17 de junio de 2025

Funámbulo mayúsculo. Otras lecturas

 

Guy Boley y el abismo necesario: ‘Funámbulo mayúsculo’ o el arte de caminar sin red

El escritor francés Guy Boley es el autor de 'Funámbulo mayúsculo' (Shangrila).
El escritor francés Guy Boley es el autor de 'Funámbulo mayúsculo' (Shangrila). / MEDITERRÁNEO

Shangrila publica esta carta que el autor francés le dedica a Pierre Michon, seguido por la respuesta del propio Michon a la misiva, con traducción de Joan Flores Constans.

Hay libros que no se escriben para ser leídos, sino para ser ofrecidos, como quien extiende una mano temblorosa sobre el alambre flojo que separa el vivir del decir. Tal es el caso de Funámbulo mayúsculo (Shangrila), esa breve y desbordante carta que Guy Boley le dirige a su amigo Pierre Michon (y que ha sido traducida por ese entusiasta de las letras francesas como es Joan Flores Constans). Una carta que no solo es un homenaje, sino una confesión sin escudo. Un equilibrista, como bien nos recuerda el título, no actúa: se expone.

Confidencias que son memorias

Desde las primeras líneas, Boley nos sumerge en esa zona de peligro que Maurice Blanchot nombró como el umbral —ese lugar en que el escritor, al escribir, se da de nuevo la vuelta, como si intuyera que más allá del texto está el desastre. Pero Boley no se detiene. Al contrario: lo abraza. Nos dice —sin decirlo del todo— que escribir es también una forma de fracasar con dignidad. Que en cada palabra hay vértigo. Que el oficio de escribir, si es que tal cosa existe, no es un oficio sino una caída prolongada.

La escritura, para este escritor francés, es un acto incesante de equilibrio precario. Y es aquí donde la metáfora del funambulista (profesión que el mismo Boley ejerció) adquiere toda su potencia: porque no hay literatura sin riesgo, sin esa cuerda que vibra bajo los pies, sin esa conciencia de que cualquier frase mal dada puede hacernos caer en la nada.

Lo dice con la ternura y la crudeza de quien sabe que ha sobrevivido a sí mismo, que ha escrito para no ahogarse, aunque sin esperar la salvación. «Escribir toda la vida enseña a escribir. No salva de nada», recuerda, citando a Duras. 

Este breve texto no se lee, se escucha. Tiene el tono de las confidencias que uno se permite solo de noche, cuando ya no hay que fingir firmeza.La figura de Michon, el «funámbulo mayor», sirve de eje pero también de espejo: Boley no solo lo admira, se mide con él. Como esos adolescentes que desafían al ídolo no para derribarlo, sino para que los mire. Y, sin embargo, hay algo que los une por debajo de las palabras: la conciencia de que escribir es una forma de caminar en el aire. En esa cuerda tendida entre los tejados de su infancia, donde ningún libro tenía derecho de entrada, Boley habla también de su genealogía: de ese primer ejemplar de Las Contemplaciones, adquirido con la ingenuidad del autodidacta y la rabia de quien intuye que la belleza puede doler. Y es que en Funámbulo mayúsculo no hay impostura: hay cuerpo. Hay memoria. Hay una honestidad que desarma. Escribir, aquí, no es una pose, sino una manera de estar suspendido en el mundo.

Boley se pregunta —como Montaigne— por qué escribir y no simplemente vivir. Pero no hay respuesta. Porque esa es precisamente la tragedia del escritor verdadero: el que no elige la escritura, sino que es elegido por ella. Y es esa especie de maldición o de destino lo que convierte esta carta en un acto de amor y de entrega. Amor a la literatura, sí, pero también al fracaso necesario que implica buscar la palabra justa y saber, al mismo tiempo, que esa palabra no existe. Y así, en su oscilación entre la nostalgia y el vértigo, nos deja suspendidos, como él, sobre el hilo invisible de lo que no se puede decir del todo. Funámbulo mayúsculo es una invitación a mirar hacia abajo, a entender que cada escritor auténtico es alguien que arriesga el alma en cada frase. Que camina, sin red, hacia un lugar del que tal vez no regrese. 

Guy Boley lo sabe. Y aún así, escribe.

