo, no puedo entrar en la profunda zanja donde la A6b se une a la circunvalación, en Porte d’Italie, sin imaginarme condenado, a causa de una avería, a pasar allí el resto de mi vida. Dispondría de un metro, más o menos, entre el alto muro de hormigón rugoso, curvado en la parte superior, y la calzada sobre la que se precipita ininterrumpidamente el rugiente oleaje del tráfico en medio de un vapor envenenado, gris, de gases de combustión, del fatalismo ojeroso de los automovilistas que se precipitan hacia el anillo que rodea París con su collar de hierro. Otra maldición, aunque es la misma: encontrarse cautivo de las barreras automáticas de acero inoxidable, cuya taquilla electrónica, con su punto rojo encendido, con su breve y desagradable señal sonora, se niega, no se sabe por qué razón, a aceptar el tique que has introducido en la ranura. Es temprano. No hay nadie en el espacio subterráneo, pavimentado, bañado por una pálida luz de refugio antiatómico, de almacén frigorífico o de matadero. A la entrada de cada pasillo, esos torniquetes de metal pulido, sus postes obtusos, zumbantes, la señal roja; me ha pasado a mí, y ni siquiera tuve el recurso de pelear, como la cabra de Monsieur Seguin⁵ cuando, como era de esperar, el lobo está allí. Más difusa, tuve la sensación de que es lo mismo en todas partes, en todos los lugares contaminados por el no-lugar, la no-vida que nos construye.

Junto a los temores anticuados que recordaba, los habitantes de las charcas, la luz oblicua que resplandece en los márgenes del crepúsculo, estaban las inclinaciones a las que me hubiera gustado ceder, existencias que veía tan evidentes y plenas que quería abrazarlas, que serían mías si no hubieran seguido en su pérdida al viejo mundo del que formaban parte. Desordenadamente, un pequeño agricultor de la región de Quercy, donde se trabajaba en la agricultura de subsistencia, con una casa de piedra pálida con voladizo, un palomar cuadrado, un tejado empenachado con teja romana, reinando sobre las viñas, el huerto, el maíz y el tabaco, el huerto de calabazas que parecía sacado de un cuento de hadas. Un maestro de escuela, de pie en el porche del austero edificio, vestigio de los días heroicos de la República de los Jules⁶, inclinado, una vez terminadas las clases, sobre los cuadernos de ejercicios, entre los mapas de geografía y las pesas y medidas de estaño, bajo un rayo oblicuo que centellea con el polvo de la tiza. Y, por qué no, pescador de agua dulce o trampero⁷, jornalero estacional, un poco cazador furtivo, como recuerdo haber conocido a uno o dos, hace una eternidad, llevando como podían una vida errante, nocturna, al margen del pueblo. Pasaban temprano, en las mañanas festivas, con un saco crujiente de cangrejos de río, una hermosa liebre aún caliente, setas, colmenillas, que les pagaban susurrando en el rincón oscuro de la entrada. Desde la infancia se desea ser otro, estar en otro lugar, y es ese futuro lo que las nuevas formas generalizadas de producción, distribución y circulación han arrasado. Comportan una misma vida para todos, y el desagrado crónico que produce no tiene remedio porque ahora todo es igual en todas partes.

«Anywhere out of the world», escribió Baudelaire hace siglo y medio. Salvo que el mundo, a sus ojos, coincidía más o menos con los límites del París intramuros, y que, durante las horas de esplín, no tenía que ir muy lejos, con el pensamiento, para sentirse mejor, más a tono. El lujo y la voluptuosidad tenían sus cuarteles en Holanda, y si se obstinó en permanecer en su cuchitril, fue porque tenía mucho con lo que soñar. La utopía ha sido vaciada de su sustancia, apartada no sólo de la realidad, sino también de las posibilidades asociadas. No estamos en el mundo. No nos queda ningún lugar adonde ir, ni hacia atrás, ya que eso es pasado, ni hacia adelante, ya que el triste presente, a falta de alternativas, parece destinado a prolongarse indefinidamente. La realidad se ha vuelto utópica, pero en el sentido más estricto del término, y la vieja cuestión de ser, no ser, dormir, tal vez soñar, se plantea con su agudeza acostumbrada, con su eterna novedad.


