15 de mayo de 2025

Trois auteurs: Balzac, Cingria, Faulkner

 

Trois auteurs: Balzac, Cingria, Faulkner. Pierre Michon. Éditions Verdier, 1997

En un ya lejano 1997, Éditions Verdier recogió en un solo volumen tres textos de Pierre Michon publicados anteriormente en otros medios; se trata de «Le temps est un gran maigre», procedente de la edición de 1993 a cargo de Éditions P.O.L. de Un début dans la vie de Honoré de Balzac; «La Danseuse», en La Nouvelle Revue Française nº 491 de diciembre de 1993; y «Le père du texte», en La Quinzaine Littéraire nº 606 de agosto de 1992. Fue el primer texto, cronológicamente, en que Michon trata explícitamente de literatura.

Como puede verse por los tres escritores a los que el autor dedica los artículos, se trata de una mezcla de homenaje personal a algunos de sus antecesores y de reconocimiento, parafraseando a Bernardo de Chartres, a esos gigantes sobre cuyos hombros escribe Michon; cabe tener en cuenta, para valorar en su medida la capacidad crítica y el momento en que Michon los escribe, que los textos proceden de los años 1992 y 1993; esto, traducido a la biobibliografía del autor, significa justo después de Rimbaud le fils (1991). En castellano —siempre somos muy creativos— la editorial Anagrama los incluyó en su edición de Cuerpos del rey en el año 2006, alterando con esta decisión el desfase temporal, literario y de madurez creativa que existe entre 1993 y 2002, año de la publicación del Corps du roi original; como ejemplo de ese desfase, en el período que transcurre entre ambas fechas, Michon ha publicado La Grande Beune (1996), Le roi du bois  (1996), Mythologies d'hiver (1997) y Abbés (2002).

12 de mayo de 2025

Funámbulo mayúsculo

 

Funámbulo mayúsculo. El escritor como acróbata. Carta a Pierre Michon, seguido de respuesta de Pierre Michon. Guy Boley. Shangrila Textos Aparte, 2025
Traducción de Joan Flores Constans

«Montaigne decía: "¿Por qué me enredé yo a escribir?" Estamos todos en el mismo asunto. ¿Por qué nos enredamos a escribir, en lugar de vivir?»

Guy Boley es un escritor francés sujeto de diversas peculiaridades; la primera, en lo referente a su actual profesión, es que publicó su primer libro a los sesenta y cuatro años; la segunda, o segundas, que hasta que en 2016 la editorial Grasset le publicó Fils du feu, su vida laboral transcurrió por los caminos más inverosímiles: albañil, guardaespaldas, chófer, funambulista; es a esta última actividad a la que hace referencia la primera palabra del título Funámbulo mayúsculo.

«[...] a menudo tengo la sensación de haber sido una cámara fotográfica en la que alguien olvidó poner un carrete, y de todos esos años de funambulismo no me queda gran cosa: algunas imágenes, claro, y agujetas cuando cambia el tiempo; miles de rostros anónimos, una buena parte de los cuales me miraba esperando la caída, como lo demuestran esos imbéciles, esos matones de pueblo o de suburbio que a veces sacudían mi cable, solo para divertir a alguna meona de risa idiota y mirada vacía, con el riesgo de precipitarme al vacío. Precipitarme o caer. No sé qué verbo habría usado justo antes de morir».

Buen lector desde su niñez —confiesa que el primer libro que compró con su primer sueldo fue Les Contemplations, de Victor Hugo, encuadernado en rojo, con la consiguiente bronca parental por gastar el dinero en tonterías—, Boley fue objeto de una epifanía cuando descubrió, a finales de los años ochenta, el libro Vies minuscules, la primera novela publicada de Pierre Michon; la segunda palabra del título de su libro hace referencia a la minuscularidad —aunque el nombre lo sustituya por su opuesto, la mayuscularidad—.

«Esperaba tus libros. Llevaba mucho tiempo esperando esa escritura inspirada. Estaba más que harto de toda esa literatura de mierda, de esos artículos elogiosos de críticos complacientes, de esos compadreos parisianistas, de esos retornos de ascensores vacíos, de toda esa profunda miseria editorial. Porque, aunque no lo parezca, desde lo alto de mi cable o desde el fondo de mi cabaña, yo era capaz y sigo siendo capaz de seguirle la pista de cerca. El pequeño mundo de la edición manipula a sus marionetas con hilos tan gruesos que se ven hasta en mi pueblo, un callejón sin salida de sesenta habitantes. Y si afirmo que veo los hilos más allá de su teatrillo, no es por fanfarronería, sé de lo que hablo: fui titiritero antes de ser funambulista. He manipulado tantos muñecos como ellos. Así que imagínate, me exasperan esos pésimos artistas. Casi conseguirían asquearme, hacerme perder el gusto por la palabra. Robármela. Aniquilármela. Hacerme dudar del talento de Guignol».

