7 de marzo de 2022

Vidas minúsculas

Vies minuscules. Pierre Michon. Éditions Gallimard, 1984

Vidas minúsculas. Editorial Anagrama, 2002

Traducción de Flora Botton-Burlà

Vides minúscules. Editorial Amsterdam

Traducció d’Adrià Pujol Cruells

«Yo convocaba lugares invisibles y que tenían nombre. Descubría los libros, en los que uno puede sepultarse tan bien como bajo las faldas triunfales del cielo. Aprendía que el cielo y los libros duelen y seducen. Lejos de los juegos serviles, descubría que se puede no imitar al mundo, no intervenir en él, mirarlo hacerse y deshacerse con el rabillo del ojo, y en un dolor revertible en placer, extasiarse de no participar: en la intersección del espacio y de los libros, nacía un cuerpo inmóvil que seguía siendo yo y que temblaba infinitamente en el imposible deseo de ajustar lo que se lee al vértigo de lo visible. Las cosas del pasado son vertiginosas como el espacio, y su huella en la memoria es deficiente como las palabras: descubría que uno recuerda».

El pacto autobiográfico

Pierre Michon, uno de los escritores franceses contemporáneos más reconocidos, emprende en Vidas minúsculas (Vies minuscules, 1984), su primera novela, publicada a los 39 años, la búsqueda, entre sus antepasados, de alguna personalidad eminente con la pretensión de dar lustre a un árbol genealógico ordinario y anodino. Una búsqueda que intentra justificar una pretensión: un pasado ―en el sentido que le asigna L. P. Hartley en El mensajero: «El pasado es un país extraño. En él se hacen las cosas de forma diferente»― cuyo desvelamiento reescribirá la historia y engendrará a un individuo hasta entonces inexistente. Así parece indicarlo el segundo párrafo del libro, especialmente en una primera lectura:


«¿Tengo algún antepasado que fue gallardo capitán, joven alférez insolente o negrero ferozmente taciturno? ¿Al este de Suez algún tío que volvió a la barbarie debajo del casco de corcho, los pies enfundados en jodhpurs y la amargura en los labios, personaje trivial que suelen asumir las ramas menores, los poetas apóstatas, todos los deshonrados llenos de honor, de recelo y de memoria que son la perla negra de los árboles genealógicos? ?¿Un antecedente marino o colonial cualquiera?».

Sin embargo, este es el segundo párrafo, que sigue a uno que contiene una sola oración y que, al ser el primero, debe ser porque el autor desea otorgarle más relevancia:

«Entremos en la génesis de mis pretensiones».

Parece que existe un común acuerdo en que la autobiografía presupone la identidad nominal del autor, del narrador y del protagonista. Pero existen, tal vez desde mediados del travieso siglo XX, algunas variantes de esa ecuación en las cuales esa identidad, el llamado pacto autobiográfico —que, como todo pacto, necesita, al menos de dos intervinientes, el autor y el lector—, no se invalida pero tampoco se reconoce abiertamente, está a la vez presente y ausente: presente, sobre todo en la lectura, porque el lector tiene tendencia, en función de lo que lee, a validar la ecuación; ausente, porque, literalmente y en gran parte de la obra, no se detecta.

Todo parece indicar que Vidas minúsculas es un ejemplo de pacto autobiográfico oculto, cuya existencia solo se detecta mediante una lectura atenta y solo hacia el final del libro, cuando el lector recibe la confirmación de que, en principio, el autor y el narrador son la misma persona; pero, ¿y el protagonista? La respuesta a esta pregunta requiere un análisis más profundo que dejo para más tarde.

El nombre Pierre Michon no aparece completo, bajo forma de nombre seguido del apellido. El narrador no se molesta en presentarse. Es muy modesto, al menos en apariencia. Sin embargo, el nombre puede deducirse simplemente, sin ambigüedad posible, al menos para el lector atento —el lector no atento, en cambio, tiene pocas posibilidades de fijarse y darse cuenta del nombre del narrador. Para esa identificación, el autor esparce algunas pistas mediante las cuales deducir que el narrador es el propio Michon:

  1. En la «Vie d’Antoine Peluchet», se menciona a la hija de Philomène Pallade y Paul Mourricaud, Élise, como «mi abuela». El nombre del narrador sigue siendo desconocido, pero ahora sabemos que existe un vínculo familiar, que Antoine Peluchet es un antepasado lejano del narrador.
  2. En la «Vie de Georges Bandy», el narrador se reúne con el sacerdote y Jean en el café del Hôtel des Touristes. Describe la escena de la siguiente manera. «Llegué a su mesa. Jean preguntó: “¿Conoces a Pierrot?”».  Sabiendo que es muy probable que Pierrot sea el diminutivo de Pierre, ahora sabemos que el narrador tiene el mismo nombre de pila que el autor.
  3. En «Vie de la petite morte», la mujer a la que el narrador se refiere como su madre da a luz a una niña, una hermana, pues. Esa niña, Madeleine,«tenía grandes ojos azul oscuro —seguramente le venían de Clara, Clara Michon, Jumeau de soltera—». Clara Michon tuvo dos hijos: Madeleine y Pierre, que es en realidad Pierre Michon, el autor y narrador de Vies minuscules

¿Por qué esconde su identidad hasta el final?

Pparece que para llegar a uno mismo hay que pagar el pasaje de desviarse a través de los otros que, de este modo, le confieren a ese autor, que conocemos porque aparece en la portada debajo del título del libro, y al narrador, que es quien nos habla desde la primera página, también el estatuto de protagonista. En el relato que inaugura el libro, «Vie d’André Dufourneau», el narrador lo hace explícito con la máxima claridad: «Pero al hablar de él, hablo de mí».

A partir de esa aseveración, una confirmación que nos llega en las últimas páginas del libro, parece imponerse una segunda lectura —o una memoria prodigiosa para releer lo ya leído— a la luz de lo deducido. Esta segunda lectura nos desvela una parte importante del contenido factual de Vies minuscules relativo a esa autobiografía.

Michon parte de tres componentes: el recuerdo, reconstruido —habla de oídas porque no estaba presente en algunas de las situaciones: en la «Vie d’André Dufourneau» habla del biógrafo «sometido a la precariedad de las hipótesis»—, de la tradición familiar; los episodios y personajes que, libremente, ha escogido como sujeto; y la discontinuidad de la historia debido a la fragmentariedad de esos episodios, que suponen la existencia de inquietantes espacios en blanco. A partir de ellos, Michon construye otro en el que lo más importante no es su porción de realidad ni de verdad, sino su coherencia. Pero todavía estamos lejos del relato como unidad y, por tanto, de la literatura: los recuerdos propios y los prestados, las reminiscencias, las evocaciones de algo que ha sucedido o que creemos que ha sucedido, los sueños como recreación de algo que no sucedió jamas, únicamente forman parte de la base de datos, no son literatura.

