Antes de escribir estas Notas de Lectura, debo dejar constancia de algunas circunstancias —no excusas— que, estoy seguro, condicionan mi percepción de este texto y de otros muchos a los que me he asomado, a lo largo de los años, desde el desconocimiento del entorno —político, económico, pero también literario— y del desconocimiento de los actores principales de la literatura de esa parte, tan precisa y a la vez tan indeterminada, de Europa.
La primera es el reconocimiento de mi ignorancia con respecto a la literatura de la Europa central; si exceptuamos a Peter Handke, Thomas Bernhard, Robert Musil, Franz Kafka y algún otro, no he leído sistemáticamente y, por tanto, no conozco en profundidad, a ningún escritor originario de esa región. En segundo lugar, debo confesar también que llegué a la literatura de Gregor von Rezzori inexplicablemente tarde: mi primera lectura fue, allá por 2011, Edipo en Stalingrado; después siguieron Sobre el acantilado y otros relatos y La muerte de mi hermano Abel, el responsable de mi adhesión al rezzorismo; solo posteriormente afronté la lectura de «La Gran Trilogía» y de la mayor parte de sus traducciones al castellano. Finalmente, esta circunstancia estrechamente asociada a la lectura de este Passeggiate, debo también confesar que mi experiencia lectora del austrohúngaro se ha visto afectada por un deslumbramiento cegador —más del entendimiento que de la vista— del que he sido consciente, por primera vez, al emprender la lectura de esta selección de textos circunstanciales —permítaseme el adjetivo; no implica juicio de valor ninguno—; el responsable de esa fascinación es el citado La muerte de mi hermano Abel, una de las mejores novelas europeas sobre Europa que he leído, y su influencia me ha condicionado, especialmente a la hora de tomar en consideración, nueve años después de mi última lectura de Rezzori, una obra menor, este conjunto de textos seleccionados por su traductor al castellano. ¿Las razones? En primer lugar, para un lector principalmente de novela, el formato de las narraciones, por más que exista una unidad temática que justifica la recopilación de textos; pero también ciertas particularidades con respecto a las cuales, como residente en una zona turística —aunque de ínfima calidad comparada con la Toscana o Roma—, me siento especialmente sensible.
Pero dejémonos de introducciones vanas y centrémonos en el texto.
La situación administrativa de Rezzori —aunque descendiente de la aristocracia siciliana y residente en Italia durante más de treinta años— le inscribe en el impreciso grupo de los extranjeros en tierra ajena; esta circunstancia, neutra a todos los efectos ajenos a la literatura en lo que concierne a estas Notas de Lectura, puede ser favorable cuando permite alejarse del condicionamiento patrio y adquirir una perspectiva de la que carecen los aborígenes, pero cuenta con el inconveniente, más antropológico que literario —en este último caso, puede ser un punto a favor; apuesto a que lo es, en el caso de Rezzori—, de limitar la visión de las fuentes autóctonas y de adoptar, discriminadamente, el prisma del urbanita colonizador atraído por una imagen que él mismo, con su presencia, aniquilará.
Bien, decía que soy especialmente sensible a ciertos aspectos del fenómeno de los que en nuestros días, haciendo uso y abuso de la estupidez semántica —y de la otra, universal y absoluta, mucho más grave—, se han dado en llamar expats. En todo caso, el de Rezzori me parece el caso de la visión, entre admirada y crítica, pero siempre complaciente, del observador que quiere mantener su extranjeridad justo lo suficiente para preservar su objetividad, pero que procura acelerar su integración para que su percepción se mantenga exenta de prejuicios; al mismo tiempo, es justo reconocer que el carácter pícaro, luminoso y cordial del autor se ajusta perfectamente al temperamento toscano —y, por extensión, italiano, al menos desde Roma hacia el sur—, probablemente como ningún otro descendiente del imperio austrohúngaro, encapotado y gélido, podría pretender. Estas circunstancias, que pueden comprometer el producto de esa interacción, constituyen, en el caso de Rezzori, la mayor muestra de la clarividencia de la que puede hacer gala un escritor en su contexto vital y literario: no importa cómo describe su visión, sino dónde se posa esta. Es un acierto del antólogo que el primer texto, casi, conceptualmente, una introducción al volumen, esté dedicado al estudio que el autor erigió en su casa italiana y que contiene una de las tesis principales bajo cuya formulación y desarrollo puede emprenderse la lectura de Passeggiate: la transformación de un espacio —que puede ser el estudio de Rezzori, pero también la Toscana o Italia entera— para dedicarlo a una actividad para la que no fue ni ideado ni construido, pero conservando la arquitectura soberana cuya destrucción provocaría un hueco en el tiempo que borraría la época en que fue erigido y el lapso en que se dedicó a la actividad para la que fue edificado.