Eric Gras Eric Gras 17 MAY 2025 7:00

16 de junio de 2025

En la corriente de 'Los dos Beune': El Gran Esturión



El Gran Esturión


Pierre Michon


A comienzos del siglo pasado vivía en el Périgord, en Les Eyzies-de-Tayac o en Rouffignac-Saint-Cernin, un tal Jean Marsan, al que llamaban Jean el Pescador, seguramente porque era un experto sacando del agua a los salmones y a las truchas, a los sábalos. Aquel tipo conocido como Jean el Pescador, campesino pobre o jornalero, como me lo imagino, había encontrado en sus proezas de pesca y en los relatos que hacía de ellas una nobleza y una riqueza simbólicas que su nacimiento le había negado, y era el candidato perfecto para sentirse atraído por esa otra riqueza puramente simbólica, que siempre había existido pero que solo entonces empezaba a llamar la atención y que agitaba a toda la región: los tesoros prehistóricos ocultos en las grutas. Estaba perfectamente capacitado para que lo contrataran en una de aquellas anárquicas excavaciones que empezaban a proliferar por aquel entonces. Fue contratado. Y un buen día de 1912 descubrió, junto al abrigo Lartet en la Gorge d’Enfer, al levantar la vista hacia el techo de una gruta aún sin nombre, un bajorrelieve de un metro de largo. Un salmón. En definitiva, su presa preferida. Gracias a esa presa, esa modesta gruta aparece en los libros eruditos y en las guías con el nombre de Abrigo del Pez; y las guías no dejan de añadir que fue descubierta por Jean el Pescador, «cuyo nombre estaba predestinado a ello». Y lo era, sin duda. Y es gracias a ese mismo Jean Marsan, a ese pescador superlativo, en el agua como sobre la roca, que usted me pide, querido Romain Bondonneau, unas líneas para este número de Sédiments dedicado a los animales.

Me explico. En los años noventa tenía en mente un relato, L'Origine du monde, cuyos verdaderos protagonistas, los que regían toda la organización ficticia, debían ser lo que Lévi-Strauss llamaba animales «buenos para pensar»: un zorro, unas carpas, una grulla, un caballo tártaro. Yo dudaba sobre el lugar donde hacerlos desplegarse y apañárselas entre ellos, aparearse o devorarse. ¿Dónde ponerlos?

El azar quiso que me regalaran por entonces el voluminoso Álbum de las grutas decoradas francesas del Paleolítico. Lo hojeé. Se abrió, como por sí solo, en la página 154. Leí: Abrigo del Pez. Vi reproducido a toda página el salmón de piedra que remonta incesantemente el curso del tiempo, la cabeza algo erguida, la línea dorsal recta, la ventral convexa, una flecha, el nadador prodigioso. Leí: «Al retomar la excavación en 1912, Jean Marsan, llamado Jean el Pescador (con un nombre predestinado…) descubrió…».

Comprendí que había dado con la ubicación. El lugar exacto. El polo magnético de la animalidad: el departamento de Dordoña. Solo tenía que tomar prestado el nombre maravillosamente emblemático de Jean el Pescador, convertirlo en un personaje contemporáneo, no ya descubridor de grutas, sino pescador superlativo, pescador arcaico, un cazador-recolector anacrónico, como dicen los etnólogos. Aquel hacia el que acudían truchas y carpas porque, como escribí en ese texto, «había visto en sueños al Gran Esturión». Hacia él saltaron sin hacerse rogar mis animales fantásticos: el zorro y la grulla y los pequeños caballos tártaros. Y, para redondearlo, llamé a ese relato La Grande Beune, el nombre del riachuelo del lugar, al que di las proporciones de un río antiquísimo, la corriente mitológica, el Vézère.

La Dordoña no es un lugar. Es más que un lugar.

Lo que existe allí, bajo tierra, tiene algo de enigmático.

En un búnker a media ladera, a doscientos metros del Vézère, cerrado a cal y canto como lo están las reservas de oro estadounidense de Fort Knox —patrón oro, el United States Bullion Depositary, encerrado tras cuatro compuertas—, yace el patrón animal universal. El patrón oro. El patrón piel y hocico y cuerno. Aquel cuya ausencia haría quizá que todos los animales de la Tierra —las vacas con sus terneros, las ciervas con sus cervatillos, los perros que nos tranquilizan y las serpientes que nos espantan, los pequeños lirones y los grandes caballos, incluso las humildes arañas— perdieran todo sentido y valor, se disolvieran en un sueño o en un simulacro, del mismo modo en que quizá perdió todo sentido y valor la fortaleza de Fort Knox desde que, hacia 1970, algunos doctos economistas decretaran la fluctuación generalizada de las monedas y el oro dejó de respaldarlas.

Fort Knox sigue ahí, sin embargo. Aunque el oro ya no exista, es bueno conservar el símbolo. E incluso doblar la guardia. Con tanques, tropas armadas hasta los dientes, compuertas.

Tras las cuatro compuertas de Lascaux, pues, reina en la oscuridad el patrón animal universal. A quienes cruzan las compuertas y encienden la luz se les revelan como verdad las tres ideas que quizá sean esencias, quizá valores, quizá solo creencias, habladurías: la animalidad, el arte, el origen.