Para literaturizar ese relato, teniendo en cuenta que los elementos ya están presentes, el escritor tiene que escoger algunos —aquellos que son imprescindibles para su objetivo— y descartar otros —los inútiles y los que pueden interferir con los anteriores— para dar una nueva vida, que siempre será provisional, a ese caos de fuentes; la literatura —que no es una revelación ni ese don de la Gracia que busca, durante tanto tiempo y en unas condiciones tan desfavorables, el narrador— aparecerá cuando se alcance el equilibrio perfecto entre lo revelado y lo encubierto.

El pacto autobiográfico roto

Pierre Michon a los 39 años, cuando publicó Vidas minúsculas, no era ni un personaje histórico ni un escritor consagrado ni siquiera un personaje conocido. ¿A santo de qué puede ser interesante la autobiografía de alguien con esas características?

Volvamos a la primera oración del libro, a ver si podemos encontrar algún indicio:

«Entremos en la génesis de mis pretensiones».

La declaración de principios que significa esta frase, y la ambigüedad del autor-narrador con respecto al protagonismo real —solo desvelada, inequívocamente, en ese último relato citado con anterioridad—, parecen indicar que no se dota de la suficiente entidad al Pierre Michon persona como para ser protagonista de Vias minúsculas. Así que se puede aventurar una hipótesis: que esas pretensiones son las literarias, que el libro consiste en la historia del nacimiento y descubrimiento de una vocación literaria —solo es una interpretación, pero plausible, de esa primera frase, que vuelve constantemente—, y que el verdadero protagonista, ahora sí, no es Pierre Michon persona, sino Pierre Michon escritor. Aunque en segundo plano, disimulado tras la condición de testigo de esas Vies que, sin él, se habrían hundido en el olvido, 

«¿Quién, si yo no lo hiciera constar aquí, se acordaría de André Dufourneau, falso noble y campesino desnaturalizado, que fue un niño bueno, quizás un hombre cruel, tuvo deseos poderosos y no dejó huella más que en la ficción que elaboró una vieja campesina difunta?»,

el hecho de que el narrador hable en primera persona —volvamos otra vez a la frase inicial, la que da el tono al resto del libro— significa que habla de él mismo, es decir, en cómo me convierto yo en escritor. Un testimonio en un doble sentido: por una parte, el testigo ocular es la persona que está presente, que ve los acontecimientos —aunque, en la «Vie d’André Dufourneau», el narrador no sea más que un bebé—; por otra, el testigo que atestigua, el que registra, la memoria de un acontecimiento perteneciente al pasado, el custodio del mismo. 

Una vez descubierta la identidad entre autor, narrador y protagonista, el pacto autobiográfico establece que es la vida del narrador lo que se convierte en relato. A primera vista, cuantitativamente hablando, la vida del autor no parece ser el tema principal de la obra; pretende estar ahí para narrar la existencia de otros, y su presencia es siempre bastante discreta. Pero leyendo entre líneas se puede aventurar que la verdadera preocupación del autor, y por tanto el verdadero tema del libro, es comprender la génesis de una vocación literaria, que es la suya propia.

Con estos antecedentes, ¿sigue en pie el pacto autobiográfico cuando la triple identidad autor-narrador-protagonista se revela en las últimas páginas y de forma tan indirecta, dado que esa primera frase es la primera en olvidarse porque no se incide en su contenido ni este contenido parece referenciarse a ella? No hay confesión de identidad del autor-narrador ni de sus intenciones, ni ningún acto de autenticación mediante el cual el autor preste al lector la certeza de que lo que cuenta forma parte de su propia vida.

Para no forzar el encasillamiento, tal vez deberíamos abrir el foco y considerar que no siempre una autobiografía debe cumplir estrictamente con el pacto autobiográfico formal. De este modo, algunos textos de Pascal Quignard en los que el protagonismo parece cedido a antiguos personajes tanto o más ignorados que los antecesores de Michon; los de Pierre Bergounioux y sus a menudo anónimos convecinos de niñez, allá en la Corrèze rural; algunas de las mujeres prorotípicas de Marie-Hélène Lafon; todos ellos pueden considerarse como identidades alternativas a los propios autores-narradores de los que se sirven para tejer su autobiografía como escritores. Por otra parte, en cuanto a la retroactividad del relato, Vidas minúsculas no es una autobiografía canónica en la que los hechos narrados se suceden cronológicamente —en cuyo caso la «Vie d’Antoine Peluchet» debería ir en primer lugar y no en segundo—, sino que la ordenación se efectúa en función de la toma de conciencia del narrador, que parece seguir la  de una autobiografía subyacente, que aparece en segundo plano, a medida que avanzamos desde el bebé todavía en pañales que ve a Dufourneau en Cards en 1947 («Vie d’André Dufourneau» hasta el adulto que conoce a Laurette de Luy («Vie de Claudette») —en este caso, «Vie de la petite morte» sería una especie de colofón en el que el autor-narrador, por fin, pone las cartas sobre la mesa revelando sus verdaderas intenciones, el relato de su vocación literaria; un caso similar a El tiempo recobrado de Proust—.

Así pues, el sujeto está presente en un modo menor y apagado. Su identidad, que adivinamos desde el principio, sólo se afirma gradualmente. ¿Por qué? En Vies minuscules, el narrador sirve de vínculo, aunque tenue, entre las diversas vidas minúsculas que se cuentan; está presente de forma discontinua. El individuo, aunque presente, se diluye tras la colectividad, el yo es percibido a través de los otros, de los antepasados. El pacto autobiográfico formal está roto, pero parece muy temerario negar que Vies minuscules es una autobiografía.

Biografía del tiempo

El reloj que se detuvo cuando se interrumpió la vida de su propietario no puede ponerse nuevamente en marcha porque eso significaría instalarse en un futuro que no está a su alcance: su papel queda limitado a ser una reliquia relinquere, dejar atrás―; su tiempo está roto para siempre, las  manecillas, ancladas en su tiempo, ya no miden nada; el espacio que ocupa, su espacio, pasa a ser una parcela de pasado inaccesible. El único acercamiento que podemos pretender, trascendiendo su anacronismo —del griego νά, «contra», y χρόνος, «tiempo», se refiere a algo que no se corresponde la época de referencia—, es el literario: la creación de un tiempo y de un mundo en el que tenga cabida, un mundo sincrónico —del griego syn, «con», «juntamente»,  y χρόνος, «tiempo», se refiere a una coincidencia en el tiempo, que sucede a la vez— , el intento más cabal de reconstruir ese objeto del que solo disponemos de su sombra. 