El origen —la causa, la excusa— de Funambule majuscule es una anécdota: Boley asiste al encuentro y firma de ejemplares de Vies minuscules en una librería de Dijon, expectante por ver en persona y, quizás, cruzar alguna palabra con el autor reverenciado; pero nadie asiste al encuentro, y Boley se encuentra frente a frente, a solas, con Michon. Esta circunstancia le permite, tras la intimidación inicial, pasar la tarde en conversación con el Maestro; hablan poco de literatura, pero entre los temas de conversación se cuela la insólita profesión de Boley.

«Por la noche, Pierre participaba en una conferencia que iba a tener lugae en una sala de la Universidad Mansart, ubicada al sureste de Dijon, no muy lejos del centro de la ciudad. Yo había acudido con aquel amigo dijonnais  que, la semana anterior, me había llamado anunciándome que Pierre iba a su ciudad natal [...] La sesión estaba a punto de comenzar. Pierre estaba sentado tras una larga mesa instalada sobre un escenario frente al público [...] Estaban a punto de presentar a Pierre cuando, de repente, este, al verme sentado no en la primera fila, sino en medio del público, se levantó, rodeó la gran mesa, bajó esas escaleras que conectan la sala con el escenario, recorrió el pasillo central, caminó hasta mí, se inclinó hacia mi amigo de Dijon y le preguntó, señalándome con el dedo: "¿Es cierto que fue funambulista?". Mi amigo asintió. Entonces, sin añadir palabra, Pierre volvió a cruzar el pasillo, trepó por las escaleras, rodeó la mesa, se sentó en su lugar, me miró brevemente y me lanzó, con un leve movimiento de labios, una leve sonrisa, dulce y luminosa, como esas con las que ahora sé que solo los verdaderos santos sonríen en el Cielo».

Años después, abandonada la ocupación acrobática, Boley le dirige una carta —es la carta de un admirador a su figura venerada— en la que le cuenta ciertas particularidades del funambulismo y las relaciona con su actividad actual, la escritura. En concreto, parece reivindicar que también su vida hubiera merecido ser una de las Vidas minúsculas de Michon; pero, en contrapartida, y teniendo en cuenta los riesgos que corrió el escritor al publicar su primera novela y la vida que llevaba por aquel entonces, podría considerarse que la ocupación de Michon no deja de tener, también, cierta  condición funambulesca.

«[...] tú, Pierre Michon, por mucho que digas o pienses ahora, te jugaste la vida por unas cuantas líneas, fuiste más allá de ti mismo, más allá de tus límites, sin red, sin otra protección que la fe que ponías en tus palabras y en tu escritura. Fue por eso que caíste en tantas trampas sin red, por eso tu vida se acercó peligrosamente al suelo, se estrelló contra él, se resquebrajó, se deterioró, de rotura en rotura, de cura de intoxicación en cura de reposo. Por eso también estás roto por todas partes, sobre todo por dentro. Pero por eso, finalmente, logras subyugarnos: en el fondo de tus abismos has encontrado trampolines y has vuelto a la superficie, por nosotros, como has podido, sí, pero trayendo imágenes luminosas, de una belleza inapelablemente aterradora. Yo, que he visto el miedo, yo, que lo he rozado, te felicito por tu valentía [...] Me quito el sombrero, Pierre Michon, habrías sido un extraordinario funambulista».

La carta, que parece ser un mensaje en una botella más que una misiva que requiera respuesta, es correspondida por el escritor con otra epístola, plenamente michonienne, en la que le da cuenta de su época funambulesca —algunos de cuyos episodios ya conocemos debido a Vidas minúsculas; otros, son contados en primera persona en J'écris l'Iliade, su último libro publicado—, aunque el alambre fuera un barrio poco recomendable de París y el peligro su bravuconería y su «espíritu que siempre niega».

