20 de enero de 2025

John Perkins

John Perkins seguido de Un escrúpulo. Henri Thomas. Adriana Hidalgo, 2022
Traducción de Maya González Roux
John Perkins suivi de Un Scrupule. Gallimard, 1960

Paddy, empleada en la Secretaría del hospital local, John (Perkins, el del título), seis gatos y dos pájaros: una agrupación de seres (más o menos) vivos que comparten vivienda y desconfianzas que se acrecientan (las desconfianzas, no la vivienda, aunque también, pero en otro sentido) a medida que pasan los días (y, sobre dodo, las noches).
«En esa casa ya no se moría. La muerte había venido de una vez por todas y, desde entonces, ya nada sucedía. El tiempo no transcurría más. Desde hacía cinco años estaban ahí, los animales y las personas, siempre vivas, pero al margen de todo el resto; del otro lado de la vida, sofocándose en un ambiente que hacía que le tiempo no transcurriera más...»
Una casa, por cierto, bastante sucia y descuidada (por no hablar de la cocina y de la habitación, puaj) que ejerce un extraño poder, magnético, sobre sus habitantes, que les impide abandonarla. Y unos personajes que parecen atados por extrañas y maléficas dependencias.

El punto de partida de la novela es bastante corriente; aunque el tono del narrador nos pone la mosca detrás de la oreja («¿te estás haciendo el graciosillo, trapisonda?»), todo parece indicar que nos encontramos muy cercanos a la idea  que se tiene en Europa (y en Francia, que es Europa al cuadrado) de cierto american way of life que es posible que tenga poco que ver con la realidad pero que nuestra escrupulosa mirada por encima del hombro de habitante del Viejo Mundo ha acumulado con las lecturas de Richard Yates, John Cheever, incluso Lucia Berlin, y el cine de Anderson (toma castaña, Wes, esta es mi venganza por The Franch Dispatch, estamos en paz), John Waters y, también, aunque nadie mira esas películas, las que acostumbran a ganar premios en el  Sundance Film Festival. Es el propio narrador el que deja entrever, explícitamente aunque en contadas ocasiones, su perplejidad europea sobre las cosas que suceden y cómo suceden en los Estados Unidos; es posible que la experiencia de Thomas como profesor en Boston tenga algo que ver.

Bueno, ahora que todas las sospechas están desveladas, me ciño a los hechos.

Ese efecto inducido que la casa ejerce sobre sus pobladores parece deberse, en parte, a la presencia permanente, que se establece entre ellos como una amenaza latente, de una ausencia  inevitable: Jim, un amigo de la pareja que murió en la casa, un enigmático personaje que el narrador va perfilando a lo largo de la novela desde los diferentes puntos de vista de Paddy y John, que, por lo que se intuye, afectó a la vida de ambos, individual y colectivamente, de manera muy dispar, y cuyo simple recuerdo desencadena una reacción tremedamente airada, particularmente en el caso de John.

Inciso: en apenas veinte páginas, el graciosillo ha dejado de serlo, aunque si pretendía incomodar al lector lo está consiguiendo. A este que está escribiendo le asalta la duda de si los protagonistas de John Perkins (no digo nada, todavía del escrúpulo) no estarán todos muertos, no solo Jim, pero aún no lo saben.

El relato de las rutinas en que se desenvuelven Paddy y John, las personales, porque en realidad existen pocas rutinas comunes, caracterizan y determinan al escenario en el que se apañan; pero también prepara al lector para que comprenda situaciones que, de no ser así, jamás habría imaginado.