Estas tres grandes palabras están íntimamente ligadas.

Estos tres imponderables están allí reunidos y enredados como un ovillo.

No podemos desdevanarlo. ¿De qué hilo tirar? ¿De la animalidad, la bestia que somos y no somos? ¿Del arte, es decir, la belleza y la justeza que circulan milagrosamente desde nuestros sentidos y nuestro cerebro a nuestra mano? ¿El origen? ¿El origen de qué?

Todas esas preguntas en las que se agota en vano desde hace tres mil años el galimatías filosófico y desde hace algo menos el acercamiento científico, no son sino la espuma burbujeante en los flancos de las grandes bestias, una concreción accidental comparable a los mohos que aparecieron sobre las pinturas y que hicieron objetivamente necesaria la instalación de las compuertas, la reclusión incomunicada, que quizá devuelve esas figuras a su destino primero: no ser vistas.

Me gusta pensar en el instante en que, tras marcharse los paleontólogos y los geólogos, apagadas las linternas, las grandes figuras animales dejan de ser visibles. Están en la noche, en su noche, que es su lugar. No hay más preguntas.

En la oscuridad, para nadie. Sin destinatario. Aisladas en sí mismas. Fueron invisibles, claro está, para el hombre moderno, antes de su descubrimiento. Pero también puede pensarse que fueron hechas con el propósito de no ser vistas, o para serlo muy esporádicamente, no en todo momento, no por cualquiera. Para entrar en el búnker hacía falta una llave maestra. El viejo chamán probablemente arrojó esa llave al Vézère.

En la oscuridad, para nadie: como esos animales primitivos que desarrollan un aparato morfológico deslumbrante que ni ellos ni sus congéneres pueden ver por falta de ojos, ya que carecen de ellos. La mayoría de los moluscos marinos no ven sus resplandecientes conchas. Los etólogos llaman a esas brillantes construcciones apariencias sin destinatario. Sin embargo, los moluscos ciegos las fabrican, para nada, quizá por la belleza del gesto, una pura pérdida para su especie, una pura ganancia para la diversidad ilegible del mundo. A diferencia de la escritura, la caverna pintada es como esas conchas: sirve para almacenar forma, no para hacerla circular. Para bloquear el sentido y el valor, no para compartirlos. Es oro, no papel moneda.

Las grandes vacas saltan suspendidas: no se las ve. El Gran Esturión duerme. Solo se lo ve en sueños. Él es el patrón. No está ahí para nadie. Sobre esa ausencia, las especies y los relatos crecen y se multiplican. Él lo permite. Todo en orden.

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Texto aparecido en Sédiments 3, « Bestiaire périgourdin », Romain Bondonneau (dir.), 2015. Recogido en Cahiers Pierre Michon 2: Dans le courant des Deux Beune. VV. AA. Association des Amis de Pierre Michon-Presses Universitaires de Rennes, 2024

Forografía del encabezamiento: https://www.sites-les-eyzies.fr/decouvrir/abri-du-poisson


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9 de junio de 2025

Passeggiate. De viaje por Italia


Passeggiate. De viaje por Italia. Gregor von Rezzori. Temporal Casa Editora, 2025
Selecció, edición y traducción de José Aníbal Campos.
Epílogo de Jan Wilm y José Aníbal Campos

Antes de escribir estas Notas de Lectura, debo dejar constancia de algunas circunstancias —no excusas— que, estoy seguro, condicionan mi percepción de este texto y de otros muchos a los que me he asomado, a lo largo de los años, desde el desconocimiento del entorno —político, económico, pero también literario— y del desconocimiento de los actores principales de la literatura de esa parte, tan precisa y a la vez tan indeterminada, de Europa. 

La primera es el reconocimiento de mi ignorancia con respecto a la literatura de la Europa central; si exceptuamos a Peter Handke, Thomas Bernhard, Robert Musil, Franz Kafka y algún otro, no he leído sistemáticamente y, por tanto, no conozco en profundidad, a ningún escritor originario de esa región. En segundo lugar, debo confesar también que llegué a la literatura de Gregor von Rezzori inexplicablemente tarde: mi primera lectura fue, allá por 2011, Edipo en Stalingrado; después siguieron Sobre el acantilado y otros relatos y La muerte de mi hermano Abel, el responsable de mi adhesión al rezzorismo; solo posteriormente afronté la lectura de «La Gran Trilogía» y de la mayor parte de sus traducciones al castellano. Finalmente, esta circunstancia estrechamente asociada a la lectura de este Passeggiate, debo también confesar que mi experiencia lectora del austrohúngaro se ha visto afectada por un deslumbramiento cegador —más del entendimiento que de la vista— del que he sido consciente, por primera vez, al emprender la lectura de esta selección de textos circunstanciales —permítaseme el adjetivo; no implica juicio de valor ninguno—; el responsable de esa fascinación es el citado La muerte de mi hermano Abel, una de las mejores novelas europeas sobre Europa que he leído, y su influencia me ha condicionado, especialmente a la hora de tomar en consideración, nueve años después de mi última lectura de Rezzori, una obra menor, este conjunto de textos seleccionados por su traductor al castellano. ¿Las razones? En primer lugar, para un lector principalmente de novela, el formato de las narraciones, por más que exista una unidad temática que justifica la recopilación de textos; pero también ciertas particularidades con respecto a las cuales, como residente en una zona turística —aunque de ínfima calidad comparada con la Toscana o Roma—, me siento especialmente sensible. 

