20 de agosto de 2009

El paseante de las dos orillas

El paseante de las dos orillas. Guillaume Apollinaire, El Olivo Azul
Traducción de Elena Fons y Jerôme Gauchet.
Epílogo de J. Ignacio Velázquez
“El hombre no se separa de nada sin pesar, y ni siquiera de los lugares, las cosas y las
personas que lo hicieron de lo más infeliz, se aparta sin dolor”.

Aunque Guillaume Apollinaire haya pasado a la historia de la literatura por dos libros de poemas, Alcoholes (Alcools, 1913) y Caligramas (Calligrammes, 1918), caracterizados por un discurso poético fragmentario y la búsqueda de experimentos formales extremos, es autor también de un reconocido drama que prefigura el surrealismo, Las tetas de Tiserias (Les mamelles de Tirésias, 1917) y de una exigua pero potente obra en prosa de la cual este El paseante de las dos orillas (Le flâneur des deux rives, editada póstumamente) es a la vez digno representante y el texto más especial.

Si le concedemos crédito a Saint-Réal y a su célebre definición de novela, “c’est un miroir qu’on promène le long du chemin”, este librito de extensión casi anecdótica pero de profundo contenido debería considerarse un paradigma. Y si no un espejo, sí que lo que seguro que lleva Apollinaire en sus paseos a ambos lados del Sena es el espíritu de un paisajista que no se limita a retratar una situación estática que existe independientemente del retratista sino que éste interactúa, y casi se diría que forma parte, con los elementos del cuadro que está pintando.

Otro concepto fundamental para transitar por el texto es el de la flânerie, vocablo francés que se resiste a la traducción, y que alude a una especie de paseo despreocupado en el recorrido pero atento en su recorrido. Se trata de un concepto con un nivel de especificidad notable pues va inseparablemente unido a la ciudad de París: flâner a través de las calles, pero en el caso de Apollinaire también a través de paisajes interiorizados a los que su presencia impone un carácter definitivo,

“Voy lo menos posible a las grandes bibliotecas, me gusta más pasear por los muelles, esa deliciosa biblioteca pública.”

y personajes insólitos, algunos de ellos desconocidos precursores de las vanguardias artísticas del siglo XX; se puede pasear por las calles de cualquier ciudad, pero flâner sólo puede hacerse por París. Rabelais, allá por el siglo XVI, ya “flaneaba” por la capital de Francia, actividad que fue seguida y reportada por algunos de los escritores parisinos emblemáticos, pero que queda “fijada” por el estudio tal vez más serio y detallado, el ingente "Libro de los pasajes" (Das Passagen-Werk, inacabada) de Walter Benjamin.

En tiempos de Apollinaire París había sufrido ya la transformación urbanística que, inaugurada por el barón Haussmann, había cambiado la faz de la ciudad y podría haber puesto en un aprieto a los amantes del paseo sin objetivo concreto, que, sin embargo, no debe confundirse con el vagabundeo, si no fuese porque, en realidad, flâner no es tanto un modo de recorrer el espacio como una actitud mental consistente en abrir los sentidos y la conciencia para embeberse de los lugares y las personas que en lugar de encontrarse sin intención acaban constituyendo verdaderos hitos de un recorrido que, de ahí su carácter único, jamás podrá repetirse.

Materialización de lo efímero, pues: pespunteo del paseo supuestamente no planeado mediante el recurso de detenerse en una determinada esquina, en el restaurante de un cocinero-poeta o en el recuerdo hecho materia de aquellos desconocidos que ya han desaparecido.

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