La materialidad de ese objeto se enfrenta a la intangibilidad del recuerdo, volátil e inconstante, pero no tiene ningún sentido sin esa parte impalpable, es decir, no puede ser sujeto de un relato, su historia estaría escrita en una  —«conozco los árboles bajo los que comen y hablan, como sus voces, pero no las entiendo», «Vie d’André Dufourneau»— indescifrable, fuera de alcance. Hace falta unir materialidad e intangibilidad, objeto y recuerdo, para articular un relato —y de la organización de varios relatos, una historia—; por decirlo de otro modo, pasar el objeto por el filtro del tiempo. La Reliquia de los Peluchet no funda un relato —objeto más recuerdo— por su materialidad, sino por la suma de las veces que Élise ha hablado de él; pero después de hacer su primera aparición en la «Vie d’Antoine Peluchet» —segundo relato del libro, pero primero cronológicamente, como se ha expuesto con anterioridad—, no vuelve a aparecer hasta la «Vie de la petite morte», el relato que cierra el volumen, otra vez en manos de la abuela, que acude al nacimiento de Madeleine con ese talismán; esta segunda aparición, cuya narración está ya en manos de alguien al que el lector ya conoce, configura otro relato —otra vez objeto más recuerdo—; la historia quedaría formulada por la combinación de ambos relatos, por el tiempo —no  solo el cronológico, que abarca desde 1850, año de nacimiento de Antoine Peluchet, hasta 1975, la muerte de Georges Bandy, sino, sobre todo, el literario, el transcurrido en el libro entre ambas apariciones—. Efectivamente, la Reliquia ha atravesado todo el período cronológico que abarca Vidas minúsculas, y solo hay otro elemento que alcance la misma duración: el protagonista.

Pero, una vez dotado de un sentido, de haberse convertido en historia, de pasar a través del tiempo, ese objeto seguirá, tenaz, resuelta, insistentemente, manteniendo su propia realidad; por tanto, si el objeto no ha cambiado ni en su materialidad ni en su carácter de amuleto, Michon no ha escrito la biografía del objeto, sino la biografía del tiempo.

Este protagonismo del tiempo se refleja, por ejemplo, cuando el narrador se declara, en un futuro indeterminado, sustituto de un Antoine Peluchet  desaparecido en su tumba:

«En el cementerio de Saint-Goussaud, el lugar de Antoine está vacío, y es el último: si él descansara ahí, yo sería enterrado quién sabe dónde, al azar de mi muerte. Me ha dejado su lugar. Aquí yo, final de raza, el último que se acuerda de él, quedaré yacente: entonces quizá habrá muerto del todo, mis huesos serán quien sea y también Antoine Peluchet, al lado de Toussaint su padre. Ese lugar ventoso me espera. Este padre será el mío. Dudo que alguna vez esté mi nombre en la piedra: estará el arco de los castaños, inamovibles viejos con gorras, cosillas que mi alegría recuerda. Habrá en la tienda de algún ropavejero lejano una reliquia de tres centavos. Habrá malas cosechas de trigo sarraceno; un santo ingenuo y abandonado; las agujas que, con el corazón latiendo fuerte, le clavaron muchachas muertas hace ciento cincuenta años; los míos por acá y por allá entre madera podrida; las aldeas y sus nombres; y todavía más viento».

La existencia del recuerdo es inseparable del tiempo. A pesar de formar parte de la fracción inmaterial de la existencia y de ejercer sobre esta una influencia difícil de precisar ―el hombre es un animal que recuerda, que no puede vivir sin recuerdos, que no es nadie si no es con referencia a algo o a alguien instalado en su pasado y convocado para formar parte de esa ficción llamada identidad―, el recuerdo no es una estructura aislada y autosuficiente, sino más bien una red ―o una telaraña que apresa, antes que una red que recoge― cuyos nudos no tienen sentido si no es en función de los adyacentes, y que está sujeto a numerosas contingencias ―el eclipse lunar, cuando uno de ellos proyecta su sombra sobre otro recuerdo, o el eclipse solar, cuando llega a ocultar la luz. A menudo, el acceso a ese nudo, infranqueable, solo puede conseguirse a través de los que lo rodean. Es un recuerdo inexistente, de evocación imposible, como un espectro sin cadáver, pero re-creado a partir de fragmentos de pasado —es decir, a través del tiempo—, en unas circunstancias ajenas e inaccesibles, construido y ubicado en un espacio en blanco de nuestra experiencia mediante ese proceso, extractivo y abstractivo, llamado literatura; a través de ese proceso, se le otorga entidad, se convierte su provisionalidad en firmeza, adquiere vida propia con independencia del médium que lo ha convocado, que ya no lo tiene bajo su dominio.

La novela, pues, no sería solamente «el espejo que se pasea a lo largo de un camino» de Saint-Réal, sino también, «el espejo que se pasea a través del tiempo»

Biografía de los objetos

Los objetos que atesoran el recuerdo no son nada sin las palabras que los evocan. 

Tal vez es en los tres primeros relatos, quizás coincidiendo con la poca edad del narrador, donde la referencia a objetos, sobre todo debido a la importancia que acaban adquiriendo, es más notable que la referencia a hechos: el café y la última carta en la «Vie d’André Dufourneau», la Reliquia y los libros en la «Vie d’Antoine Peluchet» y los juguetes temporales de de la cajita de Clara en la «Vie d’Eugène et Clara».

En la «Vie d’Antoine Peluchet» se hacen explícitos tres niveles de la narración cuando la base sobre la que se construye son los objetos: la historia del objeto —que puede ser elidida pero no por ello inexistente, aunque necesita de alguien que la diga—; la narración de los testigos; y las especulaciones del narrador, ausente en el tiempo de que se trata —en el caso de que la narración se construya sobre los hechos, cambia el primer nivel, pero los otros dos permanecen invariables—. La ficción puede establecerse en los dos últimos, pero Michon parte de la realidad del primero.

En la misma «Vida», los objetos sobre los que se construye la historia son tres libros: Manon Lescaut, La regla de San Benito y un pequeño atlas. Ellos proporcionan toda la información que necesita Antoine para huir y, posteriormente —como el espejo que pasa a través del tiempo, no del camino—, es en ellos donde su padre intentará rastrear las razones de su huida: los libros han impuesto su realidad, aunque el padre no podrá acceder a ella —ni, por tanto, a las razones de la huida de su hijo— porque le falta —excepto en el caso del atlas— la palabra, es analfabeto.

En  el último relato, ese que podría considerarse colofón, «Vie de la petite morte», aparecen también dos objetos, complementarios, con gran carga biográfica: las huchas de Pierre y de Madeleine; una carga biográfica que queda perfectamente ajustada a la historia desde el momento en que la que pertenecía a Madeleine, ya muerta, se rompe, finalizando su papel biográfico; la de Pierre, en cambio, permanece íntegra porque el enlace con su sujeto todavía está activo.