Pero dejémonos de introducciones vanas y centrémonos en el texto.

La situación administrativa de Rezzori —aunque descendiente de la aristocracia siciliana y residente en Italia durante más de treinta años— le inscribe en el impreciso grupo de los extranjeros en tierra ajena; esta circunstancia, neutra a todos los efectos ajenos a la literatura en lo que concierne a estas Notas de Lectura, puede ser favorable cuando permite alejarse del condicionamiento patrio y adquirir una perspectiva de la que carecen los aborígenes, pero cuenta con el inconveniente, más antropológico que literario —en este último caso, puede ser un punto a favor; apuesto a que lo es, en el caso de Rezzori—, de limitar la visión de las fuentes autóctonas y de adoptar, discriminadamente, el prisma del urbanita colonizador atraído por una imagen que él mismo, con su presencia, aniquilará. 

Bien, decía que soy especialmente sensible a ciertos aspectos del fenómeno de los que en nuestros días, haciendo uso y abuso de la estupidez semántica —y de la otra, universal y absoluta, mucho más grave—, se han dado en llamar expats. En todo caso, el de Rezzori me parece el caso de la visión, entre admirada y crítica, pero siempre complaciente, del observador que quiere mantener su extranjeridad justo lo suficiente para preservar su objetividad, pero que procura acelerar su integración para que su percepción se mantenga exenta de prejuicios; al mismo tiempo, es justo reconocer que el carácter pícaro, luminoso y cordial del autor se ajusta perfectamente al temperamento toscano —y, por extensión, italiano, al menos desde Roma hacia el sur—, probablemente como ningún otro descendiente del imperio austrohúngaro, encapotado y gélido, podría pretender. Estas circunstancias, que pueden comprometer el producto de esa interacción, constituyen, en el caso de Rezzori, la mayor muestra de la clarividencia de la que puede hacer gala un escritor en su contexto vital y literario: no importa cómo describe su visión, sino dónde se posa esta. Es un acierto del antólogo que el primer texto, casi, conceptualmente, una introducción al volumen, esté dedicado al estudio que el autor erigió en su casa italiana y que contiene una de las tesis principales bajo cuya formulación y desarrollo puede emprenderse la lectura de Passeggiate: la transformación de un espacio —que puede ser el estudio de Rezzori, pero también la Toscana o Italia entera— para dedicarlo a una actividad para la que no fue ni ideado ni construido, pero conservando la arquitectura soberana cuya destrucción provocaría un hueco en el tiempo que borraría la época en que fue erigido y el lapso en que se dedicó a la actividad para la que fue edificado.

«Nos preguntamos entonces qué hace que un fragmento de arquitectura antigua sea tan imponente a lo largo de los siglos. ¿Acaso lo mismo que confiere tanto poder al arte, es decir, su enorme presencia? ¿Es necesario que el arte de hoy arremeta contra toda la tradición? ¿Forma parte de sus tareas combatir el historicismo? ¿Se trata de una forma legítima de inmolación de la que, como el ave fénix, se alza siempre un presente renovado?».

Rezzori es consciente de que la existencia del turismo provoca el enfrentamiento —a veces tácito, otras explícito— de dos modalidades que personifican la divergencia en la relación con el espacio: el turista que se desplaza miles de kilómetros buscando, entre oleadas de sujetos semejantes, la réplica exacta de su medio habitual, y aquel desgraciado habitante de cualquier destino turístico cuya máxima aspiración es recuperar su propio espacio, recobrar la sobriedad, en todos los sentidos, una vez que las ansiosas hordas de turistas han regresado a la confortabilidadc de su patria, su lengua, sus costumbres y sus hábitos. Una dicotomía semejante a la que existe entre turista y aborigen se halla también en el caso de la actitud del extranjero ante el espacio foráneo; a pesar de citarlo en varias ocasiones en el texto «Aquel verano...», no puede haber dos visiones más encontradas de Venecia que la de Rezzori y la de Thomas Mann; una de las razones, que pueden deducirse del texto es que  Rezzori parte del punto de vista veneciano, mientras que para Mann, Venecia no es más que un decorado.

