27 de enero de 2025

J'écris l'Iliade, avance de publicación

Pierre Michon nos habla de J’écris l’Iliade

«Reconocía a mi lado a todos los autores desde Homero; trazábamos una línea recta sin desviarnos. El arte de escribir, de hacer de cada palabra un nombre propio o un tótem, he ahí la ruta por la que avanzaba el dios. Caminaba, sus rizos dorados le golpeaban las mejillas, los grandes nombres se alineaban a su ritmo en mi página. Yo caminaba a su paso. Sentía sobre mi hombro la mano ciega del viejo aedo.»


Se asume que la Ilíada ya fue escrita. También Don Quijote, es cierto, y eso no impidió que Pierre Ménard intentara reescribirlo, según Borges. Pero usted no es un Pierre Ménard, ¿verdad?

Por supuesto que no. Pero me alegra que mencione a Borges. Es bajo su influencia que está escrito este relato.


El título hace pensar que se leerá un relato épico. Pero la epopeya, en su obra, suele estar vinculada a la autoficción.

Es tanto una epopeya como una autoficción, que oscila entre los actos de valentía de los personajes de Homero y la vida erótica y literaria del escritor Pierre Michon, o de aquel a quien le presto mi  nombre. Algunos de estos fragmentos son la pura verdad; otros están muy «arreglados».


Las apariciones, en un mismo plano, de personajes tan diferentes (dioses, héroes, desconocidos del siglo XXI) suelen ser cómicas, aunque no lo admitan abiertamente. Al pasar del tono serio de la epopeya a la fantasía de los encuentros contemporáneos, mi escritor-narrador no suele tener el papel heroico que quisiera emular. Sobre todo porque exagero mucho mi importancia literaria. Escribo sin reírme que «soy un monumento».

Pero cuando quiero ser épico, intento serlo absolutamente. Y también realista. A menudo me concentro en un detalle de la realidad para dramatizarlo. Aquí, por ejemplo, un personaje que va a morir toma un caldero por un casco, y esta confusión me conmueve.

¿Quiénes son sus personajes y cómo se relaciona con ellos?

Me hacen reír. Su disparidad me hace reír. Pero también los admiro. Admiración y burla a la vez, como suelo hacer.


Los héroes son, mezclados, los dioses del Olimpo, Homero, Aquiles, Ulises, Helena, Alejandro Magno, Pierre Michon en todas sus edades (la mayoría de las veces con mi nombre, pero a veces disfrazado de otro) y, en todos los textos, mi amante del momento. No todas tienen los mismos gustos sexuales, pero «al final, no hay historias verdaderas salvo las historias de amor, Homero lo sabía bien».

Relato erótico, libro de aventuras (las aventuras de una vocación, en particular), J’écris l’Iliade es también una reflexión sobre la literatura occidental.

Sí. Es una alegoría, o una reflexión, sobre los orígenes de la literatura occidental («Sentía el peso sobre mi hombro la mano de Homero»), sus incidencias en la Historia (Alejandro Magno conquistó Asia para igualar a Aquiles), sus evoluciones (incluyo a Shakespeare, Proust, Stevenson, etc.), y su estado contemporáneo (hasta Beckett… y Michon).


Como la mayoría de mis libros, es también la historia de una vocación: «Debía convertirme en Pierre Michon y no tenía tiempo que perder; desde entonces he aprendido a fingir paciencia». Por mi parte, hay muchas burlas y un atisbo de rebeldía hacia esta vocación, pero ningún rechazo profundo a la literatura; no hay lugar para «el fin de la novela» y otros temas de moda. Mi única crítica a los libros contemporáneos es su sobreabundancia. El último relato, EJ'écris l'Iliade, es un atajo de la vida y la muerte siempre anunciadas del ibro, siempre cumplidas y siempre superadas, para empezar de nuevo, en un eterno retorno, con una suerte de optimismo.»

__________

Traducción de la entrevista publicada por Éditions Gallimard con motivo de la aparición, el próximo 6 de febrero, del libro J'écris l'Iliade, de Pierre Michon.


