El salón del perejil gigante. Gilles Clément. Ediciones Elba, 2024 Traducción de Natalia Zarco Le salon des berces. Éditions Robert Laffont, 2009 |
«Sin darme cuenta, estoy al mando de una casa de cinco hectáreas en la que solo cien metros cuadrados tienen un tejado».
Expulsado de su casa por su propio padre, Gilles Clément emprende, mapa en mano, la búsqueda de la que tendrá que ser su morada, un nuevo lugar para quedarse. Debe ser habitable, pero es imprescindible que cumpla una condición: debe estar rodeada por un terreno en el que sea posible construir un jardín. Clément atraviesa el sur de Francia de este a oeste y de mar a mar durante dos años sin repetir ningún lugar; ante la imposibilidad práctica de encontrar lo que busca, vuelve a su Creuse natal, ese entorno en el que conoce «a todas las familias y a todos los perros por su nombre».
«A lo largo del camino de Pillemongin algunos manzanos tardíos bordean los huertos donde todavía se crían gansos y aves de corral; las bouchures [setos de separación de campos y prados] guían la mirada y los pasos como rieles naturales y frágiles. Un petirrojo me sigue y me precede, los frutos rojos de la nueza negra y la Bryonia se mezclan con las bayas tempranas del pequeño acebo; el grito lejano de un buitre, el trino de los gorriones, el paso de las grullas, su migración regular hacia el sur. Así se suceden las músi-cas del paisaje en los alrededores de la granja Fressignaud, en este día transparente en que los sonidos estallan en la pureza del aire».
Allí se reencuentra con viejos conocidos, gente apegada a una tierra a la que no se le ofrece la oportunidad de ser fértil, perdidos en un tiempo que se detuvo siglos atrás —un retraso que el tractor, sustituto de la yunta de bueyes y el arado, no puede soslayar—, pero que se renueva para ubicar a cada generación sin que el desfase temporal se haga evidente.
«Esta granja es mi tierra: el resumen de un paisaje áspero y generoso que opone su equilibrio y su desconfianza a la arrogante civilización. Es mi refugio en el oleaje, un antiguo precinto resistente a las borrascas, el centro geográfico de un mapa mental. Y por eso vuelvo como un animal, calculando la distancia cada vez mayor que me aleja sin lograr jamás despegarme».
La vida rural está en regresión. La mitad de los campos ya no se cultivan, los barbechos disimulan el abandono progresivo e ininterrumpido de la actividad agrícola y las praderas se convierten en baldíos porque ya no existen ganaderías que encuentren allí sus pastos. Clément lamenta la involución, pero el despoblamiento puede facilitar su busca. La pobreza, aunque ya no queden ni razones ni excusas para enemistarse, ha acentuado la hostilidad entre los vecinos, y ciertos topónimos se han perdido, sustituidos por un despectivo e inconcreto allí, aunque los lugares sigan existiendo.
«Decido acercarme por allí de inmediato. Los brezos tapizan la roca y la bruma disipada deja ver el lago desde la cantera. Una minúscula herida cubierta de musgos y helechos bajo un roble retorcido que acaba en un rellano. Las vistas al sur se abren hacia el río Creuse sin mostrar rastros de civilización, de la orilla umbría a las copas dentadas de las acacias y los viejos castaños».
La descolonización ha provocado cambios en el paisaje que lo hacen irreconocible; las parcelas agrícolas han aumentado su superficie, pero el bosque ha exigido una creciente cuota de espacio, provocando, en palabras de Clément, una «inversión del paisaje».
Finalmente, con el auxilio de enemistades arcaicas, Clément encuentra su lugar, un valle rodeado por un pequeño bosque; ahora solo queda convertirlo en su hogar, sin que para ello sea imprescindible alzar una edificación.
«Así es la "casa" con sus habitaciones y sus tabiques: el seto encorvado, reliquia de la cerca; el roble antiguo donde rompen las pendientes, pivote del edificio; el bosquecillo claro y el monte bajo, una techumbre dispersa; el prado de la Grand'Roche en voladizo, un rellano para dormir, y en todas partes "el agua corriente" cruzando el valle a lo largo hasta la gran bañera, el lago».
Pero la construcción es indispensable para sobrevivir al frío y a la lluvia. Enfrentado a la Administración por sus exigencias burocráticas, Clément, una vez concebido el jardín, empieza, con la ayuda de algunos amigos, a construir el habitáculo. Para ello, reutilizará materiales abandonados, de cuando la región era pobre y que se descartaron en las nuevas construcciones porque recordaban esa pobreza, y piedra, el material más próximo a la tierra, el que puede utilizarse inmediatamente después de ser extraído.
«Obra salvaje, sin grandilocuencia, donde cada uno de nosotros lleva a cabo una colaboración a su medida. No hay tiempo para frenar el ardor. El entorno humano —el vecin-dario— considera esto como un simple delirio, un brote de acné, un capricho condenado a desaparecer con el tiempo. Delirio serio y sólido: uso del mortero con generosidad. Lo preparo a mano en pequeñas cantidades y lo llevo en carretilla hasta el pie de los cimientos. En mi ausencia, los más escépticos vienen a observar la evolución de la obra; los más amigables se aventuran allí-dentro cuando estoy trabajando y podemos hablar».