«Esos personajes podrían llevar la vestimenta de cualquier época escogida al azar —blusones y albarcas, jubones y tabardos, bombachos y cuellos de foque—, que seguirían siendo los mismos: toscanos de figura invariable a través de los siglos, enjutos y de huesos finos, tenaces como las raíces de un olivo, con perfiles como los pìntados por Giotto o, más tarde, por Paolo Ucello y Piero della Francesca. El tiempo parece haber perdido su poder ante ellos, expirar ante los viejos muros y no tener demasiada importancia».

En su texto sobre Roma, tal vez el mejor y más literario del volumen, el autor especula sobre la decadencia de la capital del imperio; distintamente de la vigencia del esplendor de Venecia, Florencia o Siena, el declive tal vez sea debido a que su esplendor fue tan fugaz como la época de la dolce vita; no la de la sociedad romana de la década de 1950, sino la de la descripción, engañosa y falsamente optimista, de la películoia de Fellini. La capacidad analítica de Rezzori se pone de manifiesto en el relato de su visión de los romanos como almas en pena condenadas a tolerar la presencia ineluctable de sus antepasados históricos que, desde sus tumbas monumentales, convertidas en ruinas pero que conservan su grandeza, siguen rigiendo sus vidas.

«Uno evoca enseguida la imagen de Goethe, con sombrero de ala ancha y guardapolvo, instalado en medio de un paisaje pintoresco: el silencio de las ruinas de un pasado sublime, envuelto en aromas de tomillo, serrado por el canto de las cigarras, transportado dulce y melancólicamente por el sonido de una lejana flauta de pastor. Hoy lo sacaría de allí una ambulancia con ruido de sirenas y luces azuladas y lo trasladaría a la clínica psiquiátrica más próxima».

Esa es una Roma inaccesible al foráneo, que dedicará su atónita mirada a las ruinas del pasado esplendoroso y no sabrá percibir —lo tendrá enfrente, pero su mirada no está predispuesta para verlo— las ruinas del presente.

«Probablemente fue eso lo que dio a Roma su apelativo de Ciudad Eterna: esos restos esparcidos por doquiera, excavados, etiquetados y explicados con esmero, como para una clase práctica, nos hablan, ya sea en su disposición en capas o imbricados e incrustados unos con otros, de épocas de poder y explendor en número parejo al de las épocas de catástrofes y verdaderos cataclismos. En otras palabras: nos hablan de tantos apocalipsis como renacimientos universales. Y por muy distintos que fueran esos muros renacidos una y otra vez, y al margen de las formas divergentes con las que expresamos su singularidad, podemos ver en ellos  una clara continuidad que es específicamente romana. Es la autóctona dialéctica entre la vulgaridad y la imaginación».

Rezzori, un Rezzori distinto del de La muerte de mi hermano Abel, ejerce de analista social, no limitándose, por tanto, a la anécdota, sino captando el espíritu de una ciudad que no se puede abarcar enteramente ni resumir sin perder el carácter que la hace Eterna. La belleza no está en el objeto, donde la busca el turista ignorante aplastado por la grandeza de lo que le rodea desde su ilusoria posición de superioridad, sino en la capacidad que posee de evocar —y, a la vez, de rendir homenaje a— un pasado que el transcurso del tiempo y la insignificancia apisonadora del presente han convertido en legendario.

«Tal vez se la llame la Ciudad Eterna porque nunca ha estado del todo en el presente, porque ha vivido siempre entre el ayer y el hoy, en una tierra de nadie del tiempo, por así decir. La fantasía de esta ciudad, su clara locura meridiana, la hace aparecer a veces como un negativo: como en el cine expresionista se representaba el más allá. La culpa la tiene, naturalmente, el cielo sobre Roma. Su luz cegadora. Sus reflejos e ilusiones ópticas. Hay horas —temprano por la mañana y al atardecer— en cuyo azul turquesa todo pierde de repente su gravedad. Sobre el suelo de una plaza con dos fuentes de belleza soñadora flota el Palazzo Farnese, y en torno al edificio todo nada hacia lo incierto, como si la ciudad entera se pusiera en entredicho». 

