Despacio el mundo. Ramón Andrés. Acantilado, 2024 |
«El oído busca equilibrio, ayuda a que caminemos recto, favorece la orientación de noche, avisa de lo invisible. Templar una nota es algo más que alcanzar un sonido exacto. Lo que en alemán se entiende por Stimmung no solo expresa afinación, sino también un estado, una condición, un reposo, un sentimiento, una atmósfera. Una cuerda que resuena afinada no tanto expande como recoge, no tanto emite como incluye».
Siempre me he preguntado, desde que tengo conciencia musical, tanto como oyente como ejecutante, por qué nuestro cerebro —o, por lo menos, el mío— responde con una sensación de placer, generalmente, a la sucesión de notas de la escala cromática y se desasosiega con la música atonal. Hace años, asistía a una representación de Lulu, la ópera de Alban Berg, en el Liceo de Barcelona; nunca he sentido una sensación de malestar tan punzante como la que me provocó esa música, hasta el punto de que, en el intermedio, abandoné la función.
No creo que el hecho de haberme especializado en música barroca, principalmente en música para traverso, influya en el hecho comprobado —otra vez, empíricamente, pero solo en mi caso— de que se pueda adivinar fácilmente la última nota, incluso el último compás, de una frase musical barroca, con esa sensación de clausura que lleva implícita, y que sea —me sea— imposible apelar a la misma propuesta con gran parte de la música contemporánea.
Estas anécdotas sin ningún valor probatorio vienen a cuenta con respecto a Despacio el mundo, el último libro publicado por Ramón Andrés, porque el tema musical del texto, que se combina a la perfección con un segundo tema, la pintura, puede conducir a la cuestión de si una nota afinada provoca también placer y una desafinada malestar; como si la vibración de la cuerda buscando su afinación reprodujera, en el cerebro humano, el circuito de ensayo-error a fin de hacer coincidir aquel sonido con una especie de vibración interior, cerebral, recuerdo de quién sabe qué sonido ancestral o inscrito en la propia naturaleza; una sensación que encuentra su equilibrio cuando ambas frecuencias, por fin, coinciden
Ramón Andrés ha entresacado de la producción pictórica de varios siglos aquellas obras en las que figuran músicos afinando su instrumento —el «museo del oído»—, que encarnan ese tiempo detenido que solo se reanudará cuando se empiece a ejecutar la pieza, descodificando una imagen a través de desentrañar las claves musicales implícitas en ella; una circunstancia, pictórica y musicalmente, desacostumbrada, que parece encaminar al razonamiento hacia la existencia de un cuadro para cada nota porque esa pintura parece ser el único modo de convertir en duradero el lanzamiento de una nota de cuerda pulsada que no figurará en la pieza a ejecuar a continuación. En todo caso, Andrés ha escrito un libro que combina dos lenguajes, la pintura y la música, centrados en el momento provisional en el que el músico adopta una posición transitoria y circunstancial, que poco tiene que ver —ni el modo de pulsación, ni la actitud general, ni siquiera la expresión facial— con la que tomará cuando ejecute la pieza, y la música se encuentra también en ese intervalo en el que la nota que suena no es, tampoco, la nota definitiva: ambas han sido tomadas desde la posición de ajuste. Desde este punto de vista, afinar una cuerda es siempre un flujo de retorno; no un ir hacia el sonido perfecto, sino un volver hacia una consonancia perdida.
Por cierto, me queda una pregunta: ¿por qué la mayoría de personajes que están afinando sus instrumentos de cuerda, en las representaciones de un grupo, y a diferencia del resto de retratados, miran al espectador?
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