19 de junio de 2023

Señores y sirvientes


Señores y sirvientes. Pierre Michon. Anagrama, 2003
Traducción de María Teresa Gallego Urrutia

Edición en un solo volumen de tres títulos publicados separadamente por Éditions Verdier: Vie de Joseph Roulin (1988), Maîtres et serviteurs (1990) y Le Roi du bois (1996).

Vida de Josep Roulin

Joseph Roulin era el cabeza de la familia Roulin, que posaron como modelos para los retratos que pintó Van Gogh en 1888. Joseph, que conoció a Van Gogh a los 47 años, recién trasladado por la administración, cuando este contaba 35, llegó a ser un buen amigo del pintor en su etapa en Arlés y su retrato con uniforme de factor, una especie de cartero de ferrocarril, es una de las pinturas más conocidas del pintor.

«¿Cómo leía Roulin esas cartas? No como las leería yo, por descontado, no con esa forma de leer taimada y perversa, interpretativa, que usamos ahora con quienes no nos escriben sino por una suprema cortesía con la suerte, como si escribiesen sin ilusión alguna a la mismísima esperanza: es una mala racha, dicen, es todo viento y circunstancias; y no queremos creelos, nos hacen gracia; sabemos que, tras esas palabras, caen de espaldas sin remisión; nos hemos vuelto muy diestros desde que sabemos que el lenguaje miente siempre».

Van Gogh convierte a una persona en un cuadro; ¿es posible convertir el retrato en una persona por medio de la literatura? Michon tiene que imaginarse —que es mucho más que inventar, porque significa acompañar al fruto de la imaginación e implica rellenar los huecos que se van encontrando, a diferencia de la invención, cuyo fruto es un sistema cerrado— la vida de Roulin, pero solo con esto no puede revivirlo: Roulin debe ser escrito, Michon va un paso más allá de la écfrasis: la descripción solo reproduce —aunque también puede ampliar la creación—, mientras que la imaginación, una vez puesta por escrito, crea el hilo invisible —que no es tejido, sino pintado— que une a Van Gogh con Roulin, se extiende —aunque ahora ya no es pintado, sino escrito— de Roulin a nosotros gracias al artista.

Michon retrocede hasta la Revolución de 1830 y recorre la convulsa historia de los levantamientos populares en la Francia del siglo XIX para rastrear los orígenes de Roulin, para dotarlo con una genealogía —la novela no es solo el espejo a lo largo del camino de la manida expresión, sino también a lo largo del tiempo, un reloj que debe atrasarse para dar tiempo al tiempo, un movimiento de retroceso para coger carrerilla; un relato puede prescindir del espacio, pero no del tiempo— que justifique su adscripción moral; es decir, de nuevo, encontrar las palabras —una tarea ardua, hipotética, insegura— que formarán el discurso oscuto, improbable, vacilante, previo a la explícita combinación de manchas de colores con que su amigo, el pintor, embadurnará la tela.

[P. 29]: «Al alzar la cabeza vio ante sí, del otro lado de la ventanilla, a un cliente. No llevaba el güito amarillo: no tenía la cabeza afeitada, ni gesticulaba, ni mascullaba; no parecía estar loco; no era tan grande como las torres de Manhattan; tenía un acento del que nada sabemos y esa barba pelirroja de la que sí sabemos; llevaba un traje azul barato, de dril o de droguete. Quería enviar por "pequeña velocidad" al señor Théodore Van Gogh, residente en París, un paquete largo y cilíndrico, de bastante peso, que entregó al factor; en el impreso, en el apartado "contenido del envío", puso que eran cuadros. Al factor lo asombró que los cuadros pudiesen enrrollarse y andar por ahí sin su inseparable marco dorado, que les confiere dignidad y rigor».

El amarillo cromo y el azul cobalto de Arlés —Arles, Treline, Arelate— se globalizan en La casa amarilla, de lo general a lo particular, y a lo general de nuevo, y se convierten en amarillo mimosa y azul de Prusia, de lo particular a lo general, y a lo particular de nuevo para Armand, Camille y Marcelle, para Augustine, para Joseph también. La indigencia pinta mejor a la indigencia que la opulencia, no se puede reproducir el amarillo mimosa con pan de oro ni el azul de Prusia con el color del zafiro.