Otros objetos acaban adoptando ese mismo papel; aunque su importancia parezca menor, cumplen perfectamente su función: las ilustraciones de Kipling en la «Vie des frères Bakroot», que Remi arranca del libro de Roland, que éste recupera en una de sus peleas y que, finalmente, echa dentro del hoyo de la tumba de su hermano. El libro Procès de Giles de Rais, de Georges Bataille, que acompaña al narrador a lo largo de la «Vie du père Foucault», desde antes de la borrachera y de la pelea hasta su estancia en el hospital. Incluso la flamante BMW importada del cura en la «Vie de Georges Bandy» cumple con la misma función, aunque, al final, se haya transfigurado en velomotor —de forma parecida al caso de la hucha de Madeleine, podría decirse que el Georges Bandy piloto de la BMW también ha desaparecido—. 

En definitiva, Michon va tejiendo su autobiografía a través de esa biografía de los objetos.

Biografía del recuerdo

Los recuerdos también tiene vida, nacen, se transforman y desaparecen; por tanto, también pueden ser biografiados.

Vies minuscules, como toda obra basada en la memoria, trabaja con esa  herramienta fundamental: el recuerdo. Sin embargo, esa herramienta, que en el caso de una autobiografía suele ser unitaria, es decir, integrada por los recuerdos del autobiografiado, en este caso no tiene una sola autoría.

Por una parte, están los recuerdos del narrador, incluso en aquellos relatos en que la identidad de ese narrador no es explícita; por otra, ese narrador integra los recuerdos de otros personajes —a veces recogidos directamente, a veces recreados o, simplemente, inventados—; esos recuerdos pueden referirse a ciertos hechos objetivos u objetivables, pero también simplemente a opiniones, creencias o sospechas que deben ser literaturizadas; por ejemplo, en la «Vie d’André Dufourneau» se hace patente la doble formulación que dará lugar a esa literaturización: por una parte, lo que imaginaba Élise, literariamente irrelevante, y, por otra, lo que imagina el narrador que imaginaba Élise, es ahí donde está la literatura.

Sin embargo, el uso de estos recursos debe ser cuidadoso porque, en función del grado de esa reconstrucción se puede echar a perder la fuente: la literaturización no debe perder nunca de vista el recuerdo directo, el que poseen los testigos, ni excederse en su reconstrucción ya que, a fuerza de añadidos y de manipulación por parte del narrador —no olvidemos que está escribiendo su autobiografía—, se puede hacer desaparecer aquel; el propio Michon proporciona un símil muy gráfico de ese peligro: el café exótico que manda André Dufourneau, que es mantenido por Élise siempre verde —aunque esto signifique que no puede usarse para su fin—, es decir, mantiene el recuerdo original, porque si se tostara, ese recuerdo original sería profanado.  

Los efectos sobre el conjunto del texto de la inclusión de estos recuerdos no difiere en función de su naturaleza propia —del narrador— o ajena —de los personajes—, existe una jerarquización en función de la  procedencia: sirven para formar el relato; su formulación, en cambio, sí que contiene una diferencia fundamental: el papel que les otorga el narrador parte de su misma formulación, el narrador recrea, imagina, aquello que no puede saber porque no estaba presente, aunque parece muy interesado en delimitar aquello que sabe de aquello que no sabe para que no se confunda: «quizás», «imagino», «seguramente», «supongo», «hay que imaginar», «tal vez», «también es posible»; incluso algunas veces juega con el límite entre realidad y ficción, un límite que no acota sino en la introducción del pasaje: «no me invento nada», pero también «nada me permite afirmar con rigor».

Una vez aceptado el protagonismo de Pierre Michon, la época de su vida más referenciada en Vies minuscules es su infancia; una época en la que, cuando habla de ella, es en la que el narrador más utiliza esas formulas que marcan la especulación. Si el pasado, en general, tomado como un lapso de tiempo cuyo acceso solo puede ser a través del recuerdo —propio o ajeno, esto no es lo más relevante— es un país extraño, la infancia del narrador —y la nuestra—, que suma las aportaciones del pasado su propio protagonismo ―un protagonismo en el que, a menudo, ni siquiera se reconoce―, contiene ciertas experiencias desconcertantes ya que carecía de los instrumentos para asimilarlas y descodificarlas, y acerca de cuya influencia sobre su vida posterior es incapazs ni siquiera de especular. Una edad en que lo minúsculo puede agigantarse hasta magnitudes inconcebibles, y lo grande —las consecuencias de la guerra, las limitaciones que supone el aislamiento rural o la considerada como una de las más determinante, el analfabetismo de los mayores— se resiste a su comprensión. Sea por la consecuencia que fuere, los terrores que despiertan en esa edad —la edad adulta, ese territorio incomprensible y enemigo del que proceden todas las embestidas; la senectud y, por primera vez, la muerte como posibilidad universal («Vie de la petite morte»)— colapsan la capacidad de recuerdo del narrador, pero también —o, quizás como consecuencia de su relevancia— sirven para configurar las primeras páginas de Vies minuscules, es decir, para «poblar el desierto de su propia vida con palabras».

«Yo renegaba entonces de mi infancia; estaba impaciente por rellenar el hueco que en ella habían dejado tantas ausencias y, armado con la autoridad de estúpidas teorías que estaban de moda, culpaba a aquellos que las habían sufrido más que yo. El desierto que yo era, hubiera querido poblarlo con palabras, tejer un velo de escritura para ocultar las órbitas vacías de mi rostro; no lograba hacerlo; y el vacío obstinado de la página contaminaba el mundo del que escamoteaba todas las cosas: el demonio de la Ausencia triunfaba, rechazándome, junto con muchos otros cariños, el de una vieja a la que amaba».

La infancia es la edad de los apegos inquebrantables y de los desafectos persistentes; por primera vez, se es consciente no de la existencia de los otros ―que se percibe en una edad más temprana, cuando desaparece la impronta―, sino de la importancia e influencia que pueden ejercer sobre nosotros, justo cuando se empieza a intuir el orden de la vida y se evidencian los tiempos verbales compuestos, cuando el presente, volatilidad creciente, el pasado, complejidad indescifrable, y el futuro, incógnita indespejable, pierden concreción y se dotan de una multiplicidad que acrecienta, a un ritmo  inasumible, su complejidad.

«Los hermanos Bakroot eran retoños perdidos extraviados de una especie de locura medieval, terrosa y, en suma, flamenca; mi memoria los lleva hacia ese norte; allí caminan eternamente uno al encuentro del otro en una tierra de turbas, de vana extensión que el mar abraza de un extremo a otro, de pólders y de patatas enanas bajo un cielo colosalmente gris a la manera del primer Van Gogh, uno quizás miserable y precedido por una carraca, o villano labrador con calzones pardos en el primer plano de una Caída de Ícaro, y el otro, el más joven, el más pulido, vestido al modo bátavo, es decir provinciano, lluvioso y como de segunda mano, con gorguera a la española y espada toledana».