Disponible en el sitio web de la editorial: https://www.gallimard.fr/actualites-entretiens/pierre-michon-nous-parle-de-j-ecris-l-iliade


Como todo el contenido de este blog, este artículo está publicado bajo la licencia de Creative Commons Reconocimiento-No comercial-Sin obras derivadas 2.5 España


20 de enero de 2025

John Perkins

John Perkins seguido de Un escrúpulo. Henri Thomas. Adriana Hidalgo, 2022
Traducción de Maya González Roux
John Perkins suivi de Un Scrupule. Gallimard, 1960

Paddy, empleada en la Secretaría del hospital local, John (Perkins, el del título), seis gatos y dos pájaros: una agrupación de seres (más o menos) vivos que comparten vivienda y desconfianzas que se acrecientan (las desconfianzas, no la vivienda, aunque también, pero en otro sentido) a medida que pasan los días (y, sobre dodo, las noches).
«En esa casa ya no se moría. La muerte había venido de una vez por todas y, desde entonces, ya nada sucedía. El tiempo no transcurría más. Desde hacía cinco años estaban ahí, los animales y las personas, siempre vivas, pero al margen de todo el resto; del otro lado de la vida, sofocándose en un ambiente que hacía que le tiempo no transcurriera más...»
Una casa, por cierto, bastante sucia y descuidada (por no hablar de la cocina y de la habitación, puaj) que ejerce un extraño poder, magnético, sobre sus habitantes, que les impide abandonarla. Y unos personajes que parecen atados por extrañas y maléficas dependencias.

El punto de partida de la novela es bastante corriente; aunque el tono del narrador nos pone la mosca detrás de la oreja («¿te estás haciendo el graciosillo, trapisonda?»), todo parece indicar que nos encontramos muy cercanos a la idea  que se tiene en Europa (y en Francia, que es Europa al cuadrado) de cierto american way of life que es posible que tenga poco que ver con la realidad pero que nuestra escrupulosa mirada por encima del hombro de habitante del Viejo Mundo ha acumulado con las lecturas de Richard Yates, John Cheever, incluso Lucia Berlin, y el cine de Anderson (toma castaña, Wes, esta es mi venganza por The Franch Dispatch, estamos en paz), John Waters y, también, aunque nadie mira esas películas, las que acostumbran a ganar premios en el  Sundance Film Festival. Es el propio narrador el que deja entrever, explícitamente aunque en contadas ocasiones, su perplejidad europea sobre las cosas que suceden y cómo suceden en los Estados Unidos; es posible que la experiencia de Thomas como profesor en Boston tenga algo que ver.

Bueno, ahora que todas las sospechas están desveladas, me ciño a los hechos.

Ese efecto inducido que la casa ejerce sobre sus pobladores parece deberse, en parte, a la presencia permanente, que se establece entre ellos como una amenaza latente, de una ausencia  inevitable: Jim, un amigo de la pareja que murió en la casa, un enigmático personaje que el narrador va perfilando a lo largo de la novela desde los diferentes puntos de vista de Paddy y John, que, por lo que se intuye, afectó a la vida de ambos, individual y colectivamente, de manera muy dispar, y cuyo simple recuerdo desencadena una reacción tremedamente airada, particularmente en el caso de John.

Inciso: en apenas veinte páginas, el graciosillo ha dejado de serlo, aunque si pretendía incomodar al lector lo está consiguiendo. A este que está escribiendo le asalta la duda de si los protagonistas de John Perkins (no digo nada, todavía del escrúpulo) no estarán todos muertos, no solo Jim, pero aún no lo saben.

El relato de las rutinas en que se desenvuelven Paddy y John, las personales, porque en realidad existen pocas rutinas comunes, caracterizan y determinan al escenario en el que se apañan; pero también prepara al lector para que comprenda situaciones que, de no ser así, jamás habría imaginado.

