21 de agosto de 2023

Les Trois Mousquetaires IV



 


Pequeño bailarín

Pierre Michon sobre Pierre Bergounioux


Debemos a Pierre Bergounioux una de las obras literarias más logradas de nuestro tiempo. Es de esas que nos recuerdan brillantemente que la belleza de las letras no puede disociarse de la búsqueda estricta de lo que se llama la verdad, la verdad particular de quien escribe, pero que mágicamente puede ser leída por cada uno como su propia verdad. Porque el arte es verdad, es un desafío y un placer. El arte busca la articulación entre uno mismo y el mundo, lo que uno es en medio de todo lo existente; y «lo que uno es no es más que la contraposición con todo lo existente». Superando esta contraposición, es lícito volverse hacia «la riqueza del mundo perdido, las bestias, las plantas y los hombres, incluso, en medio de un enorme montón de inmundicia». Hacia restablecer la afinidad de todo lo existente y de lo que se es. Entre la exaltación y el sombrío entusiasmo, Pierre Bergounioux nunca se ha desviado de este camino, cada vez más recto y más luminoso, cada vez menos frecuentado, también, hoy en día. Ha prestado poca atención a los cantos de sirena por los que la mayoría ha naufragado. Sin saberlo (o no, porque es listo), encarna a la vez la conciencia de las letras —que es una restricción— y su plenitud —que es una expansión; y esta doble postura representa un tour de force; el «hola» opuesta al rostro de los farsantes, y, aún con riesgo asumido de la redundancia, la fecundidad a pesar de todo. El silencio no es su fuerte.


Fértil, también en aficiones, que no son realmente aficiones, sino medios de investigación, vectores de conocimiento de los que se beneficia su obra: la entomología, la geología, la pesca a lance, la elaboración de bifaces a la manera de nuestros antepasados anteriores a Lascaux. Y entre éstas, la más llamativa,  porque es la más visible y compartible, la escultura, que más bien debería llamarse, como él lo hace, un combate con el hierro. Porque «no estamos en una posición de fuerza. Todo está perdido de antemano. Pero nada puede impedirnos librar la batalla».


No puedo hablar en general de su escultura, por haberla visto poco y saber poco de ella, aunque creo conocer perfectamente las modalidades y las causas de su combate con el hierro, por haberlas leído en los numerosos textos en los que se explica. Pero de una de sus esculturas sí que puedo y quiero hablar,  porque me la regaló y la tengo a mano. Casi a mano: está en el lugar donde me la entregó, un viejo día en que me visitó, en una casa en ruinas, en medio de un campo inhabitable, un «desierto espantoso» como se decía en el siglo XVII —una casa que me pertenece y donde he pasado mis vacaciones durante mucho tiempo, unas vacaciones que eran más bien un quehacer devocional, un deber piadoso.


Se trata de una figura de pie, tal vez bailando. Está formado por tres varillas de hierro más o menos dobladas y un bulón ciego que representa la cabeza. Su pecho está engastado en una malla flotante, que nunca he decidido si es un pequeño chaleco de pastor o la coraza de un hoplita. La égida de un dios, por qué no. Los brazos están levantados, uno más que el otro, y el pie izquierdo también, con firmeza y decisión, como si atacara un paso. Su cabeza se inclina delicadamente y su mirada parece dirigirse hacia este pie izquierdo levantado, al que acompaña con gran seriedad, gran aplicación, con amable ofrecimiento, infantil, viril. El conjunto es a la vez ligero y gravemente atraído hacia el suelo, como una bailarín campesino.


Entre mis piadosas ruinas, le encontré inmediatamente su lugar, que nunca ha abandonado desde entonces: a diez pasos de la puerta, en un antiguo terraplén, en medio de lo que hace quizá cien años fue un parterre, que no es más que un caos de helechos y zarzas, cortados apresuradamente, apartados rápido, al pie del castaño que tanto amaba, que cobijaba con su sombra nuestras comidas y nuestras charlas, nuestras lecturas —puede que haya soñado todo esto—, en otro tiempo. Antes de la llegada del pequeño dios danzante, este lugar ya era un altar, en cierto modo: yo había colocado allí, entre la maleza que nunca conseguí quitar, un viejo morillo oxidado, roto, que, tal vez por la ambigüedad de la figura, podía pasar indistintamente por una Marianne o una Virgen María, por qué no por una Vesta. Figuras de devoción mezcladas, a falta de una creencia definida.


El castaño terminó cayendo; privado de su dosel, el terraplén ya no es un altar, sino un trozo de desierto expuesto a la lluvia y a las heladas, sepultado bajo las zarzas. Los azares de la vida, o mi falta de fuerzas, hacen que ya no frecuente el espantoso desierto. Ya no veo al pequeño bailarín, ni nadie puede verlo. Las zarzas están altas. Él vela debajo. Persiste, en medio de un enorme montón de inmundicia. Persevera. La obra de Pierre Bergounioux es igualmente obstinada, arcaica como el hierro, errante como la zarza, terca como el óxido, hosca, pero danzante. El bailarín baila. Afirma lo que es por debajo de todo lo existente.


Quizá un día, cuando haya aprendido el uso la desbrozadora y el mi vida, le libere de la inmundicia, volverá a ver la luz. Volveremos a ver la luz, él y yo.

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Este texto es la traducción al castellano del artículo de Pierre Michon Petit danseurpublicado en: Pierre Bergounioux. Les Cahiers de l'Herne. Éditions de L'Herne, 2019.

Las imágen de la cabecera proceden de: https://www.editionsdelherne.com/

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