Notas:

1. Zones à Urbaniser par Priorité, Zonas de Urbanización Prioritaria.

2. Pari mutuel urbain, sistema oficial de apuestas hípicas.

3. Jeannot l'Étourdi es un personaje arquetípico de la literatura y del folclore francés, que se utiliza comúnmente para representar a una persona distraída o atolondrada. A menudo, este tipo de personajes aparecen en cuentos populares o fábulas para ilustrar moralejas sobre los peligros de la falta de atención o la irresponsabilidad.

4. La bête faramineuse es el título de un libro de Bergounioux publicado en 1986.

5. La Chèvre de monsieur Seguin es un relato incluido en Lettres de mon moulin, de Alphonse Daudet, inspirado en un cuento popular de la Provenza.

6. Se trata de la III República (1870-1940), fundada, entre otros, por Jules Favre, Jules Grévy, Jules Simon et Jules Ferry.

7. Coureur des bois fue el término que se les dio a los primeros comerciantes de pieles en la colonia de la Nueva Francia a finales del siglo XVII y principios del XVIII. Eran aventureros descendientes de franceses que actuaban de forma individual y sin permiso de las autoridades francesas.


Procedencia del texto: La Fin du monde en avançant. Pierre Bergounioux. Fata Morgana, 2006, recopilado por Le Passant Ordinaire, Revue internationale de création et de pensée critique, n°40-41 (2002) https://passant-ordinaire.com/revue/40-41-429.asp#
Fotografía de la cabecera: https://america-retail.com/malls/malls-en-usa/una-breve-historia-de-los-centros-comerciales-estadounidenses/
Como todo el contenido de este blog, este artículo está publicado bajo la licencia de Creative Commons Reconocimiento-No comercial-Sin obras derivadas 2.5 España 

18 de febrero de 2025

Pierre Michon en «La Grande Librairie»

El programa sobre libros La Grande Librairie de France TV entrevistó en su emisión del dia 12 de febrero de 2025 a Pierre Michon con motivo de la publicación de su último título, J'écris l'Iliade.

A continuación, traducción de la conversación del autor con Augustin Trapenard, el presentador del espacio. 

«[…] ardo al contacto de la llama escrita. Soy. Ardo y tiemblo y lloro.
Alcides entra en la sala.
Escribo la Ilíada».

Pierre Michon, el título de este libro es J’écris l’Iliade. ¿Por qué la Ilíada?


Porque es el primer texto escrito de la literatura europea y, en ese sentido, representa toda la literatura europea. Además, es el escenario de toda la literatura y, de hecho, de toda la humanidad: los dos ingredientes esenciales, que son la guerra y el amor.


Admirar la Ilíada, Pierre Michon, es una cosa, pero escribirla o incluso reescribirla, convendrá en que es algo osado.


No es tan difícil. Michel Serres decía que toda la literatura nació de una falda levantada, entre los muros de Troya, la de Helena. Nosotros seguimos viviendo como en tiempos de Homero. A pesar de todas nuestras denegaciones, vivimos para la guerra. Mire las cosas como son: todos los avances tecnológicos se hacen con el fin de ser los más poderosos, de ser el Estado más poderoso en la guerra.


Este texto está impregnado de erotismo. Se podría incluso decir que es erótico de principio a fin. Se suele decir que escribir una escena erótica es lo más difícil. Es lo más arriesgado para un escritor.


Arriesgado, es cierto. 


¿Está de acuerdo?


Arriesgado., sí. Porque lograr que sea erótico sin caer del todo en la pornografía —que creo haber conseguido más o menos— es muy difícil.


¿Por qué?


