Historia de la civilización francesa. Georges Duby y Robert Mandrou. Fondo de Cultura Económica, 1996. Traducción de Francisco González Aramburo |
Para aquellos que pensamos, por supuesto erróneamente, que aquello que llamamos "civilización occidental", a pesar de ser una conquista múltiple, debe la mayor parte de su desarrollo al hexágono francés, y para los que, como este lector, andamos algo endebles en esa rama de la cultura, esta Historia de la civilización francesa, publicada en 1958, suple esas carencias y nos reafirma en la sospecha de que la participación de Francia en el progreso colectivo de occidente es un hecho indiscutible. A continuación, algunos apuntes de la lectura.
El ensayo sitúa el punto de partida en el año 1000, una vez terminada la era de las grandes invasiones y comenzado el período de las conquistas materiales y espirituales. La sociedad de esa época está firmemente estratificada y ligada a la tierra: el campesinado, los hombres libres pobres, los dirigentes y la iglesia, organizada en parroquias, que detentan tanto el poder espiritual como el temporal debido a su prestigio, y se convierten en focos y reservorios de la cultura, aunque la cultura laica cae en la regresión. Entra en escena el feudalismo, la construcción de las primera fortalezas y la aparición de un nuevo actor, el castellano, y derivado de este, los caballeros, un nuevo tipo de nobleza, hereditaria.
El siglo XII trae el progreso de los trabajos del campo; esta inyección de riqueza en el estrado más bajo tuvo consecuencias positivas, hacia arriba, a lo largo de toda la escala. Se favorece el comercio, se generaliza el uso de la moneda, se incrementa la agrupación de la población en ciudades y se añade a la nómina de clases al burgués. El enriquecimiento de los monasterios erige las primeras basílicas románicas y, poco después, ya en las ciudades, las grandes catedrales góticas. La instrucción, que vuelve a los clásicos, se hace más compleja y provoca un renacimiento del conocimiento: la escolástica. Aparece la orden cisterciense para depurar la vida monástica, y los cátaros, aún más radicales. Gracias a la escritura, las lenguas vernáculas se unifican en dos, la langue d'oïl y la langue d'oc; aparece el amor cortés y el germen de lo que acabaría siendo la novela.
El XIII es un siglo de prosperidad urbana y de intercambio comercial en el que florece la burguesía. El dinero se convierte en la fuente de todo poder. Los Capetos se establecen como primera dinastía real; a la muerte de Luis IX, Francia queda constituida como un reino y París como la ciudad de vanguardia destinada a ser su capital.
A finales del siglo XIII se producen tres transformaciones que auguran la llegada del Renacimiento: un cambio de actitud hacia el conocimiento consistente en la aplicación de la reflexión racional a la comprensión del mundo; una nueva concepción del poder político, según la cual el rey tiene que hacer concesiones a los nuevos "Estados" ya que necesita su ayuda para mantener la corona; y un cambio completo en las condiciones económicas con generalización de los impuestos, la inflación y los efectos de la peste negra.
El siglo XV amanece con un renacimiento cultural: pintura, música, poesía, persiguen la dimensión humana, formal y de contenido, con traducciones a la lengua vulgar, una corriente que procede de Italia e irrumpe con una fuerza incontenible. Es el comienzo del despliegue de lo que puede considerarse la civilización francesa en sentido moderno.
En el siglo XVI se produce el despegue definitivo de la evolución de las ciudades, mientras que el campo permanece casi inmutablde y sigue bajo el yugo señorial. Llega la aplicación práctica de la recientemente inventada imprenta y la recogida de los beneficios que facilita la aparición de los marcos principales del desarrollo intelectual urbano, las parroquias, las escuelas y las universidades. El tráfico con América beneficia a Francia, pero solo a algunos, que se convertirán en una clase emergente, los comerciantes y tratadistas que, económica y socialmente, relevarán de su sitial a la vieja y endeudada nobleza de sangre. En el plano cultural, Francia importa de Italia el florecimiento en las ciencias, las artes y la filosofía: el humanismo. La segunda mitad del siglo, sin embargo, es protagonizada por la interminable guerra civil, avivada por las guerras de religión, que terminará con el cambio de la dinastía reinante y el acceso al trono de la familia Borbón.