Es en esa existencia ajena donde, una vez superado la edad infantil, halla campo fértil el malditismo, ese fenómeno tan francés, que busca la honra en la pérdida —la aventura del narrador con Marianne en la «Vie du père Foucault»—, la sublimación en la tortura —la borrachera permanente en la misma Vida—, la gloria en el martirio —el papel del narrador en la «Vie de Claudette»—. La búsqueda del inepto —epresentando en papel de escritor, pero improductivo, en la «Vie de Claudette»—, del vago —la visita al médico en busca de recetas y la cura del sueño en la «Vie de Georges Bandy»—, del incapaz —la imposibilidad de la escritura es la imposibilidad de la relación en la «Vie de Claudette»—. Cilicios mentales para disimular la incompetencia para fijar un rumbo ―cualquiera, el apropiado, si es que existe, o alguno de los incorrectos―. Disciplinas para reafirmar una voluntad inexistente. La Gran Excusa bajo la que se oculta la inacción, la desidia, la indolencia. El camino empinado al que se cree destinado cuando el trayecto llano es suficiente para vencer la debilidad que se viste de obstinación. Por más que se empeñe, el náufrago es insensible a la belleza del mar.

El orgullo de la soledad, la constancia del estilita, los dos años en París sin que acuda la Gracia, en la «Vie de Claudette»; el aislamiento del ermitaño, la estancia en el internado y la separación de la madre en la «Vie des frères Bakroot»; la serenidad del cartujo, las defensas del narrador en el internado de esta misma «Vida»: la rebeldía y las lágrimas; la valentía del fuera de la ley, la pelea con «el conquistador de criaditas» en la «Vie du père Foucault»; el odio literario que despierta ese oponente del que se espera que no se presente al duelo y ante quien no se tenía ninguna posibilidad, se derrumba ante su presencia real, irremediable; la negación de uno mismo, ficticio, siempre se queda en heroica intención; la valentía real, siempre ausente, se manifestaría en la reacción al rechazo del otro, que se cree imprescindible hasta que ocurre y la arrogante torre del homenaje erigida a golpe de orgullo se derrumba, dejando una ruina irrecuperable.

El tratamiento que presta el narrador a los episodios ubicados en su niñez mantienen el espejismo de que la sensatez máxima está en la infancia; después, cada conquista que creemos lograr va reduciendo su posesión hasta que llegamos a viejos totalmente cretinos, como Georges Bandy —«Vie de Georges Bandy»—, Fiefié —«Vie d’Antoine Peluchet»—o el abuelo Foucault —«Vie du père Foucault»—. Esa es la razón de que cuanto más lejos nos quede la edad de la inocencia, más presente se nos materialice y, por el efecto de la envidia que nos provoca, su recuerdo idealizado no sea más que una forma de rechazo. Su cadáver se pudre ante nuestros ojos y nosotros no podemos dejar de celebrar su belleza, tal vez para olvidar lo cerca que estamos nosotros de la misma putrefacción.

Después, en plena edad de la vileza, se adquiere y se aprende a explotar el recurso del impostor —impostura es la actitud del narrador que actúa como un escritor pero es incapaz de escribir en la «Vie de Georges Bandy»— que se cree con el poder y el derecho de desenmascarar a sus congéneres, pero niega a los demás la posibilidad de hacerlo con él. La pretensión de ser mejor que los demás, de arrogarse derechos fundándose en una superioridad intelectual o moral que jamás dejará que se ponga en cuestión. Y si llega el momento en que el edificio de su ficción ya no puede sostenerse y amenaza ruina, reunirá a todos, amigos y enemigos, bajo su techo y, como Sansón, al grito de «¡muera yo con los filisteos!», derrumbará el templo sobre sus cabezas.

El don de la palabra, de la lengua, de la escritura

En Vies minuscules, un yo omnipresente cuenta la historia de su vida entrelazada con la de esos personajes minúsculos a los que intenta devolver del olvido. Esta empresa puede analizarse a partir de la noción de intercambio en la que uno de los términos siempre es la palabra.

  1. A través de una especie de simbiosis entre un pasado cuyos habitantes ya no están —«La gente humilde a la que traicionan estas páginas complacientes», en «Vie de la petite morte»— y un presente —que a veces aflora en las páginas— de un autor a la escucha —que ha adquirido la palabra: «Y solo yo escapé para venir a decírtelo», en «Vie des frères Bakroot»—, de la que sacan provecho ambos intervinientes. 
  1. A través de las palabras de los desaparecidos que han resistido el paso del tiempo de forma oral y que, finalmente, lograrán su permanencia gracias a  la escritura —la palabra permanente que no puede ser trasgiversada por el uso—. El futuro de los libros de Achille en la «Vie des frères Bakroot»:«Roland, en cambio, sospechaba que los autores no hablan de viva voz; vivía en su interminable silencio; se hundía cada vez más en el torbellino de esos pasados que nadie ha vivido nunca, esas aventuras como acontecidas a otros y que sin embargo no le acontecieron a nadie».
  1. A través de la literatura: Michon ha convertido las palabras en un relato, que es o la creación o una reproducción del mundo: «El mundo es una conexión infinitamente extensible de palabras con acoplamientos imprevisibles», «Vie des frères Bakroot».

Así pues, Vidas minúsculas se puede considerar una creación pura de la lengua, basada, por tanto en la palabra: lo que da vida a esas Vidas es el lenguaje. La memoria es estéril; solo es aprovechable a través de la lengua, de la escritura. En la «Vie du père Foucault» se habla del secreto no revelado por no disponer de las palabras; y en la «Vie d’André Dufourneau», el narrador, que aún no es escritor, tiene una premonición: «mi porvenir se encarnaba, y yo no lo reconocía; no sabía que la escritura era un continente más tenebroso, más incitante y engañoso que África; el escritor, una especie más ávida de perderse que el explorador; y, aunque explorase la memoria y las bibliotecas memoriosas en lugar de dunas y selvas, que volver de allí repleto de palabras como otros lo están de oro o morir allí más pobre que antes —morir de eso— era la alternativa que también se ofrecía al escribano».

Es el mismo narrador quien cuenta algunos efectos de las palabras y de su ausencia:

«No hay en mi memoria un día más insoportablemente fuerte que ese; experimentaba que las palabras pueden desvanecerse y qué charco sangriento, hostigado y lleno de moscas queda de un cuerpo del que se han retirado: cuando se han ido las palabras, quedan la idiotez y el aullido. Abolidas toda palabra, toda lágrima, daba gritos de cretino zarandeado, gruñía: cuando estaba tomando a Marianne en la habitación de los Cards, como un puerco en montanera cubre a la campesina que lo llevó, seguramente había soltado gruñidos semejantes; pero estos eran todavía más emocionados, olían a rastro. Si dejaba un instante mi dolor, lo nombraba y me veía vivirlo, no podía más que reír de él, como hacen reír las palabras "mear sangre", si por casualidad uno mea sangre».