«Nos preguntamos entonces qué hace que un fragmento de arquitectura antigua sea tan imponente a lo largo de los siglos. ¿Acaso lo mismo que confiere tanto poder al arte, es decir, su enorme presencia? ¿Es necesario que el arte de hoy arremeta contra toda la tradición? ¿Forma parte de sus tareas combatir el historicismo? ¿Se trata de una forma legítima de inmolación de la que, como el ave fénix, se alza siempre un presente renovado?».
Rezzori es consciente de que la existencia del turismo provoca el enfrentamiento —a veces tácito, otras explícito— de dos modalidades que personifican la divergencia en la relación con el espacio: el turista que se desplaza miles de kilómetros buscando, entre oleadas de sujetos semejantes, la réplica exacta de su medio habitual, y aquel desgraciado habitante de cualquier destino turístico cuya máxima aspiración es recuperar su propio espacio, recobrar la sobriedad, en todos los sentidos, una vez que las ansiosas hordas de turistas han regresado a la confortabilidadc de su patria, su lengua, sus costumbres y sus hábitos. Una dicotomía semejante a la que existe entre turista y aborigen se halla también en el caso de la actitud del extranjero ante el espacio foráneo; a pesar de citarlo en varias ocasiones en el texto «Aquel verano...», no puede haber dos visiones más encontradas de Venecia que la de Rezzori y la de Thomas Mann; una de las razones, que pueden deducirse del texto es que Rezzori parte del punto de vista veneciano, mientras que para Mann, Venecia no es más que un decorado.
«Esos personajes podrían llevar la vestimenta de cualquier época escogida al azar —blusones y albarcas, jubones y tabardos, bombachos y cuellos de foque—, que seguirían siendo los mismos: toscanos de figura invariable a través de los siglos, enjutos y de huesos finos, tenaces como las raíces de un olivo, con perfiles como los pìntados por Giotto o, más tarde, por Paolo Ucello y Piero della Francesca. El tiempo parece haber perdido su poder ante ellos, expirar ante los viejos muros y no tener demasiada importancia».
En su texto sobre Roma, tal vez el mejor y más literario del volumen, el autor especula sobre la decadencia de la capital del imperio; distintamente de la vigencia del esplendor de Venecia, Florencia o Siena, el declive tal vez sea debido a que su esplendor fue tan fugaz como la época de la dolce vita; no la de la sociedad romana de la década de 1950, sino la de la descripción, engañosa y falsamente optimista, de la películoia de Fellini. La capacidad analítica de Rezzori se pone de manifiesto en el relato de su visión de los romanos como almas en pena condenadas a tolerar la presencia ineluctable de sus antepasados históricos que, desde sus tumbas monumentales, convertidas en ruinas pero que conservan su grandeza, siguen rigiendo sus vidas.
«Uno evoca enseguida la imagen de Goethe, con sombrero de ala ancha y guardapolvo, instalado en medio de un paisaje pintoresco: el silencio de las ruinas de un pasado sublime, envuelto en aromas de tomillo, serrado por el canto de las cigarras, transportado dulce y melancólicamente por el sonido de una lejana flauta de pastor. Hoy lo sacaría de allí una ambulancia con ruido de sirenas y luces azuladas y lo trasladaría a la clínica psiquiátrica más próxima».