«No era el hecho de que lo escogiese para modelo un pintor de París, por qué no, valía tanto como el que más. Tampoco era el cuadro de Van Gogh en sí, el resultado, en el que Roulin, indulgente y dubitativo, veía cómo se convertía en otro, reconocía su propia barba, demasiado verde o demasiado rizada, y, otras veces, en cambio, más tiesa que la justicia, su mirada de sátrapa o de santo, y su gorra, que salía siempre muy parecida: en resumidas cuentas, no debía de parecerle todo aquello nada del otro mundo, y lo decía; o, más probablemente, se lo callaba, porque era de ideas amplias y el señor Vincent sabía lo que se traía entre manos».

Y ahí quedan los cinco, para siempre, fijados en unas telas que, a diferencia de sus modelos, están destinadas a errar por el mundo en busca de marcos cada vez más opulentos, a atravesar desiertos, ahora sí, de oro y mares, ahora sí, de topacio, tomándose momentáneos descansos en salas incoloras o frías cajas fuertes, entre cada cambio de moldura, cada vez más fastuosa. Ellos, los cinco, en cambio, nada saben ni nada comprenden de los altos destinos del arte ni de sus sucedáneos; solo recuerdan las noches de absenta y de grog con aquel pelirrojo uniorejado que les dejó, en agradecimiento a su hospitalidad, un lienzo que tienen colgado en la pared y que solo sirve como testigo del paso del tiempo, que ha hecho más estragos en los otrora firmes modelos que en la frágil tela.

«Así que contemplan tranquilamente ese cuadro pimntado hace mucho; y a Roulin le parece casi hermoso, bien pensado. Las dalias florecen. En la gigantesca mole de la Vieille Charité, eso tan perentorio que toca un agudo clarín a lo mejor es ya el toque de diana. Sin mirar la silla que tiene al lado, Roulin apaga el quinqué; el mainate, incomodado, rebulle, dice un nombre como en sueños. El anciano se va a la cama».

Una tela que ha trocado su endeblez por valor. El pelirrojo del pincel ya no está y su trasunto trasladado a la tela ya no es amarillo como el grog, sino cano, y se le hace raro lo que le parece entender que dice ese hombre elegante que ha venido a verla, ahora que cada día que pasa se parece menos a su modelo y ni siquiera el uniforme es del mismo color. ¿Cómo puede ser que Vincent se esté convirtiendo ahora en un grandísimo pintor, si está muerto? Y también, ¿por qué querrían darle tanto dinero por él? Roulin no entiende nada.

«Roulin se lanzó: regalaba el cuadro a condición de que se supiera que antes se lo había regalado el artista en persona al señor Joseph-Étienne Roulin, que era algoi que se podía mandar grabar, por ejemplo, en el filo del marco, ya que, por cierto, también regalaba el marco. Añadió, riéndose, pero con miedo a que le dijese que no, que quería que esa donación apareciese en el Forum Républicain de Arlés y, por qué no, en algún diario parisino, puesto que ahora Van Gogh era famoso y el joven [comprador] estaba bien relacionado: quería pavonearse un poco».

Por qué los pobres seguirán siendo siempre pobres, pero también por qué la dignidad, la riqueza de los infortunados, no puede comprarse con dinero. Una dignidad que mantendrá hasta los primeros años del nuevo siglo, cuando, por una fatal e ineluctable combinación de una vida de excesos y de la edad, la muerte le encontrará en un sendero sin más testigos que el trigo amarillo cromo y el cielo azul cobalto; una dignidad inconsciente, que tal vez sea percibida solo por el escritor y utilizada para redondear el retrato, para dotar con algo de magnificencia una vida recreada que es un oscuro y alcoholizado factor que es un retrato que es un pintor, recuperados del olvido en el que la belleza que alguien decretó de un trozo de tela pintada los sumió.

«¿Quién decidirá qué cosas son hermosas y por ello valen mucho entre los hombres o no valen nada? ¿Lo deciden acaso nuestros ojos, que son iguales, los de Vincent, los del factor y los míos? ¿Lo deciden acaso nuestros corazones, a los que una nadería seduce, a los que una nadería repele? ¿Lo decides tú, joven que estás sentado en casa de Antoine Vollard, que has dejado a tu lado el sombrero y, con fogosa animación, hablas de pintura con mujeres muy bonitas? ¿O lo decidís vosotros, lienzos encaramados en Manhattan, mercancías cuyas fantasiosas manías teofánticas son regocijo para los dólares y, por ello, os aproximáis sin duda también un poco a Dios?».

Señores y sirvientes

Dios no acaba

Casi nadie conoce a ese hombre que pinta, que llega a mendigar a Madrid la aprobación de los consagrados, de los pintores de la corte, aquellos que con un solo gesto con la cabeza pueden señalar el éxito o el fracaso de un aspirante. 

