3 de agosto de 2024, en Donnafugata
Excelencia, permitidme que me dirija directamente a vos: Don Fabrizio Corbera, Príncipe de Salina, es un honor ser recibido, al fin, en vuestra residencia de Donnafugata.
Ante todo, debo decir que estoy encantado. En realidad, ¿no es nuestro encuentro, en sí mismo, un encantamiento? Es un cuento de hadas, estamos entre espíritus. Príncipe, vos sois el sueño de un autor que os hizo morir en paz en 1888 en un hotel de Palermo. Y qué alegría: semioculto tras vuestra colosal complexión, vuestros hercúleos pasos, él también está aquí esta noche, el «viejo gordo», el espectro que os soñó, vuestro «autor», Su Excelencia el Príncipe Giuseppe Tomasi di Lampedusa, que también murió en paz convertido en «un montoncito de polvo lívido», en Roma, en 1957, cuando yo tenía doce años.
Y yo, de hecho, que no puedo estar entre vosotros, ¿no soy también un espectro? Toda persona ausente tiene algo de fantasma. Aunque no esté muerto ni sea un Príncipe.
¿Acaso somos algo más que sombras, nosotros mismos, encerradas en un castillo en ruinas, como la literatura, como Sicilia, como Europa?
No. Nosotros no estamos bailando ninguna danza macabra: nuestro encuentro encantado demuestra, aquí, al contrario, que nada está en ruinas, ni la literatura, ni Sicilia, ni Europa.
Por supuesto, no podremos derrotar la insensata idea de Nación. No restauraremos la aristocracia de la virtud, si es que alguna vez existió. Ninguno de nosotros tres mejorará a la humanidad.
Pero hemos podido y podremos siempre conmoverla. Porque somos escritores. Multiplicadores de emociones. El corazón de cada uno latirá más deprisa cada vez que evoquemos nuestro vals con Angélica, a la que no hemos podido expresar nuestro amor. Cada uno reirá tristemente cada vez que pongamos en escena a una clase social que asciende al poder, a los indignos y desafortunados advenedizos.
A veces incluso encontramos nuevas formas o nuevos temas para emocionarnos. La literatura sigue llena de habitaciones inexploradas, tanto en el pasado como en el futuro; y como vos dijisteis, don Fabrizio Salina, «un palacio en el que se conocieran todas las habitaciones no sería digno de ser habitado».
Dejemos que Salina sueñe con bailar un vals o con cazar perdices. Me gustaría decirle solo a usted, Giuseppe di Lampedusa, lo que ya sabe, que las Vies minuscules no alcanzan las alturas monumentales de su Gattopardo. Sin embargo, creo que compartimos algunos rasgos.
Tenemos gusto por una ruralidad arcaica. No importa que este gusto esté sociológicamente alejado debido a nuestros respectivos nacimientos y a la lucha de clases: usted se inclina por los señores, yo por los siervos, los advenedizos. Eso no nos separa: compartimos la idea de que la opinión es una forma de miopía.
Compartimos un uso eufórico, exaltado, de la literatura. Usted dice «llorar lágrimas de belleza» cuando lee los versos más hermosos. A mí me pasa lo mismo.
Pero nuestro eclecticismo como lectores es tan total que puede manifestarse perfectamente como asentimiento a todo lo que se ha escrito o como indiferencia.
Seamos lectores o autores, reconocemos un estilo por su corpulencia: usted prefiere los textos que llama «magros», secos y vívidos, como los de Stendhal, a los «gordos», adjetivados y metafóricos, como los de Proust. Estoy de acuerdo en este punto, pero lo cierto es que nos gusta tanto Ptoust como Stendhal, a usted y a mí.
Usted deplora que Il Gattopardo sea un libro gordo, igual que todo Shakespeare, es cierto. Y como Vies minuscules, aunque yo sea físicamente delgado.
¿Quizá sea porque nuestro arte absorbe las influencias opuestas, tanto las de los flacos como las de los gordos?
Tenemos, sobre nuestras obras, el mismo criterio mudable. Pasamos de una vanidad burlesca, que nos hace proclamar «habiendo escrito esto, somos dioses», al disgusto más profundo de una confesión: «nuestra literatura es una porquería».
Sobre todo, usted lo ha dicho a menudo del Gattopardo lo mismo que yo de Vies minuscules: se trata de libros escritos «en estado de gracia», como independientemente de su autor, suspendidos, venidos de lo más profundo de la especie o de más allá de la especie. Nos jactamos, indudabemente, de ello.
Pero silencio. Mi mensajera nos lleva de la mano. Unámonos a Salina bajo la «sublime normalidad de los cielos» y saludemos a todos nuestros amigos aquí reunidos para beber marsala a nuestra salud de espectros.
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