La memoria —y no el inconsciente, o como quiera llamársele—, en parte, es el refugio donde escondemos todo aquello que no podemos afrontar, que no nos atrevemos a hacer cotidiano ni a compartir con los demás; es el sótano en el que John guarda todo aquello que quiere reservarse para su uso privado, sean objetos, acciones o intenciones; ese sótano contiene algunos recuerdos de Jim que John no está dispuesto a desvelar porque cambiarían la consideración que los más próximos tienen de él.
«Su labor en el taller formaba parte de su vida secreta, o más bien era algo secreto dentro de la vida oculta. Por la noche, al salir para ir a su habitación, cerraba con llave el taller; incluso en ese momento donde todo vacilaba, donde la cólera y el cansancio penetraban en él como el frío en el medio de la noche, jamás olvidaba cerrar con llave las dos puertas del taller. Sin embargo, no tenía por qué temer una indiscreción. Paddy jamás bajaba al subsuelo. Además, a menudo no estaba en la casa cuando él trabajaba, y las puertas que daban a la calle y al jardín estaban cerradas, ¿qué intromisión podía temer? Aún así, después de algunos días acabó por encerrarse con llave mientras tabajaba; desde entonces el taller se convirtió en una habitación prohibida».
La rutina, el desinterés, la indolencia, de la relación de Paddy y John permiten, paradójicamente, que esta se mantenga: el aislamiento psicológico, las diferencias de carácter y el hecho de que, por motivos laborales, casi no se vean, ayudan a que la relación se consolide, como aquel itinerario que, cuesta abajo, es más difícil detener que dejar que siga. Existe un acuerdo de no agresión que nadie ha planteado ni firmado; simplemente, ha sido fruto de la necesidad para que nada interrumpiera la inercia.
«En los ojos de alguien que ha tenido tiempo de examinarnos hay una imagen cabal de uno mismo, alejada, fuera de alcance y, sin embargo, muy presente. Dorothy sonreía amablemente; la imagen era tenue, sin asombro, los ojos eran de un gris claro y con un maquillaje que John notó solo en ese momento y que marcaba un contraste muy raro con ese cuarto sucio, en mal estado, donde el  olor del perro se mezclaba con el del polvo, y algunos restos de cosas estaban tirados bajo los muebles».
Facilitar el acceso a alguien a aquel lugar reservado puede tener consecuencias funestas; ese alguien puede encontrar cosas que habíamos olvidado haber guardado o que ni siquiera sabíamos que estaban allí. Ese acceso le da al intruso un poder difícil de contrarrestar y que, de alguna manera, nos supedita a su voluntad, ni podemos saber el uso que va a hacer de la información que pueda conseguir: estamos en sus manos.

Sin embargo, un personaje que pertenece al pasado relacionado con el misterioso Jim aparece de pronto, y aquella inercia que descansaba sobre la rutina se ve seriamente alterada por una presunta inocencia que no tiene nada de inofensiva. El sótano, es decir, los cimientos, es decir, el mundo privado de John, se ven alterados, y la pretendida estabilidad del edificio sufre una revolución que no por invisible es menos amenazadora. Alterar el pasado nunca es inocuo, pero cuando quien lo hace es uno que no es uno mismo puede ser devastador. 
«Distinguió la guitarra en el medio de la cama sin hacer. No le gustaba tocar la guitarra; Paddy insistía en que aprendiera a tocar, y lo intentaría, haría lo que Paddy le dijera. No había que contradecir a esas personas, sobre todo a él. Desde la primera noche, pensó qué conducta mantener. La sola entrada en su habitación, para buscar las frazadas y la almohada, ya le había dado una buena idea, y consideraba que se había comportado de manera adecuada: hacer como si no observara nada, como si todo fuera normal en esa casa. Como si fuera natural que seis gatos estuvieran encerrados en una pequeña cocina... Como si en todas las parejas hubiera gritos y muebles volcados en un momento u otro de la noche. ¿Y si, efectivamente, fuera normal? ¿?Quién sabe lo que realmente sucede en las casas de las propias personas que creemos conocer?»
Hasta aquí, una estupenda, misteriosa, desasosegante novela, pero no sabemos nada del escrúpulo. Una vez puesto el punto final a John Perkins, no sabemos si Henri Thomas o el narrador (obviemos, por candorosa, la posibilidad de que ambos sean uno solo), se da cuenta de que el remate  no es el único final posible —ni más verosímil, ni menos, que cualquier otro—, y aventura otra conclusión para imitar a la vida. La justificación debería estar enmarcada en la Aula Magna de las sedes (¿tendrán Aula Magna?) de todos los Cursos de Narrativa; dice así (la reproduzco en su totalidad y la traduzco para evitar malentendidos):
«Hay otro desenlace de John Perkins. Si lo ofrezco aquí, no es a título de versión ni de ejercicio de estilo, sino porque la incertidumbre de la que procede forma parte esencial de la historia. John Perkins, en el momento en el que, inclinado hacia la ventana del sótano, escucha esta frase: "Colocaron los gatos en la bañera", está momentáneamente sin posibilidad de escoger una respuesta a una situación tan imprevista como chocante. El cuerpo, el estado de las fuerzas que residen en él, el inconsciente o como se quiera llamar todo aquello que no sea una decisión clara, determinarán esa respuesta. Entre la violencia ofensiva y la huida, John no puede vacilar mucho tiempo, pero ni él ni el autor supieron, en ese preciso instante, en qué dirección sería lanzado. Esta ambigüedad es común a  la vida y a la novela, por lo menos algunas novelas que por eso las llamamos vivas. En la vida real, sin embargo, no hay jamás, e inmediatamente, más que una solución, que elimina todas las alternativas. Este interdicto se mantiene en la novela, o es imitado, a través de la ficción de un tiempo irreversible —una convensión, para hablar con propìedad, épica. Me aparté de todo ello, en un momento crítico, y retomé una alternativa en su origen [...]»
El resultado, y la razón de la consiguiente perplejidad del lector, es ese escrúpulo contenido en el título.

