25 de noviembre de 2019

La escuela católica

La escuela católica. Edoardo Albinati. PRH, 2019
Traducción de Ana Ciurans Ferrándiz
Visito con cierta frecuencia —mayor que la recomendable, menor que la imprencindible— los sitios web de editoriales, siempre por razones profesionales —ver la cubierta, consultar el nombre del traductor, no siempre visible con facilidad, a menudo ausente, comprobar la fecha de publicación o cualquier otra información, eso que da en llamarse "ficha técnica", que, sin tener el volumen a la vista, no hay otra manera de conseguir, ya que los sitios web de los grandes grupos de vendedores de libros se limitan a copiar, cuando incluyen ese tipo de datos en sus fichas, el contenido que publican las editoriales—. Esas visitas meramente informativas tienen como contrapartida no deseada la visión de los aditamentos que los departamentos de marketing —por lo que parece, los verdaderos Directores de los grandes conglomerados editoriales, y no solo, pero sí especialmente, de este país: consúltese, para más información, o con la intención de contraste, la variedad de impresentables fajas que acompañan a los grandes lanzamientos— incluyen en las páginas digitales correspondientes; una información que no me atrevo a calificar de innecesaria y estéril, pero que, en la mayoría de las ocasiones, y esta sí es la parte más censurable, parece destinada a un lector que jamás debería ni tan solo intentar leer el libro en cuestión. ¿He dicho estéril? No, en realidad debería calificarse de inadecuada, cuando no de engañosa y tendenciosa. Viene toda esta reflexión a cuento, y solo como ejemplo, de las frases geniales —algunas con autoría explícita, otras debidas a un indocumentado anónimo— que acompañan a la página editorial de La escuela católica —y que el lector puede consultar en el enlace que figura en la leyenda de la imagen que encabeza este post—. En todo caso, y para que nadie se llame a engaño, Albinati no tiene NADA que ver ni con la epopeya solipsista de Knausgard, ni con la imaginación eyaculativa de Bolaño, ni con las engañosas, aunque algunas logradas, ficcionalizaciones de Carrère, ni mucho menos —en este caso, la comparación debería ser motivo de denuncia judicial— con la sobrevalorada tetralogía de Ferrante; y me disculparán que ahora mismo no tenga ni la conveniente predisposición de ánimo ni tiempo para perder desmontando esas equivalencias tan creativas; en todo caso, y para aferrarme, aunque sea solo por esta vez, a la ficción de una pretendida neutralidad que me veo incapaz de mantener, no voy a entrar en valoraciones literarias ni en recomendaciones cruzadas; ¿la razón? No quiero que nadie se llame a engaño, porque La escuela católica puede ser, a la vez —y excluyo en esa dicotomía cualquier signo de valor—, una experiencia lectora difícilmente replicable para todo aquel que sea capaz —o mantenga la intención— de entrar en su laberinto con la disposición imprescindible —es decir, para aquellos para los que el libro fue escrito—, y una tortura infructuosa, aburrida, deleznable, insultante para el lector equivocado. Y esa distinción pasa a ser la primordial; esa especie de especialización lectora que se promueve desde las editoriales —libros para milenials, libros para géneros alternativos, libros para divorciados; incluso términos que se prescriben como antitéticos, como novela negra o novela de ciencia-ficción, dirigidos a la identificación y enclaustramiento del lector— y que algunas librerías, virtuales y no, estas replicando los errores garrafales de aquellas, siguen con el acriticismo rebañego de la simplificación que debe redundar en aumento de ventas, muestra su vergonzosa desnudez cuando se publican libros que hacen saltarla por los aires, libros inclasificables —solo hay que ver los apartados de "los clientes que compraron este producto también compraron..."— que sustituyen la especialización por la acumulación de "géneros", libros que dejan de ser para y pasar a no ser para.

¿A qué viene esta introducción tan iracunda como cuestionable? A que este lector dimite, en esta ocasión, de redactar las acostumbradas Notas de Lectura; cualquier valoración personal que pudiera  realizar estaría indefectiblemente contaminada por el efecto que ha tenido sobre mí —yo no hago malabarismos con el narrador; quien piensa esto es el mismo que lo escribe, es decir, su autor— la lectura de un libro que, por coincidencias generacionales, de educación y de medio social, me ha interpelado en primera persona —y que, como es lógico, no puedo pretender que suceda con otro lector, como tampoco que la lectura y la valoración del libro dependa, en alguien que no sea yo mismo, de esa frágil coyuntura—.