(Un aviso para quien lea la traducción al catalán de la obra: no busquen este párrafo, no está).


Como reitera el propio narrador en la «Vie d’Antoine Peluchet», «las palabras son vastas, son dudosas». Sin embargo, en ellas se halla el germen del mundo: «Imaginemos una vez más que las cosas ocurrieron como voy a decir», en «Vie de la petite morte». 


Pero mucho peor es su carencia como demuestra el analfabetismo del protagonista de la «Vie du père Foucault», la clave del relato y uno de los puntos fuertes del libro: cuando avance el cáncer de garganta y no pueda hablar le estará vedado el acceso a lo invisible, ya que tampoco sabe escribir.


Un inciso en cuanto al valor del idioma. Se sobreentiende que el idioma de curso común entre los personajes más arraigados a la tierra es el dialecto, el patois; el narrador distingue el estatuto del francés del del dialecto, especialmente en la «Vie d’André Dufourneau», referido al tratamiento de ese estatuto entre los propios pèrsonajes —«entre la palabrería patois [...] la lengua con las palabras más ricas»; Félix habla en francés para preguntar por los países lejanos y en patois para evocar los recuerdos; la lengua francesa hace romper con el pasado a André Dufourneau y le abre un nuevo futuro, inalcanzable en patois—; pero también por el propio narrador, para quien no es solamente una cuestión idiomática, sino también de acceso a la información —«conozco los árboles bajo los que comen y hablan, como sus voces, pero no las entiendo»—.


Pero la posesión de la palabra es un arma de doble filo porque cada personaje tiene una forma de relación particular con la palabra mediante la cual se hacen reconocibles, lo que redunda en una relación ne menos particular con el mundo: Ronald Bakroot está encerrado en el sistema de la lectura, «perdido en el pretérito indefinido» —«Vie des frères Bakroot»—; Bandy es inseparable de «su dicción excesivamente bella, salpicada de palabras incomprensibles»; efectivamente, Bandy fracasa no por flaqueza en su fe, sino por haber fallado a su público terrenal, «despachando sus pomposos sermones ante campesinos respetuosos que no entendían nada y ante campesinas seducidas, como un pobre Mallarmé fascinando al auditorio de un mitín proletario»; tal vez la representación más gráfica de ese fracaso de la palabra se presta cuando parece que el narrador, que ya se atisba como escritor, ha descubierto el poder de la que será su profesión y las consecuencias de ese fracaso; habla de Bandy, cuando dice: 


«Como un Gran Escritor que antiguamente hubiera hecho saltar en vano a sus lectores “en la sartén de su lengua” —expresión que Flaubert usa en una de sus cartas— sin obtener por medio de ellos la aprobaciópn del Gran Lector allá arriba, ahora se dirigía a los más desheredados, los que toda lectura susta, con palabras de todos los días y temas de cancioncita popular; Dios no era forzosamente un Lector Difícil: su atención podía amoldarse al oído vago de un cretino. Quizás el cura hubiera querido, como Francisco de Asís, hablar solo para las aves, para los lobos; pues si estos seres sin lenguaje lo hubieran entendido, entonces habría estado seguro; habría significado que la Gracia lo tocaba». «Vie de Georges Bandy»—. 


El propio narrador, que es, por definición, quien tiene una relación más prolífica con la palabra, explicita su propósito, cuando está a punto de marcharse a Manchester, de «disfrutarlo todo y, sin embargo, escribirlo todo» —«Vie de la petite morte»—; ese mismo narrador que ha incurrido, en sus propias palabras, en esa «pedantería risible», que se transforma posteriormente en «cretinismo lírico», para, por fin, convertido ya en escritor después de que en Manchester haya escrito su primer libro de notas, formular una declaración de principios que no puede soslayar las dudas, y su fe en el poder de la palabra, igual que en el caso de Bandy, pero con el signo contrario, se tambalea: 


«¿Ocurrió de verdad? Es cierto: esta inclinación por el arcaísmo, estos atropellos sentimentales cuando el estilo ya no puede más, esta búsqueda de eufonía anticuada, no son la manera como se expresan los muertos cuando tienen alas, cuando regresan en el verbo puro y la luz. Me temo que eso los haya oscurecido todavía más. El Príncipe de las Tinieblas, bien se sabe, es también el Príncipe de las Potencias del aire; y hacer el ángel le conviene. Está bien; algún día lo intentaré de otro modo. Si me vuelvo a lanzar a perseguirlos, dejaré esta lengua muerta, en la que tal vez no se reconocen».


En la literatura francesa, Vidas minúsculas significa un hito, reconocido por lectores, críticos y escritores, en cuanto a la concepción de la literatura y a la importancia de la lengua en ella —y no solo de la historia que se cuenta. En su versión original, hay una media de tres o cuatro palabras por página que los propios franceses con un nivel nativo de lengua deben buscar en el diccionario; pero esa dificultad no es solo de léxico, porque lo mismo sucede con el estilo y con la densidad formal y sintáctica de sus frases —michon es, en francés, una forma en desuso de nombrar una hogaza densa de pan—. Vies minuscules, en palabras explícitas del propio autor, como el intento de hacer resucitar a los muertos a través de la lengua —aunque en la traducción se pierde una fracción relevante de esa tarea que Michon emprende.


Los dos primeros protagonistas huyen, por distintas razones pero con parecida intención, de su lugar de origen: el primero, por ser huérfano, y el segundo, por culpa del trato de su padre, que es otra forma de orfandad —como Bergounioux, cuyo padre murió cuando él era muy joven; en todo caso, antes de que estuviera preparado para su ausencia; y como el propio Michon, cuyo padre abandonó a la familia, y como Rimbaud, el autor más citado en Vies minuscules y a quien, posteriormente, el escritor dedicará un libro—. Dada la importancia de esa ausencia paternal, incluso podría aventurarse que esa búsqueda que materializa Vies minuscules no es, en parte, más que la búsqueda de unos antecedentes familiares que la suplieran. De hecho, en una entrevista, Michon reconoce que, tal vez, la escritura del libro le evitó pensar en el suicidio, después de haber asesinado —«masacrado»— a toda su familia y haber pegado fuego a todos los vestigios de su existencia.


ANEXO 1: Mapa de Vidas mincúsculas

Vidas minúsculas. Pierre Michon. Editorial Anagrama, 2002


Vida de André Dufourneau

011 Habla el narrador: en busca del antecedente notorio.

012 Presentación de AD. Su origen: la asistencia pública.

013 La lengua francesa le hace romper con el pasado y le abre un nuevo futuro, inalcanzable en patois.

014 La lengua: «conozco los árboles bajo los que comen y hablan, como sus voces, pero no las entiendo».

016 Félix, el abuelo; Élise, la abuela. África como vocación. Cards es el lugar de origen de Michon.

017 A ultramar: «allí, se haría rico o moriría», lei motiv del relato.

018 El narrador y la escritura.

019 El viaje de AD: «allí escribe las mil novelas de las que está hecho el porvenir y que el porvenir desbarata».

020 El biógrafo «sometido a la precariedad de las hipótesis».

021 «Creo leer lo que jamás leí».