13 de enero de 2025

Jean-Christophe Bailly sobre Pierre Michon

 


El Musée d'Art Moderne de Saint-Étienne organizó, el 8, 9 y 10 de marzo de 2001, el primer coloquio internacional Pierre Michon. Con motivo de esa efeméride, el servicio de publicaciones de la Universidad Jean Monnet de Saint-Étienne publicó una serie de artículos, reunidos por Agnès Castiglione, escritos por autores, traductores, críticos y profesores sobre la obra del escritor francés, entre los que se encuentra la contribución de Jean-Christophe Bailly, cuya traducción se transcribe a continuación.

En relación a Pierre Michon


Jean-Christophe Bailly


La obra de Pierre Michon se compone de relatos. Sólo una vez, creo, se señala en la portada, «relato», en negro bajo el título en rojo de Vies minuscules. Pero no importa, no había necesidad de especificarlo, y si se especificó una sola vez, puede que fuera porque había que distinguirlo de la novela, para decir que no se trataba de una novela, sino de otra cosa, de ese otro horizonte que se abre cuando se dice relato, que no designa estrictamente un género, sino una manera de situarse más allá del género y tal vez incluso más allá de la propia obra, ante un horizonte de expectativas que no es el de la obra en sí, sino el del ensayo, el de la incursión, cerca de lo que la literatura tiene de menos altiva y menos solemne, aunque sea minuciosamente elaborada y ambiciosa.


El relato, pues (incluído el libro sobre Rimbaud, que comienza con un absoluto narrativo: «Se dice que Vitalie Rimbaud, de soltera Cuif...»), es por tanto una puerta pequeña, y rara vez un trayecto muy extenso, no, es más bien  como un rasguño, como un puñado de sentido arrebatado que no se propaga. En consecuencia, posee algo de impaciencia e incluso de avidez, algo que se mantiene al lado del lector, en una extraña cercanía en la que nunca deja de latir el corazón más infantil de la literatura, que es el de los cuentos y las leyendas, el de los libros leídos en voz alta en la penumbra, en las noches oscuras.


Hay que tener en cuenta que el relato es, en primer lugar, el testimonio de que el origen de la literatura es todo aquello que les acontece a los seres que la crean, y que la crean porque se sienten desamparados ante ese origen que los vincula. Lo que primero les sucede es que nacen, es decir, que aparecen y son echados al mundo como un nuevo ensayo, una nueva tentativa, sin haberlo deseado ni querido en modo alguno. Y esa circunstancia, esa circunstancia que tiene que ver con el nacimiento, que es la  del asombro y el espanto, me parece que está siempre presente en lo que cuenta Pierre Michon. Tanto si habla de sí mismo como si habla de pintores célebres o de gente común, siempre lo hace de aquellos que no regresaron, y cuando digo esto no estoy pensando en una versión amable que convertiría ese no saber vinculado al nacimiento en una delicada mezcla de duda y asombro, no, estoy pensando en algo mucho más cruel, mucho más perturbador, una ansiedad que se obviamente enfrenta a un mundo en el que aquellos que han vuelto son los que dominan, los que viven hasta el final como si hubieran olvidado tanto que nacieron como que van a morir, pero una ansiedad que es, ante todo, incesante porque ha conservado desde el nacimiento y desde la infancia, que es su sombra, un poder ilimitado para cuestionar, ese mismo poder, me parece, que encontramos en los ojos de las bestias que nos ven.