Esa es una Roma inaccesible al foráneo, que dedicará su atónita mirada a las ruinas del pasado esplendoroso y no sabrá percibir —lo tendrá enfrente, pero su mirada no está predispuesta para verlo— las ruinas del presente.
«Probablemente fue eso lo que dio a Roma su apelativo de Ciudad Eterna: esos restos esparcidos por doquiera, excavados, etiquetados y explicados con esmero, como para una clase práctica, nos hablan, ya sea en su disposición en capas o imbricados e incrustados unos con otros, de épocas de poder y explendor en número parejo al de las épocas de catástrofes y verdaderos cataclismos. En otras palabras: nos hablan de tantos apocalipsis como renacimientos universales. Y por muy distintos que fueran esos muros renacidos una y otra vez, y al margen de las formas divergentes con las que expresamos su singularidad, podemos ver en ellos una clara continuidad que es específicamente romana. Es la autóctona dialéctica entre la vulgaridad y la imaginación».
Rezzori, un Rezzori distinto del de La muerte de mi hermano Abel, ejerce de analista social, no limitándose, por tanto, a la anécdota, sino captando el espíritu de una ciudad que no se puede abarcar enteramente ni resumir sin perder el carácter que la hace Eterna. La belleza no está en el objeto, donde la busca el turista ignorante aplastado por la grandeza de lo que le rodea desde su ilusoria posición de superioridad, sino en la capacidad que posee de evocar —y, a la vez, de rendir homenaje a— un pasado que el transcurso del tiempo y la insignificancia apisonadora del presente han convertido en legendario.
«Tal vez se la llame la Ciudad Eterna porque nunca ha estado del todo en el presente, porque ha vivido siempre entre el ayer y el hoy, en una tierra de nadie del tiempo, por así decir. La fantasía de esta ciudad, su clara locura meridiana, la hace aparecer a veces como un negativo: como en el cine expresionista se representaba el más allá. La culpa la tiene, naturalmente, el cielo sobre Roma. Su luz cegadora. Sus reflejos e ilusiones ópticas. Hay horas —temprano por la mañana y al atardecer— en cuyo azul turquesa todo pierde de repente su gravedad. Sobre el suelo de una plaza con dos fuentes de belleza soñadora flota el Palazzo Farnese, y en torno al edificio todo nada hacia lo incierto, como si la ciudad entera se pusiera en entredicho».
La decadencia de Nápoles —recuérdese su florecimiento, en tiempos del virreinato español— es identificada como una versión meridional y avanzada en el tiempo del fin del imperio austrohúngaro, aunque el propio autor señala, explícita o tácitamente, algunas diferencias: en Austria sobrevivió, aunque expoliada de sus títulos y desterrada o huida, estacional o de forma permanente, a tierras de clima más suave, parte de la antigua nobleza; en Nápoles, solo sobrevivieron las piedras: los palacios se convirtieron en colmenas de viviendas humildes y los edificios sagrados en sanctasantórum de un chocante sincretismo religioso de base étnica; unos dioses que quizás compartieron morada en el pasado pero que la cruel intransigencia del cristianismo enemistó para después, caídos los imperios y reducida la Iglesia a un dispensador de intolerancia, volvieron a encontrarse, olvidaron sus diferencias y, como el antiguo príncipe, que tuvo que enajenar su palacio porque su grandeza permanecía pero su liquidez había fenecido, y el modesto taxista gritón que había ocupados algunas estancias del malogrado palacio por un alquiler irrisorio, retomaron su relación como si no hubiera sucedido nada.