Una, palabra, una sola palabra, mal elegida, basta para volcarlo todo hacia la pornografía absoluta o, por el contrario, apagar el deseo del lector. Y hay que mantener el deseo del lector, hay que hacer como una chica que, en un striptease o en esos bailes con barra que se ven ahora, siempre debe mantener el deseo, sin que se desborde ni hacia abajo ni hacia arriba.


Porque su libro no trata más que de eso: de deseo y de escritura, de goce hasta el orgasmo.


Sí. ¿Qué es el lenguaje humano? ¿Qué es lo que lo hace superior a los demás? Ser consciente de dos cosas: la muerte y el deseo. Y el hombre, por sus facultades intelectuales, ha desarrollado hasta el delirio su actividad sexual. Ningún animal está obsesionado con el placer como nosotros lo estamos. Y sucede que algunos escritores logran un cuasi orgasmo en la última frase. Tome, por ejemplo, el final de Ulises, de Joyce: «Y dije sí, sí, quiero sí». Ese final es la penetración de Molly en el Ulises de Joyce.


¿Cuántos orgasmos hay en J’écris l’Iliade?


Hay muchos. 


Sabe, lo que más me sorprende en su libro y en su obra en general —de lo que nunca se habla— es su sentido del humor, cuyo primer blanco es usted mismo. ¿Se hace reír a sí mismo?


Sí, me encanta lanzarme tomates podridos a la cara. O hacer como si lo hiciera. Porque, al desvalorizarme, atraigo los elogios de los demás. Cuanto más se desvaloriza uno, más dice la gente: «Oh, qué tipo tan modesto» y demás. 


¿Diría que es ustec más estratega o táctico?


¿Yo? Estratega. Y táctico, a veces.


El libro comienza con un viaje que hizo hace mucho tiempo con la intención de librarse del servicio militar. Y escribe algo muy interesante: «Tenía que convertirme en Pierre Michon y no tenía tiempo que perder». ¿Con qué soñaba?


Con ser escritor. Siempre he soñado con ser escritor. Siempre.


¿Qué significaba eso de ser escritor?


Significaba… Viene de lejos. Viene de la escuela primaria. Hacer cosas tan bellas, tan declamatorias, como los poemas que aprendía en la escuela. Lo que más me fascinó siempre… A los quince años las mujeres empezaban a fascinarme también, pero lo que más me fascinaba eran las resonancias de la lengua. La lengua.


Escribe: «Me las daba de Orfeo».


Sí, me las daba de Orfeo. 


¿Qué quiere decir con eso?


Ya sabe, Orfeo no tiene más que tocar la lira para que todas las bestias, todos los árboles,  se pongan a andar tras su canto, de lo hermoso que es. Cada frase debe pesar con su peso exacto. Ya lo he dicho: cada frase debe ser todo el libro. Cada frase debe contener todo el libro.


¿Qué es, en el fondo, un gran escritor para usted? ¿Qué representa?


Representa la cumbre de la humanidad. Porque ¿cuál es la cumbre del hombre? Es el lenguaje, el lenguaje. Rimbaud, Racine, Hugo, o los jóvenes, Joyce o Proust.


Los jóvenes. Los jovencitos. ¿En qué estado lo deja la escritura?


En una ebriedad extrema. Es la vieja frase de Baudelaire: «Hay que estar siempre ebrio». De vino, de literatura, de mujeres, da igual. «Siempre ebrio».


Y entonces, Pierre Michon, su obra maestra, ¿cuál es?


Es J’écris l’Iliade.


Es la última. Es esta.


Antes fueron Les Onze y Vies minuscules… y Les Beunes.


En realidad, casi todas.


Sí, pero ¿por qué la gente se da cuenta tan tarde?


Sabe, algo que también me divierte mucho en su texto es la manera en que reinterpreta la Ilíada, incluso en su escritura. Pienso, por ejemplo, en los epítetos homéricos: «Aquiles, el de los pies ligeros», «Circe, la de los bellos rizos». En su caso, encontramos: «Helena, la de los brazos dorados, la de los muslos de leche». Si tuviera que adjudicarse un epíteto homérico, usted, Pierre Michon, que después de todo es un personaje de este libro, ¿cuál sería?