La decadencia de Nápoles —recuérdese su florecimiento, en tiempos del virreinato español— es identificada como una versión meridional y avanzada en el tiempo del fin del imperio austrohúngaro, aunque el propio autor señala, explícita o tácitamente, algunas diferencias: en Austria sobrevivió, aunque expoliada de sus títulos y desterrada o huida, estacional o de forma permanente, a tierras de clima más suave, parte de la antigua nobleza; en Nápoles, solo sobrevivieron las piedras: los palacios se convirtieron en colmenas de viviendas humildes y los edificios sagrados en sanctasantórum de un chocante sincretismo religioso de base étnica; unos dioses que quizás compartieron morada en el pasado pero que la cruel intransigencia del cristianismo enemistó para después, caídos los imperios y reducida la Iglesia a un dispensador de intolerancia, volvieron a encontrarse, olvidaron sus diferencias y, como el antiguo príncipe, que tuvo que enajenar su palacio porque su grandeza permanecía pero su liquidez había fenecido, y el modesto taxista gritón que había ocupados algunas estancias del malogrado palacio por un alquiler irrisorio, retomaron su relación como si no hubiera sucedido nada.

«El taxista y el príncipe charlaban animados en el mismo dialecto, con la vivaz y campechana facundia de la bonhomía: eran como dos hermanos en distinta indumentaria. Entre tanto, nos habíamos adentrado en un laberinto de callejuelas cada vez más estrechas, sombrías e intrincadas, aprisionadas entre los imponentes y desmorodanizos muros de palacios, iglesias y conventos, ceñidas a cada lado por los recantones de unos enormes arcos de piedra, entre cuyas fauces colgaban los tendederos de ropa y las jaulas de pájaros, todo bajo la luz oblicua del sol, mientras a su sombra martilleaban los artesanos, alborotaban enjambres de niños o se ocultaban figuras de aspecto sospechoso».

Es en Nápoles donde, de nuevo, surge el urbanita-colono que piensa que porque él se halla en la mejor situación que podía soñar, todo el mundo a su alrededor debería sentirse agradecido por disfrutar de esa misma situación, olvidando que, para el campesino condenado a una vida de la que no puede evadirse, el urbanita trasladado al campo para llevar una vida auténtica, es la víctima perfecta de sus timos

El autor no puede sustraerse a la tentación de discriminar entre el sur y el norte. La gran diferencia entre el origen de Rezzori y el sur de Italia convierte su mirada en una reflexión antropológica sostenida desde la incuestionable superioridad del nórdico y no exenta de cierta condescendencia; nada que ver con su concepto de Milán, a la que casi despoja de su italianidad y no puede evitar mirar con el recelo del que sospecha que podría considerarse ya no en el mismo estado de desarrollo que cualquier ciudad mediana del finiquitado imperio de donde procede. En Milán, la condescendencia va dejando su lugar a una sana envidia.

«Sea como fuere, uno de los destinos de mi existencia es que se iniciara tan pronto como para dar a la vieja Austria la oportunidad de dejar en ella una huella traumática. Por eso la busco ahora en todas partes, es decir: intenbto reconstruirme. En ese sentido, Milán rentabiliza mi inversión. Muchas de las cosas que yo consideraba específicamente austríacas (y no me refiero solo a la milanesa, la famosa variación del filete empanado vienés, el Wiener Schnitzel), las reconozco ahora como productos importados en su momento desde aquí. Cosas que aquí existen todavía, que viven todavía aquí. En pocas palabras, muchos aspectos de esta ciudad se ofrecen como escenarios de fondo para todo lo que de mí  ha devenido fantasma».

Toda selección, al igual que los libros de relatos, tienen sus altibajos; me ha parecido un poco prescindible, a pesar de sus cualidades, el texto sobre Milán; es cierto que es muy personal, muy autobiográfico, y solo estas circunstancias ya lo hacen interesante, pero literariamente queda por debajo de la media. De igual modo, el texto titulado «Italia» contiene, para mi gusto, demasiados tópicos, no siempre bien explicitados y, además, expuestos formulariamente.

Pero tanto esa mirada por encima del hombro y la premura con que despacha esos textos que acabo de mencionar quedan compensadas sobradamente por la fluidez de quien domina el arte de la narrativa en todas sus variantes y sabe que, con independencia del gusto de sus lectores —y de este lector en particular—, el estilo de los textos debe adecuarse al objeto narrativo: ni Passeggiate es La muerte de mi hermano Abel ni «Italia» es «Sobre el acantilado». Tal vez a los rezzorianos imbatibles este Passeggiate les sepa a poco; harán mal en perdérselo, sería como no aprovechar, por su origen humilde, el pan sobre el cual extender esos incomparables crostini neri.

«Cuando el palio, premio y trofeo de la carrera, es portado delante de la muchedumbre, se produce un repentino silencio, todo queda inmóvil, es un instante de tensión, como las cuerdas de un laúd a la espera de la mano que lo hará sonar. El sol va en retirada, casi toca ya el borde del óvalo de este ruedo, hace que refuljan por última vez los cenicientos tejados de pizarra y los rojos ladrillos de los palacios. Parece detenerse allí, al borde del día, y dejar caer su luz para hacer diáfana la abstracción».