En consecuencia, algo que no es exclusivamente humano, sino mucho más antiguo, mucho más enterrado en la noche de los tiempos, algo que es exactamente lo que Pierre Michon extrajo del agua en La Grande Beune, en el que todo lo que el relato recupera —el deseo de los hombres por las mujeres, los peces de río, las gotas de lluvia en un parabrisas y la presencia fantasmal de los hombres más viejos cerniéndose como una ola levantada sobre el paisaje— puede decirse que está amenazado por esta especie de espada de Damocles que la existencia de los seres y de las cosas tiene suspendida sobre ellos. No se trata ni de la muerte y ni de la vida como opuestos o divergentes, sino de una continuidad perpetua que es el latido que el relato capta, y no diría que es el ser porque eso sería otra limitación, es todo lo que en el ser recuerda que existe, y que ese recuerdo pueda tomar la forma de una estancia de posada iluminada en la noche, esa es la magia que propaga el relato: la inquietud infinita es también el hogar de lo que Bataille llamó el azar, y no digo esto para incluir una cita, sino porque Pierre Michon es el único escritor actual que sigue asomándose al abismo iluminado que reconoció Bataille.


Ya se trate de Vies minuscules, que reúne ocho relatos propiamente autobiográficos, de La Grande Beune, que es una narración en primera persona, o de los libros en los que Goya, Watteau, Piero della Francesca, Van Gogh y Rimbaud son las figuras dominantes, o se trate de Le Roi du Bois o de L'empereur d'Occident, el relato nunca huye de ese material que le proporciona  su desdoblamiento e impulsa su verdad, material que siempre es biográfico, siempre hecho de ese roce con lo vivo en que consiste la vida de un ser. En ningún momento, en el caso de los pintores, por ejemplo, la narración se transforma en discurso crítico, ni mucho menos se evade de su discurso principal, el ser está siempre sujeto a las marcas de su singularidad, como si rebotara entre esas marcas, que no consisten solamente en actos, sino también en cosas vistas y encontradas, en indicios. En estos indicios  se insinúa la doble impronta que le confieren la época y el lugar, pero nunca esa época (la época de Piero, la de Rimbaud, la de Claude Lorrain o la del «yo» que los cuenta) ni ese lugar están ahí de antemano como marcos, sino que llegan como un eco cuya fuente es la masa desvanecida y desvaneciente de una materia de principio a fin. No hay aquí oposición entre los que formarían parte de la gente común y aquellos cuyo nombre se ha convertido en leyenda: su leyenda sólo es real, posible, porque está escrita en la piel del mundo como un temblor, y no es nunca la «gran figura» la que Pierre Michon intenta encontrar, sino el movimiento que los hizo grandes y que es la violencia con la que obedecieron a este temblor. La vida de Watteau y la vida de Rimbaud son también, en cierto sentido, «vidas minúsculas», y lo minúsculo no es un juicio de valor, sino una especie de ley de proliferación que señala la localización de la intensidad.


Una cosa es la actitud que pretende fijar al mundo, otra cosa es el movimiento frenético que lo engulle. Minúsculo es el nombre de lo que no abandona este movimiento, el nombre de lo que no sabe desprenderse de él. Y no hay que olvidar que no es solo a través de sirvientes y de gente común  que lo minúsculo se sostiene en su propia minucia, también hay que recordar que la figura más heroica de entre todas las que recoge Vidas minúsculas es la de un analfabeto, un hombre al que las «letras» no han visitado. Sería muy paradójico convertir a ese hombre que existió en un personaje y a ese personaje en un modelo de escritor, pero mediante esa historia lo que se nos presenta es, para el escritor, una señal, y para el lenguaje, un recordatorio. El dominio del lenguaje se expone aquí en su raíz engañosa, en el primer nivel, es la primera evidencia, pero también se expone en su exigencia más desnuda, que sería saber alcanzar con palabras, con frases, el torbellino de deseo y de respeto en el que el sentido se anuda y se ahoga para aquellos que no saben leer y a los que se envía la experiencia sin apoyo.


