16 de junio de 2025

En la corriente de 'Los dos Beune': El Gran Esturión



El Gran Esturión


Pierre Michon


A comienzos del siglo pasado vivía en el Périgord, en Les Eyzies-de-Tayac o en Rouffignac-Saint-Cernin, un tal Jean Marsan, al que llamaban Jean el Pescador, seguramente porque era un experto sacando del agua a los salmones y a las truchas, a los sábalos. Aquel tipo conocido como Jean el Pescador, campesino pobre o jornalero, como me lo imagino, había encontrado en sus proezas de pesca y en los relatos que hacía de ellas una nobleza y una riqueza simbólicas que su nacimiento le había negado, y era el candidato perfecto para sentirse atraído por esa otra riqueza puramente simbólica, que siempre había existido pero que solo entonces empezaba a llamar la atención y que agitaba a toda la región: los tesoros prehistóricos ocultos en las grutas. Estaba perfectamente capacitado para que lo contrataran en una de aquellas anárquicas excavaciones que empezaban a proliferar por aquel entonces. Fue contratado. Y un buen día de 1912 descubrió, junto al abrigo Lartet en la Gorge d’Enfer, al levantar la vista hacia el techo de una gruta aún sin nombre, un bajorrelieve de un metro de largo. Un salmón. En definitiva, su presa preferida. Gracias a esa presa, esa modesta gruta aparece en los libros eruditos y en las guías con el nombre de Abrigo del Pez; y las guías no dejan de añadir que fue descubierta por Jean el Pescador, «cuyo nombre estaba predestinado a ello». Y lo era, sin duda. Y es gracias a ese mismo Jean Marsan, a ese pescador superlativo, en el agua como sobre la roca, que usted me pide, querido Romain Bondonneau, unas líneas para este número de Sédiments dedicado a los animales.

Me explico. En los años noventa tenía en mente un relato, L'Origine du monde, cuyos verdaderos protagonistas, los que regían toda la organización ficticia, debían ser lo que Lévi-Strauss llamaba animales «buenos para pensar»: un zorro, unas carpas, una grulla, un caballo tártaro. Yo dudaba sobre el lugar donde hacerlos desplegarse y apañárselas entre ellos, aparearse o devorarse. ¿Dónde ponerlos?

El azar quiso que me regalaran por entonces el voluminoso Álbum de las grutas decoradas francesas del Paleolítico. Lo hojeé. Se abrió, como por sí solo, en la página 154. Leí: Abrigo del Pez. Vi reproducido a toda página el salmón de piedra que remonta incesantemente el curso del tiempo, la cabeza algo erguida, la línea dorsal recta, la ventral convexa, una flecha, el nadador prodigioso. Leí: «Al retomar la excavación en 1912, Jean Marsan, llamado Jean el Pescador (con un nombre predestinado…) descubrió…».

Comprendí que había dado con la ubicación. El lugar exacto. El polo magnético de la animalidad: el departamento de Dordoña. Solo tenía que tomar prestado el nombre maravillosamente emblemático de Jean el Pescador, convertirlo en un personaje contemporáneo, no ya descubridor de grutas, sino pescador superlativo, pescador arcaico, un cazador-recolector anacrónico, como dicen los etnólogos. Aquel hacia el que acudían truchas y carpas porque, como escribí en ese texto, «había visto en sueños al Gran Esturión». Hacia él saltaron sin hacerse rogar mis animales fantásticos: el zorro y la grulla y los pequeños caballos tártaros. Y, para redondearlo, llamé a ese relato La Grande Beune, el nombre del riachuelo del lugar, al que di las proporciones de un río antiquísimo, la corriente mitológica, el Vézère.

La Dordoña no es un lugar. Es más que un lugar.

Lo que existe allí, bajo tierra, tiene algo de enigmático.