La memoria —y no el inconsciente, o como quiera llamársele—, en parte, es el refugio donde escondemos todo aquello que no podemos afrontar, que no nos atrevemos a hacer cotidiano ni a compartir con los demás; es el sótano en el que John guarda todo aquello que quiere reservarse para su uso privado, sean objetos, acciones o intenciones; ese sótano contiene algunos recuerdos de Jim que John no está dispuesto a desvelar porque cambiarían la consideración que los más próximos tienen de él.
«Su labor en el taller formaba parte de su vida secreta, o más bien era algo secreto dentro de la vida oculta. Por la noche, al salir para ir a su habitación, cerraba con llave el taller; incluso en ese momento donde todo vacilaba, donde la cólera y el cansancio penetraban en él como el frío en el medio de la noche, jamás olvidaba cerrar con llave las dos puertas del taller. Sin embargo, no tenía por qué temer una indiscreción. Paddy jamás bajaba al subsuelo. Además, a menudo no estaba en la casa cuando él trabajaba, y las puertas que daban a la calle y al jardín estaban cerradas, ¿qué intromisión podía temer? Aún así, después de algunos días acabó por encerrarse con llave mientras tabajaba; desde entonces el taller se convirtió en una habitación prohibida».
La rutina, el desinterés, la indolencia, de la relación de Paddy y John permiten, paradójicamente, que esta se mantenga: el aislamiento psicológico, las diferencias de carácter y el hecho de que, por motivos laborales, casi no se vean, ayudan a que la relación se consolide, como aquel itinerario que, cuesta abajo, es más difícil detener que dejar que siga. Existe un acuerdo de no agresión que nadie ha planteado ni firmado; simplemente, ha sido fruto de la necesidad para que nada interrumpiera la inercia.
«En los ojos de alguien que ha tenido tiempo de examinarnos hay una imagen cabal de uno mismo, alejada, fuera de alcance y, sin embargo, muy presente. Dorothy sonreía amablemente; la imagen era tenue, sin asombro, los ojos eran de un gris claro y con un maquillaje que John notó solo en ese momento y que marcaba un contraste muy raro con ese cuarto sucio, en mal estado, donde el  olor del perro se mezclaba con el del polvo, y algunos restos de cosas estaban tirados bajo los muebles».
Facilitar el acceso a alguien a aquel lugar reservado puede tener consecuencias funestas; ese alguien puede encontrar cosas que habíamos olvidado haber guardado o que ni siquiera sabíamos que estaban allí. Ese acceso le da al intruso un poder difícil de contrarrestar y que, de alguna manera, nos supedita a su voluntad, ni podemos saber el uso que va a hacer de la información que pueda conseguir: estamos en sus manos.

Sin embargo, un personaje que pertenece al pasado relacionado con el misterioso Jim aparece de pronto, y aquella inercia que descansaba sobre la rutina se ve seriamente alterada por una presunta inocencia que no tiene nada de inofensiva. El sótano, es decir, los cimientos, es decir, el mundo privado de John, se ven alterados, y la pretendida estabilidad del edificio sufre una revolución que no por invisible es menos amenazadora. Alterar el pasado nunca es inocuo, pero cuando quien lo hace es uno que no es uno mismo puede ser devastador. 
«Distinguió la guitarra en el medio de la cama sin hacer. No le gustaba tocar la guitarra; Paddy insistía en que aprendiera a tocar, y lo intentaría, haría lo que Paddy le dijera. No había que contradecir a esas personas, sobre todo a él. Desde la primera noche, pensó qué conducta mantener. La sola entrada en su habitación, para buscar las frazadas y la almohada, ya le había dado una buena idea, y consideraba que se había comportado de manera adecuada: hacer como si no observara nada, como si todo fuera normal en esa casa. Como si fuera natural que seis gatos estuvieran encerrados en una pequeña cocina... Como si en todas las parejas hubiera gritos y muebles volcados en un momento u otro de la noche. ¿Y si, efectivamente, fuera normal? ¿?Quién sabe lo que realmente sucede en las casas de las propias personas que creemos conocer?»
Hasta aquí, una estupenda, misteriosa, desasosegante novela, pero no sabemos nada del escrúpulo. Una vez puesto el punto final a John Perkins, no sabemos si Henri Thomas o el narrador (obviemos, por candorosa, la posibilidad de que ambos sean uno solo), se da cuenta de que el remate  no es el único final posible —ni más verosímil, ni menos, que cualquier otro—, y aventura otra conclusión para imitar a la vida. La justificación debería estar enmarcada en la Aula Magna de las sedes (¿tendrán Aula Magna?) de todos los Cursos de Narrativa; dice así (la reproduzco en su totalidad y la traduzco para evitar malentendidos):
«Hay otro desenlace de John Perkins. Si lo ofrezco aquí, no es a título de versión ni de ejercicio de estilo, sino porque la incertidumbre de la que procede forma parte esencial de la historia. John Perkins, en el momento en el que, inclinado hacia la ventana del sótano, escucha esta frase: "Colocaron los gatos en la bañera", está momentáneamente sin posibilidad de escoger una respuesta a una situación tan imprevista como chocante. El cuerpo, el estado de las fuerzas que residen en él, el inconsciente o como se quiera llamar todo aquello que no sea una decisión clara, determinarán esa respuesta. Entre la violencia ofensiva y la huida, John no puede vacilar mucho tiempo, pero ni él ni el autor supieron, en ese preciso instante, en qué dirección sería lanzado. Esta ambigüedad es común a  la vida y a la novela, por lo menos algunas novelas que por eso las llamamos vivas. En la vida real, sin embargo, no hay jamás, e inmediatamente, más que una solución, que elimina todas las alternativas. Este interdicto se mantiene en la novela, o es imitado, a través de la ficción de un tiempo irreversible —una convensión, para hablar con propìedad, épica. Me aparté de todo ello, en un momento crítico, y retomé una alternativa en su origen [...]»
El resultado, y la razón de la consiguiente perplejidad del lector, es ese escrúpulo contenido en el título.

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