La información objetiva acerca de La escuela católica (La scuola cattolica, 2016) es la que sigue.

El narrador —el mismo Albinati confiesa que aquel podría no coincidir del todo con su propia persona— rememora su infancia y su primera adolescencia en dos escenarios simultáneos: el burgués barrio de Trieste, en Roma, y el instituto católico San Leone Magno, situado en el mismo barrio y apenas a unos centenares de metros de su casa, la escuela católica del título, en la que cursó la enseñanza media. El marco temporal se estira hasta 1975, cuando el narrador ya ha terminado su ciclo en esa escuela, el año en que tiene lugar la "Masacre del Circeo", uno de cuyos perpetradores estuvo relacionado con el mismo instituto, un hecho que el protagonista siente que le liga con el delito.
«Esta historia comprende otras. Es inevitable. Se ramifica o ya estaba ramificada desde el principio. Se superpone, como le pasa a la vida de las personas. No se puede determinar dónde empiezan y dónde acaban estas vidas y estas personas, pues se trata de relaciones, triángulos, vínculos, transmisiones, cruces, y el principio nunca es el principio porque antes de él ya había algo, como seguirá habiéndolo después de su final. Así pues, en este libro la historia principal casi no se ve: a su alrededor ha crecido la selva de los dónde, cuándo, como si, mientras..., y los protagonistas han dejado de ser un grupo de chicos autores de un triste hecho para dar paso a muchos otros chicos, no menos protagonistas, a su madres, a sus hermanas, a sus profesores de colegio, a los guitarristas y los baterías de los grupos que escuchaban, a los fabricantes de las motos que conducían y a los arquitectos que proyectaron las casas en que vivían, a los autores de los libros que los unieron, los empujaron a juntarse, o a matarse, o a aislarse para buscar la verdad o para huir de ella».
Para edificar esa tan enorme como desmesurada construcción, Albinati parte de, al menos, tres supuestos: que la vida real solo puede ser explicada mediante el uso de los mecanismos de la ficción; que todo relato de una vida precisa de la asistencia de una o varias némesis literarias, sean personas o situaciones vitales, incluso hechos luctuosos, para acercarse y  enraizarse en la realidad; y, finalmente, que es necesario dejar por escrito aquellos episodios que se quiere olvidar para que no terminen convirtiéndose en una obsesión. En definitiva, y resumiendo como jamás debería hacerse, La escuela católica es un estudio exhaustivo de la composición del marco que provocó la masacre: el colegio católico, los curas, el mundo masculino, el barrio, las familias y la política en la década de 1970.
«La parte divertida de esta historia reside en la casualidad, pero también a su aspecto más trágico. En el fondo, ¿qué es la tragedia? Lo que no hay modo de arreglar. Lo que no encuentra un equilibrio, nunca, ni siquiera después del final, con su ingenua pretensión de ajustar cuentas: en la tragedia siempre hay un residuo, una deuda impagada, un exceso de razón o error, como en la diversión, por otra parte, que siempre se ha basado en un desequilibrio interior o hacia los demás. Se invade y somos invadidos, igual que la carcajada demente, que una vez desencadenada nadie logra contener. No hay nada que hacer: donde reina al armonía, no existe diversión. Por eso nadie la busca, la armonía, fuera del papel de dibujo. Contar esta historia me divierte y me hace sufrir. Me gustaría que alcanzara un equilibrio para dejar de sentir y que quien la lee solo experimente la sensación de su desarrollo, como una tela que al caer al suelo cruje entre las manos de quien, a oscuras, intenta sujetarla; pero sé que no lo lograré. Su evolución corresponde a la verdad de los hechos, que no puedo modificar a pesar de su absurdidad. Y tampoco puedo modificar las partes que me he inventado, esas aún menos. ¿Cuáles son?, se preguntará el lector. Pues las que parecen menos absurdas».
Calificación: Hors catégorie

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