El siglo XVII puede considerarse el del advenimiento definitivo de la edad moderna en Francia, intelectualmente brillante, socialmente revolucionaria. Descartes se descubre como ser pensante y proclama el valor universal del método matemático. En el otro extremo, el puritano jansenismo se extiende, imparable, desde Port-Royal, impulsado por la adscripción de parte de la nobleza y de personalidades relevantes como Pascal, para hacer frente a los excesos doctrinarios de los jesuitas.
La segunda mitad del siglo XVII, la verdadera época clásica en Francia, coincide con el reinado de Luis XIV, un período fastuoso, a pesar de que no escapó de una guerra permanente y de una crisis económica galopante. El rey acumula todo el poder y lo ejerce, sin que sobreviva ninguna oposición, sobre los tres Estados por igual, desde un Versalles convertido en el centro del mundo político y cultural, incuestionable. Con la intención de esa uniformización, se persigue a los protestantes, a los jansenistas y a los descartianos ―es decir, a los racionalistas―, los únicos opositores que partían de un consolidado marco teórico, un acoso que pondrá las bases para los hechos que sucederán un siglo después.
El siglo XVIII es el siglo de la revolución económica ―mejora de las comunicaciones y racionalización de las explotaciones agropecuarias―, que, unida a la revolución demográfica ―crisis de la monarquía y de las instituciones― y a la humanística ―el conocimiento se hace seductor―, preparan el camino para la verdadera Revolución. Esta recoge los frutos de los siglos anteriores y genera un nuevo espíritu de libertad en los salones, en las salas de lectura, en las academias, en las bibliotecas y en las logias masónicas. El resurgimiento del humanismo se materializa en el movimiento filosófico de la Ilustración y en su obra resultante, L'Encyclopédie.
La Revolución significa no solo la victoria de la voluntad popular sobre los privilegios y el despotismo, sino también el triunfo de la burguesía y la puesta en marcha de un ambicioso programa progresista ―para la época― basado en los tres pilares de la civilización contemporánea: libertad, igualdad, fraternidad. Napoleón, apartándose del espíritu revolucionario, consigue, paradójicamente, sacudir los viejos regímenes y, aunque con una política a menudo errática, dar a luz un nuevo sistema político que pretende extender a todo el continente; es en esa internacionalización donde reside el germen de su derrota, aunque dejó un poso que fue el responsable de anular toda posibilidad de regresar al statu quo anterior a la Revolución, y que hizo fracasar, en Francia, intentos reaccionarios como la Restauración y el Segundo Impero. El período romántico, fértil en rebeliones, alumbrará al socialismo utópico, un primer intento de devolver el poder a los protagonistas de la producción ―aún está por llegar la revolución industral propiamente dicha―, abriendo la perspectiva hacia un porvenir más justo y dando estatuto de validez al pensamiento de clase y a la organización obrera, un Cuarto Estado que tuvo un papel primordial en la revolución de 1848 y en el advenimiento de la Segunda República, determinante en el destino de la civilización francesa contemporánea.
La segunda mitad del siglo XIX lleva consigo la revolución industrial y el advenimiento de una nueva Francia social y económica, en el seno de la Tercera República. En 1833 se establece la obligatoriedad de la enseñanza primaria , que debe ser laica, y en 1880 se pone en plano de igualdad con la masculina la enseñanza secundaria femenina, con lo que termina el poder de la iglesia en la educación: se planta la semilla de lo que será la separación total del poder espiritual y del temporal, uno de los fundamentos de la República, que culminará en la primera decena del siglo XX, en el proceso transformador de la mentalidad más relevante de la historia.
El recién inaugurado siglo XX será testigo de los avances en las ciencias físicas tanto como en las humanas, a los que acompañarán la organización definitiva de la clase obrera y la literatura basada en el yo; los músicos y los pintores rompen los moldes del pasado, pero todo ese progreso civilizatorio se interrumpe con la IGM y sus consecuencias, que se sufrieron hasta el comienzo de la IIGM y el fin, por agotamiento de la Tercera República en julio de 1940; sin embargo, el progreso de la técnica sienta las bases para el florecimiento civilizatorio que sucederá a la posguerra.
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