No se trata sólo de una historia, porque a través de ella queda fijado un punto de duda y de deseo que está en el corazón mismo de la relación de Pierre Michon con el lenguaje y con la figura del escritor: ¿cómo devolver al lenguaje de los libros la verdad de aquel que no tiene la palabra o de aquel que, aun hablando, no posee el dominio del lenguaje, y cómo, al hacerlo, al intentarlo, no traicionarlo? ¿Cómo, en otras palabras, escribir, sin engrosar las filas de aquellos, dotados o no, que nacieron mutilados de lenguaje? No se trata sólo de evitar las trampas del virtuosismo y de la singularidad, de la bella frase o del «realismo» y las de la fama; se trata de atenerse a la letra del lenguaje, allí donde todavía está al borde del silencio y del ruido, del murmullo informe de lo vivo, allí donde todavía no es más que el pliegue humano que se forma entre los pliegues de otras bestias, allí donde responde a la sorpresa de descubrirse como ese pliegue; no un «poder», sino una simple marca, una imposición de manos en el vacío como la esas manos colocadas en las paredes de las cavernas.


Cada uno de los relatos de Pierre Michon existe como algo que ha resistido a esta tensión, como algo que la restituye sin poder constituir una prueba para la persona que lo ha escrito. Lo que puedo decir, decirle, es que entre lo que ha escrito y el material ilimitado de donde procede hay muy poca distancia, y esto no es tanto un juicio sobre su obra, que me pondría en la posición de un entendido, insostenible, imagino, tanto a sus ojos como a los míos, como una sensación que pude experimentar recientemente, con motivo de un viaje a la Creuse. Viaje es aquí una palabra bastante grandilocuente, ya que se trataba de una excursión de un día a un pueblo muy pequeño, donde tuve que acompañar a un estudiante de la École de Blois, donde trabajo, y que es una escuela de arquitectos paisajistas. Y allí, viendo correr el agua, mirando los lavaderos, las granjas, los bosques, las nubes, intentando comprender un poco este país que estaba descubriendo, me di cuenta de que ya lo conocía, de que ya lo había recorrido: el recuerdo de las historias de mi madre, exiliada por la guerra a la zona de Dun-le-Palestel, el afloramiento, casi en todas partes, del agua bajo las piedras y, aún más, la luz del atardecer en las calles de La Souterraine, antes de volver a coger el tren, todo esto —¿cómo decirlo?— estaba incluido en el interior de Vies minuscules, no como un vago eco, sino como una marca de agua incluida en el libro. A través de los nombres de los lugares leídos en el mapa o en los carteles, a través de la impregnación nervaliana de estos nombres, a través de la forma en que los pueblos se erigen sobre el terreno, llegaba una especie de anhelo cuyo origen era el libro. 


Aunque a cierta distancia, quizás, contenía este país, había extraído de él su misteriosa resistencia, a través de las fotos de un álbum o del ruido de un ciclomotor que se aleja, a través del patio de una escuela o de un paquete de café enviado desde las colonias y guardado en la estantería de una casa de campo. Todo ello no porque Pierre Michon sea en esta ocasión el «cantor» de una región, de un país, sino porque hay la su manera en q ue capta la vida, en que extrae su esencia, algo limpio, algo puro, algo que se entrega, algo que convierte al lenguaje en una especie de linterna mágica, o más bien una antorcha. En la oscuridad, alguien rebusca, no sabe lo que va a encontrar, pero lo encuentra, y lo que surge no es una pista precisa, es una masa alarmante, alarmada. Del asombro de haber nacido, y de estar ahí entre todo lo que ha surgido, y sigue surgiendo, y va a desaparecer, toda esta masa es la historia, la historia no contada de la que, sin embargo, el que sostiene la antorcha tira de un hilo que arrastra a los demás, y todo el ovillo se desenrolla: hay un corral, una niña que atraviesa un bosque corriendo, un chico que silba para sí mismo, otro que está muerto y que le echan tierra encima, hay un río de aguas oscuras que fluye desde siempre y un hábil pescador que extrae carpas de él,  todo esto, iluminado por la antorcha, es como una filmación de extraordinarias convulsiones, como si el lenguaje, en lugar de ser una invención humana o un juego de manos, fuera un material procedente de la tierra, un líquido derramado, una leche en la que se formara una telilla.


«Mira el cometa; mira la nada y la salvación, la revuelta y el amor, el cuerpo vil y la letra, que se agarran, se abrazan, bailan, se deshacen, se retoman, pasan y se derrumban considerablemente». Rimbaud le fils.