En un búnker a media ladera, a doscientos metros del Vézère, cerrado a cal y canto como lo están las reservas de oro estadounidense de Fort Knox —patrón oro, el United States Bullion Depositary, encerrado tras cuatro compuertas—, yace el patrón animal universal. El patrón oro. El patrón piel y hocico y cuerno. Aquel cuya ausencia haría quizá que todos los animales de la Tierra —las vacas con sus terneros, las ciervas con sus cervatillos, los perros que nos tranquilizan y las serpientes que nos espantan, los pequeños lirones y los grandes caballos, incluso las humildes arañas— perdieran todo sentido y valor, se disolvieran en un sueño o en un simulacro, del mismo modo en que quizá perdió todo sentido y valor la fortaleza de Fort Knox desde que, hacia 1970, algunos doctos economistas decretaran la fluctuación generalizada de las monedas y el oro dejó de respaldarlas.

Fort Knox sigue ahí, sin embargo. Aunque el oro ya no exista, es bueno conservar el símbolo. E incluso doblar la guardia. Con tanques, tropas armadas hasta los dientes, compuertas.

Tras las cuatro compuertas de Lascaux, pues, reina en la oscuridad el patrón animal universal. A quienes cruzan las compuertas y encienden la luz se les revelan como verdad las tres ideas que quizá sean esencias, quizá valores, quizá solo creencias, habladurías: la animalidad, el arte, el origen.

Estas tres grandes palabras están íntimamente ligadas.

Estos tres imponderables están allí reunidos y enredados como un ovillo.

No podemos desdevanarlo. ¿De qué hilo tirar? ¿De la animalidad, la bestia que somos y no somos? ¿Del arte, es decir, la belleza y la justeza que circulan milagrosamente desde nuestros sentidos y nuestro cerebro a nuestra mano? ¿El origen? ¿El origen de qué?

Todas esas preguntas en las que se agota en vano desde hace tres mil años el galimatías filosófico y desde hace algo menos el acercamiento científico, no son sino la espuma burbujeante en los flancos de las grandes bestias, una concreción accidental comparable a los mohos que aparecieron sobre las pinturas y que hicieron objetivamente necesaria la instalación de las compuertas, la reclusión incomunicada, que quizá devuelve esas figuras a su destino primero: no ser vistas.

Me gusta pensar en el instante en que, tras marcharse los paleontólogos y los geólogos, apagadas las linternas, las grandes figuras animales dejan de ser visibles. Están en la noche, en su noche, que es su lugar. No hay más preguntas.

En la oscuridad, para nadie. Sin destinatario. Aisladas en sí mismas. Fueron invisibles, claro está, para el hombre moderno, antes de su descubrimiento. Pero también puede pensarse que fueron hechas con el propósito de no ser vistas, o para serlo muy esporádicamente, no en todo momento, no por cualquiera. Para entrar en el búnker hacía falta una llave maestra. El viejo chamán probablemente arrojó esa llave al Vézère.

En la oscuridad, para nadie: como esos animales primitivos que desarrollan un aparato morfológico deslumbrante que ni ellos ni sus congéneres pueden ver por falta de ojos, ya que carecen de ellos. La mayoría de los moluscos marinos no ven sus resplandecientes conchas. Los etólogos llaman a esas brillantes construcciones apariencias sin destinatario. Sin embargo, los moluscos ciegos las fabrican, para nada, quizá por la belleza del gesto, una pura pérdida para su especie, una pura ganancia para la diversidad ilegible del mundo. A diferencia de la escritura, la caverna pintada es como esas conchas: sirve para almacenar forma, no para hacerla circular. Para bloquear el sentido y el valor, no para compartirlos. Es oro, no papel moneda.

Las grandes vacas saltan suspendidas: no se las ve. El Gran Esturión duerme. Solo se lo ve en sueños. Él es el patrón. No está ahí para nadie. Sobre esa ausencia, las especies y los relatos crecen y se multiplican. Él lo permite. Todo en orden.

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Texto aparecido en Sédiments 3, « Bestiaire périgourdin », Romain Bondonneau (dir.), 2015. Recogido en Cahiers Pierre Michon 2: Dans le courant des Deux Beune. VV. AA. Association des Amis de Pierre Michon-Presses Universitaires de Rennes, 2024

Forografía del encabezamiento: https://www.sites-les-eyzies.fr/decouvrir/abri-du-poisson


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