Michon detiene su mirada en un mundo de apariencias —qué es la pintura, sino mera apariencia, dirían los titulares—, volátil, inconsistente, jugando a juzgar una vocación, algo incomprensible para aquellos que no conciben nada anterior a la obra terminada, a la obra de arte a la que no se debe importunar con presupuestos ni prejuicios. Esos santos y mártires, esos ángeles y esas santas que pinta en el obrador de su padre no pueden igualarse a las obras maestras que se pintan en palacio o en las pobladas academias, invadidas por aprendices ambiciosos, en que se han convertido los talleres de los consagrados.

Se trata de otorgarle un pasado a ese pintor cuando no es más que un aprendiz talentoso pero cuya ambición parece sobrepasar, por mucho, a su capacidad; un pasado digno del futuro que le está reservado, como un sorprendente bucle que subvierte el curso del tiempo; un pasado, tal vez, no muy distinto del que fabricó él mismo, ya adulto, que no le diera motivos para avergonzarse, intentando adjudicar a la divina inspiración lo que no era más que fruto del trabajo. Pero esa falsa modestia de falso aprendiz, esa subordinación impostada, esa humildad aparente, le dan la oportunidad que le habían negado sus indiscutibles dotes a manos de un consagrado que se permite ser magnánimo porque no cree que pueda haber peligro alguno en apadrinar a un rústico aprendiz, quien, de paso, le birló a su hermana.

[P. 85]: «¿Sabe usted qué es la dicha, señora mía? Esas temporadas de la vida, que con frecuencia pertenecen a la juventud, aunque no siempre, en que uno tiene fe en sí mismo sin tomarse por otro diferente, en que tiene la espetranza de que dentro de un año, dentro de diez años, se hallará al fin colmado, es decir, que habrá llegado a donde quiere llegar, que tendrá lo que quiere tener, que será de una vez por todas lo que desea ser, y lo seguirá siendo; de momento, se sufre, se es algo menos o algo más que uno mismo, pero dentro de diez años ya estará donde quiere estar: y en ese leve sufrimiento consiste la dicha; y todas sabemos que durante esos cinco o seis años Goya fue feliz».

Ese cambio de situación personal conlleva, a la fuerza, un cambio en su posición profesional, aunque Michon, sabiendo el destino que le estaba reservado, se muestra indulgente: obvía los testimonios malintencionados y se vuelve crédulo ante las manifestaciones de Pepa Bayeu, asumiendo su indulgencia, no sin haber dudado ante las manifestaciones del propio interesado. Así que el escritor consagrado, en un papel opuesto al de Francisco Bayeu, aunque explicitando una admiración que el pintor de palacio ni siquiera podía concebir, acuna al futuro sordo relativizando la importancia de sus sombras y valorando, quizás en demasía, sus luces.

«Jugó Goya con ese juego durante cinco o seis años, y ahora con dicha y éxito, porque (¿se lo he dicho ya a usted?) ahora sabía pintar, y no ignoraba que sabía pintar. No es que creyese en su pintura, como suele decirse; no es que, a partir de ese momento, creyese en la Pintura, en ese algo inaccesible cuya ausencia y acechanza lo habían torturado antaño, aquella dolorosa espetranza que quizá se había adueñado de él siendo un niño, entre santos dorados que lo miraban, le pedían algo, en aquella quimera, más fugaz que una sombra y nunca vislumbrada, fruto de la prodigiosa conjunción de una mano y un limitado espacio que sería el mundo; y el mundo nacería de esa mano».

¿Es la ambición algo execrable en un artista? ¿Existen ambiciones permitidas —el honor, la gloria, la fama— y ambiciones prohibidas —la riqueza, el poder, la influencia—? Michon parece dispuesto a excusarle, tal vez incluso a perdonarle, cuando viene, de palacio, por medio de su cuñado, el encargo definitivo, el que lo arrancará, a la vez, del anonimato y de la pobreza.

Pero este es un encargo envenenado; en lugar de un paraíso inundado de luz, Michon entierra al futuro pintor del rey en una siniestra cueva que no alberga, una vez sus ojos se han acostumbrado a la opaca oscuridad, sino muertos corrompidos y espectros descompuestos, amenazadoras huellas de un pasado glorioso convertido en un presente no menos aterrador, fantasmas a punto de abalanzarse sobre su cabeza y de cubrirle con su inmundicia.