El secreto no revelado por no disponer de las palabras.

1947: el encuentro del biógrafo, que tiene dos años, y del biografiado.

022 «El feroz inválido retorno de los países cálidos».

024 Élise, la fuente informativa aventura el final de AD: lo mataron los negros.


Vida de Antoine Peluchet


027 Los objetos que atesoran el recuerdo no son nada sin las palabras que lo evocan.

030 La Reliquia: un amuleto ante la muerte y ante el parto.

033 «Apesta a cagalera».

036 El incidente con el padre: la huida rimbaudiana de AP.

037 «Una realidad que percibo a medias y no entiendo».

038 AP no vuelve; el padre y la madre ante ese hecho.

040 «Los trabajos y los días».

041 La procesión del santo.

042 La búsqueda de las razones de la huida de AP en los tres libros.

043 Fiéfié, el jornalero borracho, «heraldo del padre, eslabón en la historia del hijo», inventa la ficción de que AP está en América.

046 «Sobrenaturalmente sobrio».

049 Alguien dice que ha vsito a AP en una reata de presos camino del destierro en una colonia penitenciaria en América.

050 Muerte de Juliette. 

051 La vida de Toussaint y Fiéfié sigue; este desaparece 

054 y reaparece, muerto. Desconsuelo de Toussaint.

056 El narrador, sustituto de AP en su tumba.


Vidas de Eugène y Clara


059 La visita de los abuelos paternos después de la desaparición del padre.

060 La inteligencia de Clara y la torpeza de Eugène.

061 Referentes principalmente femeninos.

061 Eugène.

061 «La máscara y el cuchillo». Las carencias de los hombres de la familia.

066 Los juguetes temporales de Clara.

Las reuniones de los cuatro abuelos: el velatorio por el desaparecido.

068 La visita del narrador a los abuelos.

069 Los retratos: los ausentes y su comunicación.

«Su viejo brazo junto al mío».

«Viejos amuletos de campesinos».

071 Epifanía: el amor por Clara.

072 Muerte de Eugène, primavera de 1968.

073 Poblar el desierto de uno mismo con palabras.

074 La última visita a los despojos: el fantasma del padre ausente.


Vida de los hermanos Bakroot


077 El internado. Pros y contras. La separación de la madre.

El tiempo fuera del tiempo. La amenaza de lo desconocido. 

081 Las defensas: rebeldía y lágrimas.

082 Las novatadas y los abusos de los mayores.

084 Los hermanos Bakroot.

086 Achille, el profesor de latín.

087 Remi Bakroot, el pequeño: los insultos a Achille.

Roland Bakroot, el mayot: lee libros.

089 Roland, el favorito de Achille.

090 «Quos ego».

091 «Bajo los árboles llenos de una graciosa música».

092 La lectura de Michelet. Comentarios sobre el libro.

095 «Como el sebo en la carne».

096 La pelea de los hermanos por las ilustraciones de Kipling.

097 Roland, perdido en el mundo de los libros.

098 Remi, detrás de las chicas.

100 El caminar de Achille marcando los versos.

101 «De los años ariscos». Muerte de Achille.

102 El futuro de los libros de Achille.

104 Remi, el conquistador.

105 Roland, a la universidad; Remi, a la academia militar.

106 Muerte de Remi. Viaje al funeral.

109 El muerto se ha convertido en un libro.

110 Los asistentes jóvenes al funeral, retratados como más muertos que Remi.

112 «Y solo yo escapé para venir a decírtelo».


Vida del abuelo Foucault


113 El narrador y Marianne

114 La borrachera: «mi lengua siquiera podía ya dominar las palabras, ¿cómo podría yo escribirlas alguna vez?».

«Caminos de aquí, cargado con mi vicio».

115 El encuentro con «el conquistador de criaditas». El combate dialéctico en forma de tragedia griega.

116 La pelea.

120 La vuelta en sí. El hospital. Cirugía e internamiento.

«El noble hijo».

122 El abuelo que no sabe utilizar el teléfono: Foucault.

124 El cáncer de Foucault; no quiere trasladarse donde podrían curarle.

127 Soy analfabeto: la clave del relato.

129 El analfabetismo de Foucault y el del narrador: la palabra es el único acceso a lo invisible; Foucault no sabe escribir y, con su cáncer de garganta, ni siquiera podrá hablar.


Vida de Georges Bandy


133 «Ópera fabulosa».

El narrador es un impostor: imposibilidad de escribir.

135 La pelea, disimulada, con Marianne, y la huida.

137 «La manera más bonita».

«Lettre du voyant».

139 Las visitas de Marianne.

141 La visita a Cards.

143 Lo que pueden provocar las palabras.

«No tendría lectores y ya no tenía mujer que, al amarme, me hiciera las veces de ellos».

144 La visita al médico en busca de recetas. La cura del sueño.

El aristócrata enfermo de senilidad evolutiva.

148 El padre Bandy.

149 Recuerdos de la niñez.

150 La primera misa: el efecto sobre el narrador y sobre algunas feligresas.

152 El embrujo de la palabra de Bandy.

155 El incidente con Lucette Scudéry.

157 En el hospital, coincidencia de Lucette y Bandy.

158 El encuentro con Jean, «el viudo de madre».

160 El retrasado mental y el retrasado literario. El reencuentro con Bandy.

162 La decadencia de Bandy: el alcohol, la BMW convertida en velomotor.

164 Dios ya no está en la iglesia, sino en la siguiente barra de bar.

«En el azul adorable».

165 La exaltación de Thomas. La cotidianidad en el sanatorio.

168 A misa con los locos.

160 La misa de Bandy: «el fracaso del verbo». Bandy ha perdido el don de la palabra.

172 «En la sartén de su lengua».

174 El fin de Bandy, contado por un enfermero al narrador; reelaboración del episodio por el narrador.


Vida de Claudette


177 En París, dos años sin que acuda la Gracia.

178 Ligue con Claudette. Traslado a Normandía.

179 Deja los barbitúricos, se engancha a las anfetaminas. Pero sigue sin escribir, excepto en sueños.

181 Representando en papel de escritor, pero improductivo.

183 La imposibilidad de la escritura es la imposibilidad de la relación.

184 Laurette de Luy: a rey muerto, rey puesto.


Vida de la pequeña muerta


Madeleine nació en 1941 y murió en 1942; Pierre nació en 1945.


185 «Imaginemos una vez más que las cosas ocurrieron como voy a decir».

186 El principio de la ficción, fruto de la fiebre.

Las huchas: el cerdito, la propia; el pececito, la de la hermana muerta, intocable.