Clément distingue tres formas de construir una casa: la que se ha convertido en convencional, planos y cálculo, hormigón y hierro, prefabricados, velocidad y eficiencia, la uniformidad; la tradicional, la de la Creuse, en este caso, la albañilería secular con sus reglas implícitas y encubiertas, la heterogeneidad; y la caótica, sin reglas, sin presupuestos, la pieza única. La nómina de partícipes en la obra —a los que cita en su totalidad al final del libro, nombre, apellido y cometido— es de lo más variopinta: Loulou, el albañil jubilado que debe aprobar las obras; Mon Petit, su esposa, a cargo de quien corre la primera limpieza a fondo y la certificación del fin de obra; Benjamín el poeta, que bebe agua pero acepta vino, especialista en el Magdaleniense y coleccionista de dobles faces; los habitantes de las casas cercanas, que llegan sin avisar con el solo propósito de charlar; los viejos propietarios, siempre en domingo, incluso cuando Clément no está. Pero la casa avanza hacia su finalización, se cubren aguas y se realiza una incipiente instalación de electricidad, con «la combinación de bruscas fantasías y técnicas precisas».
«Simone [una lugareña que cuida de la iglesia y de los curas] se desentiende de los rumores, sus ojos claros ya han visto muchos y, además, su tío abuelo, así se lo digo, sí, señor Clément, podría haber sido papa. Por un voto. Un solo voto, ¿se da usted cuenta? Me doy cuenta y entonces comprendo que se trata de una historia sin fin en la que yo represento una minúscula parte, la de un pueblo como cualquier otro donde los creyentes se consideran ministros de un ensueño. Desde la noche de los tiempos se escribe el libro de las cosmogonías en el que los humanos, convencidos del fulgor inicial —una suerte de Big Bang de los dioses—, inventan, cada uno desde su puesto, una creación del mundo y luego una religión para honrar y perfeccionar ese ensueño. No hay ninguna razón para que eso se detenga».
Sin embargo, también surgen los problemas, derivados, en su mayor parte, de la falta de trabajo profesional de los policías, de la envidia de algunos de los vecinos —sobre todo de los estacionales— y de viejas enemistades de otros tiempos y otros lugares. Pero, en definitiva, nada que no pueda arreglarse, en principio, con una amigable charla y una aún más amigable copa.
«Nos tomamos una copa, caso cerrado. Todo ese barullo, todo ese polvo levantado sin el mínimo huracán. Nada más que una venganza camuflada favorecida por las circunstancias, en la que los policías tomados como rehenes han seguido una pista sin fundamento. Descubro la política».
La electricidad significa progreso pero, ¿qué progreso y a qué precio? ¿De veras son imprescindibles tantos aparatos eléctricos? En el valle, no hace tanto tiempo que se vivía sin electricidad; y sin televisión, un aparato diabólico que marcó el fin de una generación, que ni la comprendía ni la supo usar jamás; uno de esos aparatos que no vinieron a cubrir ninguna necesidad y que, precisamente por esta razón, se ha hecho imprescindible para aquellos que han nacido bajo su signo; pero completamente inútil para las gentes que sintieron invadida su intimidad por ese ojo luminoso siempre abierto de par en par.
«Con la desaparición de la granja Fressignand desaparece el mundo campesino. La gente del campo deja de pisar el campo para situarse por encima, a la altura de los tractores 4x4, encaramados en las cabinas de esos navíos climatizados que aran en un suspiro lo que el Petit Gris [un asno] difícilmente podría alcanzar en una semana. Se aparta de la naturaleza metiéndose en casas reformadas donde no entra ningún animal, donde las moscas se desploman antes de cruzar el umbral, abatidas por nubes de higiene, donde la tempe-ratura controlada por los termostatos se equilibra durante todo el año, donde los conge-ladores rebosan de productos de amplia distribución, donde los huertos y los patios, reducidos a la mínima expresión, persisten en torno a las casas más antiguas como un complemento folclórico a la desaparición del campo».
Ni la falta de suministros, ni la estanqueidad del habitáculo, ni las líneas paralelas y perpendiculares, ni los ajustes de los muebles ni las aberturas que comunican el interior con el exterior —destinadas a aislar, también el uno del otro mediante ese concepto tan extraño, cerramientos— consiguen que esa separación se manifieste en la conciencia del único habitante; una sola consideración, conceptualmente demasiado débil para constituir una categoría y tal vez no puesta en consideración con exce-sivo convencimiento, acaba por imponerse: la diferencia entre lo que está debajo de un tejado y lo que no tiene más tejado que el cielo.
«Por definición, una construcción un día llega a su fin. En la Vallée, el espacio habitado abarca todo el terreno y no solo la superficie reducida de la edificación. Quiero creer que, más allá del edificio y sea cual sea el momento en que llegue a sus límites, el proyecto, en lugar de acabarse, seguirá floreciendo, y a través del jardín, indefinidamente, conducirá la mirada hacia adelante».
Donde termina la obra comienza la vida. La palabra clave es reconciliación, y el último paso hasta llegar a esta es la celebración.
«El sol ilumina uno a uno los farolillos colgados de las ramas del sauce. Oscilan suavemente por encima de la butaca vestida con una falda que la une a la hierba con una pose de estrella. Una mesa de pedestal, un libro abierto, las huellas de una escena representada en el salón del peregil gigante donde los objetos solos hacen que la obra dure. Todos duermen, una ardilla pasa. Un ligero viento mueve las páginas en un sentido, luego en el otro, y comienza de nuevo».
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