«Michon, el de la mente traviesa».


Me lo quedo, «Michon, el de la mente traviesa».

17 de febrero de 2025

Diccionario onomástico

 

Diccionario onomástico. Mircea Horia Simionescu, KRK Ediciones, 2024
Traducción de Borja Mozo Martín. Prólogos de Mircea Cartarescu y Eduardo Berti

 Jean Cocteau dijo, si no recuerdo mal, que «un chef-d'oeuvre de la littérature n'est jamais qu'un dictionnaire dans le désordre»; me parece que fue en su primera novela, Le Potomak, allá por 1919. Las citas que relacionan diccionarios y literatura son abundantes, pero para lo que interesa a este redactor, permítaseme reproducir otra: «Un dictionnaire du littéraire peut et doit avoir pour mission de tenir l’esprit en vigilance»; esta procede del prefacio de Le dictionnaire du littéraire, dirigido por Paul Aron, Denis Saint-Jacques y Alain Viala, publicado en 2002. A pesar de su disparidad temporal y temática, conviene tener ambas en cuenta porque este Diccionario onomástico, del rumano Mircea Horia Simionescu, parece integrarlas ambas: participa de la primera al reunir el hecho de tener forma de diccionario —y ser, si no una obra maestra, sí una obra notable—, pero también por tratarse de una obra literaria, no de lexicografía; y de la segunda por, efectivamente, como en toda obra literaria digna de ese nombre, mantener la mente alerta.

Pero vayamos al contenido. Diccionario onomástico es el primer volumen de la tetralogía «El ingenioso bien temperado» —un título bien bachiano, por cierto—, y consiste en un diccionario enciclopédico —el antepasado en papel de la Wikipedia; a los lectores a partir de cierta edad nos suena el término, y a los francófilos nos remite, irremediablemente a la Encyclopédie ou Dictionnaire raisonné des sciences, des arts et des métiers—, aunque tal vez fuera más adecuado el término ficcionario, cuyas entradas corresponden a nombres de persona seguidos de su definición —que puede consistir en una sola frase o en varias páginas—; un tour de force parecido al que, bajo otras circunstancias y distintas motivaciones, entre las cuales las políticas tuvieron un papel fundamental, más de diez años después, Milorad Pavic desarrolló en su Diccionario jázaro; un desafío consistente en romper el pacto cronológico de la novela convencional y sustituirlo por la forma del listado alfabético, en el caso de Simionescu, de nombres, dejando en manos del lector —de ahí el término desafío— la conversión a la formulación común. Esta técnica, como señala acertadamente  el traductor en su esclarecedora «Nota a la traducción», conectaba la literatura rumana —todavía bajo el régimen de Ceaucescu— con las tendencias más innovadoras vigentes en el resto de Europa; además, la exigencia intelectual de ese tipo de textos, al estar destinados, en su país de origen, a una parte muy selecta de la población, consiguió sortear la censura oficial debido a la dificultad de acceso; como dice Borja Mozo, «a mayor tiesgo formal, menor riesgo político».


El libro tiene un origen, no sé si espurio, aunque tiene toda la pinta: recopilar para un amigo del autor unas cuantas decenas de nombres para que tuviera dónde elegir para bautizar a su hijo.


Pero todo lo antedicho quedaría en un mero e infructuoso experimento formal si no existiera, debajo de su accidentada superficie, una destreza narrativa que, a pesar de la constricción formal —o precisamente por su causa—, edifica un relato proteiforme, un simulacro, que va autogenerándose según avanza, precisamente porque no sigue el camino convencional —cosas que suceden durante un tiempo determinado a unos personajes concretos: es una definicón elemental y hasta naïf, pero no por ello menos pertinente, del género novela—, sino el de la ironía culta y procreadora.


Un descubrimiento.