«Porque, por las noches, el programa invariable —mi deber como escritor— consistía en insultar y romper [...] y, más a menudo, dejar que me rompieran: hubo ocasiones en que me desperté por la mañana con los ojos hinchados sin saber por qué, con heridas en las manos y en la cara, el pecho apaleado. El olvido que da el alcohol es misericorde. Pero no para mí: porque la pregunta que me hacía entonces, en esas mañanas tan parisinas, era esta: ¿a quién he matado? Era mi obsesión: porque el riesgo es grande cuando uno está loco. Pero no, no había matado a nadie. Salí bastante bien parado: unas cuantas noches en el calabozo para desintoxicarme, algunas palizas, algo de vergüenza, nada más [...] Estuve a punto de desmoronarme para siempre. Estaba loco como una cabra. Por causa de la literatura, si insistes, digamos que sí».

La sensación, al final de la lectura, y a pesar del sentido que le da el autor, es que el título puede referirse tanto al equilibrista como al escritor; ambos han caminado sobre el alambre y ambos, también, han alcanzado, tras la peligrosa travesía a muchos metros del suelo firme, la magnificencia  de las letras mayúsculas. Un acróbata que escribe como quien anda sobre el cable, un autor que escribe como quien «baila de poste a poste» en la página en blanco. «Artistas del hambre», como los denomina Toni Sala, un amigo, escritor y, por tanto, funambulista.

«Entre la caída y el trampolín, puedo afirmar, a fin de cuentas, que la literatura y todos sus oropeles, desde el circo de Royer-Collard hasta la dicha de terminar por fin un capítulo, me han dado una vida interior apasionante, una vida, a secas. Burlescamente trágica, pero feliz al mismo tiempo».

5 de mayo de 2025

La sustitución ejemplar

 

Una vez superada la pretensión juvenil de escribir —o debería decir, de ser escritor, pues de esto se trataba, en realidad: la ambición en aquella edad es tan desmesurada como ingenua—, encontré en la lectura el sustituto perfecto —y también con otros objetivos; fue Quignard quien lo dijo y yo lo suscribo: «la lectura, un pretexto para apartarse, para que nadie me moleste, para huir»—. Esta actividad, cuyo comienzo riguroso puedo ubicar altrededor de mis treinta años, desarrollada primero de forma compulsiva —una vez descubierta, la inmensidad del campo de batalla se percibe como inabarcable— y más razonada después —cuando comprendes que no hay que leer todo lo que se ha escrito—, en lugar de instigar aquella insensata aspiración, me convenció acerca de su nula sensatez por un motivo imbatible: jamás sería capaz de escribir como aquellos autores a los que admiraba. Fue una resolución rigurosa pero firme que, con excepciones anecdóticas, he mantenido a lo largo de más de treinta y cinco años: leer iba a ser, permanente e irrenunciablemente, el sustituto de escribir. 


Con alguna que otra excepción —también ha sido el tiempo lo que me han convencido de que nada, ninguna decisión, por argumentada que sea, es permanente ni irrenunciable—; mis conocimientos de otras lenguas, además de las propias, y de algunas nociones de lenguaje teatral me permitieron —quizás debería decir me permití— escribir unas pocas adaptaciones para la escena de obras cuyos autores conocía bien —adaptaciones que pasaron con más pena que gloria; quiero decir, algunas fueron llevadas al escenario con ínfima o nula repercusión; otras se quedaron en el cajón, aunque yo pienso que fue en la papelera, de directores de salas entusiasmados con el proyecto, «pero…»—, y plantearme el desmedido propósito de traducir al castellano una de las novelas insignes de la literatura del siglo XX, que quedó suspendido, hace ya más de veinte años, a mitad de tarea.


Así pues, aunque seguía convencido de que «jamás sería capaz de escribir como aquellos autores a los que admiraba», tal vez sí podría, como sucedáneo, traducir al castellano, la lengua propia que más domino a nivel de escritura —soy, como muchas personas de mi generación, educadas en castellano pero con el catalán como lengua habitual y familiar, un bilingüe imperfecto—, alguna de sus obras.


El azar, la fortuna se han aliado justo ahora, cuando estoy bastante más allá del mezzo del camin della nostra vita, a mi favor y me han brindado una de las satisfacciones más placenteras, también más desafiantes, que podía imaginar: la traducción —y publicación por parte de una pequeña pero indómita editorial— de un minúsculo texto, ínfimo en su tamaño, intrascendente en su dimensión literaria, pero debido a la mano de uno de los escritores vivos que más aprecio. Es, para mí, una forma de homenaje y de estimación hacia esos pocos autores cuya lectura cambia vidas, y un honor inmerecido cuya magnitud ni siquiera soy capaz de calibrar. Pasados esos treinta y cinco años de los que hablaba, la inalcanzable escritura tiene una alternativa: tal vez sea la traducción, más que la lectura, la sustitución ejemplar de la escritura.