Otros artículos en este blog relativos a Gregor von Rezzori: https://jediscequejensens.blogspot.com/search?q=Gregor+von+Rezzori

4 de junio de 2025

El Nobel Claude Simon no tiene quien le edite

 


Les Éditions de Minuit acaba de publicar en un solo volumen las dos primeras novelas de Claude Simon, Le tricheur y La corde raide, publicadas originalmente por éditions du Sagittaire en 1945 y 1947.

Este acontecimiento literario de primer orden, la reedición de los dos primeros textos de un escritor fundamental de la corriente del Nouveau Roman, premio Nobel de literatura en 1985, me ha recordado un artículo de Elena Hevia en El Periódico de 2017. No quiero ni pensar lo que hubiese sucedido si esos manuscritos se hubieran mandado a diecinueve —o veintinueve, o treinta y nueve— editoriales españolas: actualmente, que yo sepa, no existe ningún título de Claude Simon disponible en castellano.

El Nobel Claude Simon no tiene quien le edite

Un admirador envió a diecinueve editoriales un manuscrito anónimo del prestigioso autor francés y fue rechazado en todos los casos.

Demostrar que hoy la literatura solamente presta atención al libro de consumo era la intención de una apuesta que cruzaron dos amigos franceses, Serge Volle y un escritor famoso cuyo nombre no ha trascendido. El primero es un devoto lector del escritor Claude Simon, gloria de las letras francesas, premio Nobel de Literatura en 1985 y también cultivador de una literatura compleja. Del segundo solo se sabe que es un escritor muy conocido. Ambos se carteaban desde hace años y entre ellos surgió la siguiente pregunta: ¿Sería hoy Simon publicado si nadie lo conociera y él enviara su manuscrito a una editorial?

Para ver qué ocurría, Volle envió las primeras cincuenta páginas del manuscrito de la novela Le Palace  a diecinueve editoriales grandes y pequeñas y seis meses más tarde han dado a conocer los resultados. La lamentable cosecha ha sido que siete editores no han dado la menor respuesta y doce han rechazado el texto directamente. Uno de los editores —los autores de la treta no han querido que su nombre trascienda— escribió en la carta de rechazo: «Las frases no están acabadas, lo que hace que el lector pierda el hilo completamente». También aluden a los personajes que «no están bien diseñados» y que la narración no permite la elaboración de una «verdadera intriga».

La novela en cuestión, Le Palace , publicada en 1962, se inscribe en el movimiento literario del Nouveau Roman, de carácter experimental, y describe la espera en Barcelona de un grupo de combatientes voluntarios republicanos, cuando la ciudad estaba agitada por los conflictos entre los anarquistas y los republicanos. Le Palace  alude al café y al cine situados en el Passeig de Gràcia y entre los personajes se encuentra un trasunto de George Orwell. En su momento el estilo del autor, que sigue la técnica del collage, fue vinculado al de Marcel Proust, por la sinuosidad de su escritura.  Su obra está presente en la Bibliothèque de la Pléiade.

Serge Volle se ha mostrado muy satisfecho con su trampa: «Era una forma de sondear la calidad de aquellos que presiden los comités de lectura en las pequeñas y grandes editoriales actuales. Hoy el concepto de libro de usar y tirar es lo que está en boga». Y recuerda la frase de Marcel Proust que aseguraba que «si quieres que te editen, primero procura ser famoso». Y de eso también sabía mucho Proust porque cuando el primer tomo de A la busca del tiempo perdido fue enviado a Gallimard, el escritor André Gide, uno de los mejores lectores del sello, devolvió el ejemplar con la anotación: «No puedo comprender que un hombre dedique treinta páginas para describir cómo da vueltas en su cama antes de conciliar el sueño». Por suerte para la literatura, con los años en la editorial corrigieron el tiro y lo incorporaron a su catálogo. 

https://www.elperiodico.com/es/ocio-y-cultura/20171213/nobel-claude-simon-edicion-trampa-6492870

2 de junio de 2025

En la corriente de 'Los dos Beune': «Por fin voy a escribir esa gran novela»

 


«Por fin voy a escribir esa gran novela»


Pierre Michon


La Grande Beune nació, implícitamente, de un encargo. Admiraba (y en eso no he cambiado) a Jacques Réda. Ya no recuerdo cómo había logrado acercarme a él, pero de vez en cuando nos veíamos. Me había regalado un pequeño oficial de espahí de plomo (compartimos ese fetichismo). A menudo me pedía, sin insistir, un texto para la Nouvelle Revue Française, que entonces dirigía.

