Los palimpsestos. Editorial Minúscula, 2015. Química para mosquitos. Editorial Galaxia Gutenberg, 2024 |
Amigos que escriben.
A pesar de la existencia de ciertos vínculos, difusos pero concretos, establecidos pero ignorados, me parece que por ambas partes, relacionados con el tema laboral —exnovio o loquesea con el que compartí en el pasado, aunque asincrónicamente, un mismo lugar de trabajo—, mi primer «contacto» con Aleksandra Lun fue a raíz de un pequeño volumen —que leí no porque conociera a la autora, sino porque la editorial minúscula merece que, al menos, se hojeen todas sus publicaciones, y digo hojeen, e insisto en todas, aunque es cierto que el hecho de que la autora fuera una chica polaca que vivía o había vivido en Barcelona y que escribiera en castellano y en catalán, ya me dirán ustedes si un caso como ese no hubiera despertado su curiosidad, contribuyó a mi expectación— titulado 'Los palimpsestos', un libro que me pareció de una originalidad extraordinaria, una maravilla, formalmente —no tiene por qué coincidir, las estanterías de las librerías y las de mi biblioteca personal dan fe de lo habitual de esa divergencia—, que, además, tocaba un tema que me interesaba e interesa sobremanera, el de los escritores prófugos —de su lengua materna, y solo a veces de su lugar natal; en el caso de Aleksandra, doble transfuguismo—, pero no sé si esa lectura y posterior y justificada admiración provocó algún tipo de contacto, presencial o virtual, personal con la autora, aunque sí recuerdo que estuve hablando de su libro, y no una, sino varias veces, con Valeria Bergalli, su editora.
El primer trato personal —estoy dispuesto a discutir tanto el sustantivo como el adjetivo— tuvo lugar durante la reclusión, a través de unos vídeos que Aleksandra tuvo la gentileza —con la proporción imprescindible de mala leche; sin mala leche no hay gentileza, hay condescendencia, y no al revés, igual que no existe cinismo sin inteligencia, eso es estupidez, y un cínico no es un estúpido, un inculto sí lo es; estoy dispuesto a discutir esto, también— de transmitir, junto al director de su gabinete, en streaming, desde su suntuoso despacho bruselense, sobre coaching confinamental.
Posteriormente, en uno de los tiempos muertos entre perentorias declaraciones de emergencia y contundentes confinamientos provocados por la pandemia —aunque no recuerdo si fue en ese momento en que lo supe, pero sí que no se materializó en ninguna consecuencia con anterioridad a 2021—, me enteré de que teníamos una amiga común, y que esta misma, no sé por qué razón, supongo que habíamos hablado de ello en uno de los encuentros con prolongada sobremesa que acostumbrábamos a celebrar —por cierto, Olga, ya es hora de que los retomemos, ¿no?; ya no trabajo en Barcelona, pero no resido en las antípodas (aunque a menudo lo desearía y, más a menudo todavía, lo parece)—, había concertado un encuentro —con comida, los encuentros con amigos o son con comida o no son encuentros, o no son con amigos— a tres, que se celebró en una terraza en pleno ferragosto barcelonés —camiseta de manga corta y ropa ligera todos, leve y saludable bronceado los mediterráneos, blanco casitransparente y rubio casialbino la báltica—, del que no recuerdo qué comimos —de hecho, ni me acuerdo de que comiéramos, pero es indudable que lo hiciéramos—, pero sí que la sobremesa se alargó lo suficiente como para que se desvelaran los vínculos de los que he hablado al principio y nos hartáramos de hablar de literatura y de reir —aunque no nos reíamos principalmente de la literatura de la que hablábamos, bueno, sí, en algún caso—.
Ahora Aleksandra ha publicado otro libro, 'Química para mosquitos' —dos libros en diez años, unas trescientas páginas en total, no sé si esto es un ejemplo de productividad en Bruselas (recuerden que esa ciudad, por decirlo de alguna manera, es la sede del Parlamento Europeo, del Consejo Europeo y del Consejo de la Unión Europea, del Comité Europeo de las Regiones y del Comité Económico y Social Europeo; lo digo por lo de la productividad)—, en el que habla de confinamientos tácitos, de libertad ignota y de transfuguismo espiritual. Bueno, de hecho, no es ella la que habla, es una niña nacida en 1977 en una colonia minera en un país bajo la órbita de la Unión Soviétiva, y ya habíamos quedado, Barthes mediante, en que el narrador de una historia no tiene nada que ver con el escritor, que, además, está muerto. ¿Era así, verdad? —Otra afirmación que estoy dispuesto a discutir, por cierto; venga, un poco de munición, a título de maniobra de distracción, para empezar: «Balzac, en su novela 'Sarrasine', hablando de un castrado disfrazado de mujer, escribe lo siguiente: “Era la mujer, con sus miedos repentinos, sus caprichos irracionales, sus instintivas turbaciones, sus audacias sin causa, sus bravatas y su exquisita delicadeza de sentimientos”. ¿Quién está hablando así? ¿El héroe de la novela, interesado en ignorar al castrado que se esconde bajo la mujer? ¿El individuo Balzac, al que la experiencia personal ha provisto de una filosofía sobre la mujer? ¿El autor Balzac, haciendo profesión de ciertas ideas “literarias” sobre la feminidad? ¿La sabiduría universal? ¿La psicología romántica? Jamás será posible averiguarlo, por la sencilla razón de que la escritura es la destrucción de toda voz, de todo origen. La escritura es ese lugar neutro, compuesto, oblicuo, al que va a parar nuestro sujeto, el blanco-y-negro en donde acaba por perderse toda identidad, comenzando por la propia identidad del cuerpo que escribe». Roland Barthes, 'La muerte del autor'—.
¡Jajajajajaaaaa! ¡«El cuerpo que escribe», dice!
[N.B.: Pido disculpas por los puntos (.), seguidos y aparte, que no he podido evitar; los del texto de Barthes son de su exclusiva responsabilidad].
[N.B.2: Puede que nada de esto sea cierto, o lo sea solo en parte; cabe incluso la posibilidad de que todo sea verdadero; cf. 'El arte de la ficción', David Lodge. ¿O es que creían ustedes que iban a salir indemnes, es decir, con una sola recomendación de lectura, de este texto?].
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