«El taxista y el príncipe charlaban animados en el mismo dialecto, con la vivaz y campechana facundia de la bonhomía: eran como dos hermanos en distinta indumentaria. Entre tanto, nos habíamos adentrado en un laberinto de callejuelas cada vez más estrechas, sombrías e intrincadas, aprisionadas entre los imponentes y desmorodanizos muros de palacios, iglesias y conventos, ceñidas a cada lado por los recantones de unos enormes arcos de piedra, entre cuyas fauces colgaban los tendederos de ropa y las jaulas de pájaros, todo bajo la luz oblicua del sol, mientras a su sombra martilleaban los artesanos, alborotaban enjambres de niños o se ocultaban figuras de aspecto sospechoso».
Es en Nápoles donde, de nuevo, surge el urbanita-colono que piensa que porque él se halla en la mejor situación que podía soñar, todo el mundo a su alrededor debería sentirse agradecido por disfrutar de esa misma situación, olvidando que, para el campesino condenado a una vida de la que no puede evadirse, el urbanita trasladado al campo para llevar una vida auténtica, es la víctima perfecta de sus timos
El autor no puede sustraerse a la tentación de discriminar entre el sur y el norte. La gran diferencia entre el origen de Rezzori y el sur de Italia convierte su mirada en una reflexión antropológica sostenida desde la incuestionable superioridad del nórdico y no exenta de cierta condescendencia; nada que ver con su concepto de Milán, a la que casi despoja de su italianidad y no puede evitar mirar con el recelo del que sospecha que podría considerarse ya no en el mismo estado de desarrollo que cualquier ciudad mediana del finiquitado imperio de donde procede. En Milán, la condescendencia va dejando su lugar a una sana envidia.
«Sea como fuere, uno de los destinos de mi existencia es que se iniciara tan pronto como para dar a la vieja Austria la oportunidad de dejar en ella una huella traumática. Por eso la busco ahora en todas partes, es decir: intenbto reconstruirme. En ese sentido, Milán rentabiliza mi inversión. Muchas de las cosas que yo consideraba específicamente austríacas (y no me refiero solo a la milanesa, la famosa variación del filete empanado vienés, el Wiener Schnitzel), las reconozco ahora como productos importados en su momento desde aquí. Cosas que aquí existen todavía, que viven todavía aquí. En pocas palabras, muchos aspectos de esta ciudad se ofrecen como escenarios de fondo para todo lo que de mí ha devenido fantasma».
Toda selección, al igual que los libros de relatos, tienen sus altibajos; me ha parecido un poco prescindible, a pesar de sus cualidades, el texto sobre Milán; es cierto que es muy personal, muy autobiográfico, y solo estas circunstancias ya lo hacen interesante, pero literariamente queda por debajo de la media. De igual modo, el texto titulado «Italia» contiene, para mi gusto, demasiados tópicos, no siempre bien explicitados y, además, expuestos formulariamente.
Pero tanto esa mirada por encima del hombro y la premura con que despacha esos textos que acabo de mencionar quedan compensadas sobradamente por la fluidez de quien domina el arte de la narrativa en todas sus variantes y sabe que, con independencia del gusto de sus lectores —y de este lector en particular—, el estilo de los textos debe adecuarse al objeto narrativo: ni Passeggiate es La muerte de mi hermano Abel ni «Italia» es «Sobre el acantilado». Tal vez a los rezzorianos imbatibles este Passeggiate les sepa a poco; harán mal en perdérselo, sería como no aprovechar, por su origen humilde, el pan sobre el cual extender esos incomparables crostini neri.
«Cuando el palio, premio y trofeo de la carrera, es portado delante de la muchedumbre, se produce un repentino silencio, todo queda inmóvil, es un instante de tensión, como las cuerdas de un laúd a la espera de la mano que lo hará sonar. El sol va en retirada, casi toca ya el borde del óvalo de este ruedo, hace que refuljan por última vez los cenicientos tejados de pizarra y los rojos ladrillos de los palacios. Parece detenerse allí, al borde del día, y dejar caer su luz para hacer diáfana la abstracción».
Otros artículos en este blog relativos a Gregor von Rezzori: https://jediscequejensens.blogspot.com/search?q=Gregor+von+Rezzori