«Voy a escribirla por fin, esa gran novela», me dije, «voy a lanzarme a ciegas sobre cualquier cosa, a trabajar desde el Inconsciente, y entregaré las primeras páginas a la revista de Réda». De hecho, encontré muy pronto un punto de partida: El origen del mundo (ese era el título que tenía previsto), con las dos acepciones que estos términos implican: el origen del hombre —Lascaux, las cuevas— y el origen del mundo tal como lo vio Courbet, el sexo de la mujer. Había que unir ambas cosas, en cierto modo. El origen del hombre, la obsesión por los comienzos (del lenguaje, sobre todo, del ser hablante) ha sido una de mis fijaciones desde la infancia, y quizá tenga que ver con que no tuve padre; o no. Uno de mis modelos paternales me ayudó en ello: el abad Bandy, el de Vies minuscules, Brandy en la realidad, estaba apasionado por esa rama del saber, como muchos curas en aquella época; me dio, cuando yo era niño, un número de Sciences et avenir dedicado al tema, que todavía conservo. Así pues: el ser parlante que comienza a hablar. Y no hace falta ser muy lacaniano para relacionar el origen del lenguaje con el sexo de la mujer: ¿qué es eso, ahí, que se abre en lugar de brotar, esa falta o ese exceso disfrazado de falta? Así fue como se hizo el alfabeto, diría Kipling.

Tenía trabajo por delante con ese «cualquier cosa» que era justo lo contrario de cualquier cosa, pero avanzando desde el Inconsciente, sí. Puse la acción en un pueblo que conocía, Castelnau, en el Lot, que desplacé un poco hacia el sur, hacia los grandes yacimientos, las grutas, Lascaux; aunque ese pueblo recreado también debe mucho a Mourioux, donde mi madre daba clases. Encontré enseguida, en un mapa del sacrosanto Vézère paleolítico, el nombre milagroso del río —de los dos ríos, más bien—, la Grande y la Petite Beune: le di al Vézère el nombre de ese arroyo (costó bastante encontrarlo cuando fuimos a hacer fotos in situ para Libé), perfecto; tenía ese nombre el sonido algo bovino que le gustaba a Flaubert, bovino y femenino, Bovary, y me hacía pensar también en los dos célebres ríos de Dakota, el Little Big Horn y el Big Horn, en cuya confluencia Crazy Horse, el siux, le arrancó la cabellera al general Custer. Otra forma de arcaísmo, el indio americano, el otrora primitivo, que también está presente en este libro, viene de ahí. Había que situar allí al narrador y a sus héroes. Al narrador lo encontré de inmediato: el maestro aturdido que llega de noche, en autobús. Pero ¿qué iba a hacer con él? Por aquel entonces pensaba mucho en L'Apprenti sorcier, el hermoso librito perverso  de François Augiéras, con sus abades obsesos en el Périgord Negro; también pensaba en Boucher, la película de Chabrol, la historia de un asesino de niños y una maestra, que mezcla la brutalidad sexual con las cavernas pintadas, justo como intuía que iba a hacer yo. Pero necesitaba un obseso sexual simple, no un sádico asesino: solo un pequeño perverso sádico, como dicen los psicoanalistas. Terminé por desdoblarlo: por un lado, el maestro, el obseso reprimido; por otro, Jeanjean, el obseso sin freno, el pequeño perverso amante y amado, el amo y señor satisfecho, el falso nihilista que dice sí a todo en este mundo, porque está satisfecho. El amo y señor del lenguaje. El chamán fundador, el pintor de Lascaux. Y en medio, el blanco de todos los deseos, la razón de ser: la estanquera ataviada, maquillada, en lo alto de sus tacones, en un altar, con un nombre cuya inicial es un delta púbico, Y, la abertura de Courbet. Le debe mucho al físico de Ava Gardner; también tiene, aunque morena, muchos rasgos de la Milady marcada de Los tres mosqueteros, y no entiendo por qué algunos la ven gorda: gigante, sí, como un fantasma, pero gorda, no. Ella es La Grande Beune (Jean-Baptiste Harang escribió con acierto que «suena como la hembra de El gran Meaulnes»); el río, es su goce interminable. El mundo no es, a su alrededor, más que la erección que provoca.

Es un texto erotómano de cabo a rabo, lo he comentado mucho por todas partes, no hace falta insistir más. No es la «gran novela» prevista. Pienso a menudo en escribir su continuación.

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Publicado por primera vez en: «Pierre Michon par lui-même. La Panoplie littéraire». Décapage 51, automne hiver 2014. Recogido en Cahiers Pierre Michon 2: Dans le courant des Deux Beune. VV. AA. Association des Amis de Pierre Michon-Presses Universitaires de Rennes, 2024.

La fotografía del encabezamiento corresponde al espahí de plomo que regaló Jacques Réda al autor.


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