187 La rotura del pececito.

Descubrimiento de Rimbaud.

188 El padre de Rimbaud también huyó.

189 Rimbaud como modelo a imitar: «me tendí una trampa que se está cerrando sobre mí».

190 La muerte de la prima. Los remedios ancestrales e inútiles de la abuela.

191 «La gente humilde a la que traicionan estas páginas complacientes».

192 La muerte: el punto de vista del narrador-niño.

194 La ruina de la casa natal: el pasado es irrecuperable.

195 La abuela acude al nacimiento de Madeleine con la Reliquia de los Peluchet.

196 Especulando sobre la corta vida de Madeleine.

197 La enfermedad y muerte de Madeleine.

198 La muerte de Madeleine convoca a todos los antepasados, vivos y muertos, en especial a los que protagomnizan las distintas Vidas, en una procesión de muertos que solo la muerte puede convocar.

201 «La pequeña muerta, detrás de los rosales».

202 En Manchester, el narrador, ya escritor, escribe su primer cuaderno de notas.

203 Declaración de principios: «¿Ocurrió de verdad? Es cierto: esta inclinación por  el arcaísmo, estos atropellos sentimentales cuando el estilo ya no puede más, esta búsqueda de eufonía anticuada, no son la manera como se expresan los muertos cuando tienen alas, cuando regresan en el verbo puro y la luz. Me temo que eso los haya oscurecido todavía más. El Príncipe de las Tinieblas, bien se sabe, es también el Príncipe de las Potencias del aire; y hacer el ángel le conviene. Está bien; algún día lo intentaré de otro modo. Si me vuelvo a lanzar a perseguirlos, dejaré esta lengua muerta, en la que tal vez no se reconocen».


ANEXO 2: Inventario de citas explícitas y sus procedencias


Vida de André Dufurneau

016 «Por los jardines de palmas». «Royauté», Illuminations, Arthur Rimbaud

022 «El feroz inválido retorno de los países cálidos». «Mauvais sang», Une saison en enfer, Arthur Rimbaud

«El salvajismo lo había acariciado en la cabeza». El corazón de las tinieblas, Joseph Conrad


Vida de Antoine Peluchet


033 «Apesta a cagalera». «Poètes de sept ans», Poésies complètes, Arthur Rimbaud.

041 «Magnífico, total y solitario». «Toast funèbre», Hoimenaje a Théophile Gautier, Stéphane Mallarme.

«Si uno de los hermanos se muestra apegado a algo, importa que inmediatamente sea privado de ello». Regla de San Benito.

046 «Sobrenaturalmente sobrio». L’Impossible, Arthur Rimbaud.

049 «Donde los presidiarios mueren en cantidad». Esplendores y miserias de cortesanas, Honoré de Balzac.

«Lucien Chardon, Vautrin». Las ilusiones perdidas, Honoré de Balzac.

054 «Los prados pintarrajeados de mariposas y flores». Memorias de ultratumba, François-René de Chateaubriand.


Vidas de Eugène y Clara


061 «La máscara y el cuchillo». Tristesse d’Olimpio, Victor Hugo.

061 «Su viejo brazo junto al mío». «Âme, te souvient-il au fond du paradis», Paul Verlaine.

«Viejos amuletos de campesinos». Van Gogh, el suicidado de la sociedad, Antonin Artaud.


Vida de los hermanos Bakroot


090 «Quos ego». Eneida, Virgilio.

091 «Bajo los árboles llenos de una graciosa música». «Âme, te souvient-il au fond du paradis», Paul Verlaine.

092 Citas de Histoire de France, Jules Michelet.

095 «Como el sebo en la carne». El hombre vque quiso ser rey, Rudyard Kipling.

101 «De los años ariscos». La guerre du feu. J.-H. Rosny.

103 La mención a Cartago pertenece a Salammbô; después, en el mismo párrafo, La señora Bovary, Éduard y Pécuchet y La tentación de San Antonio, Gustave Flaubert.

112 «Y solo yo escapé para venir a decírtelo». Cita bíblica extraída de la formulación en Moby Dick, Herman Melville.


Vida del abuelo Foucault


Presencia del libro Procès de Giles de Rais, Georges Bataille, a lo largo de todo el relato; es el libro que acompaña al narrador yb que lee en el hospital.


114 «Caminos de aquí, cargado con mi vicio». «Mauvais sang», Une saison en enfer, Arthur Rimbaud.

120 «El noble hijo». Libro tibetano de los muertos, Padma Sambhava.


Vida de Georges Bandy


133 «Ópera fabulosa». «Alchimie du verbe», Une saison en enfer, Arthur Rimbaud.

137 «La manera más bonita». Albertine desaparecida, Marcel Proust.

«Lettre du voyant». Carta de Arthur Rimbaud.

164 «En el azul adorable», poema del mismo título de Friedrich Hölderlin.

172 «En la sartén de su lengua». Carta de Gustave Flaubert.


Vida de la pequeña muerta


201 «La pequeña muerta, detrás de los rosales». «Enfance II», Illuminations, Arthur Rimbaud.


ANEXO 3: Alusiones explícitas por nombre o por obra


Alain-Fournier   Antonin Artaud  Georges Bataille             Georges Bernanos

Béroul          Louis-Ferdinand Céline  Miguel de Cervantes     Dante

Gustave Flaubert          Jean Froissart             Jean Genet     André Gide

Witold Gombrowicz  Hesíodo             Friedrich Hölderlin    Homero

Joris-Karl Huysmans  Rudyard Kiplig     Louis Lambert     Jules Michelet Molière        Blaise Pascal     Charles Perrault     Abate Prévost

Marcel Proust    Jean Racine   Arthur Rimbaud     J.-H. Rosny

Jean-Paul Sartre    Saint-Paul-Roux                Baruch Spinoza     Robert-Louis Stevenson

Paul Verlaine                   Jules Verne      La Biblia

ANEXO 4: Lectura expandida de literatura francesa


El recuerdo de la infancia en la autobiografía:


Las Confesiones, Jean-Jacques Rousseau, 1782

Por la parte de Swann, Marcel Proust, 1913

La casa de Claudine, Claudette, 1922

Infancia, Nathalie Sarraute, 1983

El Africano, J. M. G. Le Clézio, 2004

El árabe del futuro, Riad Sattouf, 2015


Retratos de gente insignificante:


La Señora Bovary, Gustave Flaubert, 1857

Germinie Lacerteux, Jules y Edmond de Goncourt, 1865

Vidas imaginarias, Marcel Schwob, 1896

Antoine Bloyé, Paul Nizan, 1933

El libro de mi madre, Albert Cohen, 1954

No y yo, Delphine de Vigan, 2007


Listado sugerido por Elsa Rouvière en la edición comentada de Vies minuscules.

Otros recursos en este blog relativos al autor: https://jediscequejensens.blogspot.com/search?q=Pierre+Michon

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