____________________


Traducción del texto procedente de Pierre Michon, l’éscriture absolue, VV. AA., Université de Saint-Étienne, 2004.


La imagen de cabecera es de: https://twitter.com/cbamadrid/status/1086579004608528385


Como todo el contenido de este blog, este artículo está publicado bajo la licencia de Creative Commons Reconocimiento-No comercial-Sin obras derivadas 2.5 España

6 de enero de 2025

Princesa vieja reina

Princesa vieja reina. Pascal Quignard. InterZona Editora, 2021
Traducción y prólogo de Silvio Mattoni.
Princesse vieille reine. Éditions Galilée, 2015

La relación de Pascal Quignard con las artes escénicas, dicho sea en forma amplia, ha sido una constante a lo largo de su carrera como creador. En 1990 fundó el Festival de ópera y de teatro barroco de Versalles, que dirigió hasta 1994, cuando abandonó todos sus quehaceres profesionales para dedicarse en exclusiva a la escritura; fue también en 1990 cuando se encargó de escribir el guión de la película que dirigió Alain Courneau sobre su relato Tous les matins du monde; ya sin su participación directa, Benoît Jacquot dirigió, en 2009, la película Villa Amalia, basada en su obra del mismo nombre. La gran mayoría de obras de Quignard no son obras de teatro en el sentido clásico del término y, como tales, no pueden ni están llamadas a ser representadas sobre el escenario; solo se pueden leer; pero admiten diversas lecturas: la usual, en silencio; en voz alta —pero leídas, no declamadas ni interpretadas, es decir, traducidas—; y también a través de otras manifestaciones artísticas: danza, música, incluso pintura y escultura, y escritura, claro —es decir, re-escritura—, reelaboradas, pero manteniendo su naturaleza, como si cambiara la lengua en la que están escritas, pero nunca ni un ápice de su contenido.

Pero Quignard ha producido también textos con destino a la escena: Le Nom sur le bout de la langue (2005), sonata de tres relatos; Triomphe su temps (2006), sonata de cuatro relatos; y Princesse Vieille Reine (2015), sonata de cinco relatos, fueron creados para la actriz francesa Marie Vialle. Medea, un espectáculo de teatro butoh escrito para la bailarina y coreógrafa japonesa Carlotta Ikeda,  fue representado a lo largo del período de 2009 a 2013; después de la muerte de Ikeda, ideó y organizó diversas Performances de ténèbres —una experiencia que recoge en su texto del mismo título, Performances de ténèbres (2017)—; simultáneamente, y en curso en la actualidad (entre otras, Barcelona, Palau de la Música Catalana, 2024), ha organizado una serie de lecturas —en sus propias palabras, «récit-récital»— acompañado por la pianista Aline Pibloule o el clavecinista Pierre Gallon.

Personalmente, además del caso de estos recitales, también ha participado en diversos espectáculos, de entre los cuales: Mourir de penser, una lectura parcial de su texto del mismo nombre (2014), novena entrega de la serie Dernier Royaume; Vie et mort de Nithard Ballet de l'origine de la langue française, basado en sendos fragmentos de Les Larmes (2016); y L'Oreille qui tombe, una «obra sonora y evolutiva sobre la acción del agua y del tiempo», junto con la artista multidisplinar Frédérique Nalbandian.

Princesa vieja reina —sin la coma (,) que figura en el libro en castellano—, Cinco relatos, o Sonate a cinq contes, como lo califica el propio autor, es la publicación que recoge el texto del espectáculo creado para Marie Vialle representado en el Théâtre du Rond Point el 3 de septiembre de 2015. El formato es el de una colección de cinco cuentos tradicionales, todos ellos protagonizados por mujeres de todas las épocas: la historia de amor entre Emmen, hija de Carlomagno, y Éginhard, secretario del emperador; el relato del duque Huan que, después de asesinar a toda la familia de la princesa, la convirtió en su concubina; la historia de la viejísima soberana que reina sola porque su tiempo ha superado al tiempo del mundo y ya no puede recuperarlo; el relato de la tentación del suicidio de George Sand, que no puede librarse del fantasma de su padre; y, finalmente —aunque ocupa el tercer lugar en la serie—, el descubrimiento de Emily Brontë, en 1838, de que su apellido, en griego, quiere decir tormenta.