«¿Será eso, señora mía, lo que ayer aún se conocía con el nombre de Caída? ¿Será eso esa luz repleta de tierra y esa voltereta muy digna de cuerpos inmóviles, será eso lo que no  acaba nunca de caer dentro de esos cuerpos que no caen porque los sujetan los guardainfantes, las corazas, las realezas? ¿Cree usted que será solo el cielo de Flandes el que atosiga todas esas venias hastiadas que se están haciendo dos capitanes entre dos filas de picas? Esas Hilanderas, que no son sino un cuadro ante el que está a pie firme el joven bajo y grueso, demasiado sabe usted, señora mía, qué están hilando: las bobinas son pesadas y densas, caen, ruedan, se devanan; un tajo; todas acaban, pero no tienen fin; tras una, viene otra. Basta ya, dice usted; estas palabras hueras la cansan, estas hechuras la fastidian. Mire solo una vez más, la última: en una esquina de ese cuadro, que se llama Las Meninas, en ese cuadrado de aire denso, en esa estancian desencajada en que hay enanas, un apacible perro infernal que espera, unas desdichadas que van cayendo, muy tiesas, y unos reyes viejos, al fondo, como nieblas de verano sobre el vacío, ahí está el difunto pintor de Sevilla, con la paleta en la mano, los ojos irresolutos, adusto como un Austria, distante como un Saturno; no mira nada y hace como que mira a Goya, de tiros largos, en mayo de 1778».

El paleto aragonés ha visto abrirse, a sus pies, el abismo. O quizás es Pierre Michon quien lo ha visto. O la vieja necia que se ha inventado esta historia, para darse notoriedad o fruto de la embiaguez. Pero todos sabemos que el palurdo aragonés se lanzó a ese abismo, un abismo del que surgió de nuevo convertido en Don Francisco José de Goya y Lucientes, pintor de la Corte de Su Graciosa Majestad.

Quiero solazarme

Gilles —en realidad Charles Carreau, el párroco de Nogent—, el Pierrot —dit autrefois Gilles,—de Antoine Watteau, explica la historia del cuadro en primera persona. La extrañeza del modelo ante la intención de pintarlo del artista, teniendio en cuenta sus antecedentes, y ante la obra terminada. De  nuevo el cuadro, que se convierte en escritura por obra y gracia, esta vez, del personaje pintado, sin intermediarios —¿sin tela?—, alguien que no entiende de pintura pero que conoce al pintor, y que confronta este conocimiento con el resultado de la obra y con el pasado del propio autor.

«Dos mañanas le llevó pintar mi rostro en ese tsmplete glacial que he mencionado. Por lo demás, el lienzo estaba ya casi acabado cuando yo llegué: era un Pierrot de gran tamaño, con las manos colgando y el porte de un simple. ¿Habré de admitirlo? Yo, que carezco ya de ambiciones, había tenido la esperanza, de camino, de que, por una vez, me pintasen con la apariencia de un prelado, de un profeta quizá, y me habría conformado con un papel de comparsa en una fábrica sacra, un levita detrás de Joad, o un oscuro testigo de la Pasión, mejor que con ese papel protagonista de payaso de cara enharinada que pretendía endilgarme. Me quedé atónito ante aquella cosa grande y blanca; él fingió caer en la cuenta de mi apuro, que, por descontado, tenía previsto;  se disculpó mucho —y reía— y yo hice por reírme también; ¿no era acaso mi rostro el de un hombre cualquiera? Y, además, ¿quién iba a reconocerme en las casas de los gentileshombres en las que estaría colgado nuestro cuadro? Empecé a posar».

Michon muestra el recorrido que hay que transitar desde la idea de un cuadro —un encargo, una prueba que se plantea el propio artista o un desafío, un pálpito; o sin motivo alguno— en la cabeza del pintor, la búsqueda de escenarios, los modelos, la vestimenta, hasta que toda esa información está preparada, el proceso ha terminado, para convertirse en una pintura. Gilles es párroco, no entiende de pintura más que cualquier campesino de Nogent, por tanto, su aportación, con muy raras excepciones muy medidas,  finaliza entonces, cuando el pintor toma por fin sus pinceles y se aplica a la tarea. Gilles volverá, una vez terminada la obra, a actuar, otra vez como espectador no especializado, y ofrecerá su humilde opinión, con tan poca ambición como razonamiento.

El artista desaparece mientras está pintado, igual que Watteau desaparece de Nogent, la desaparición que interrumpe la existencia porque, mientras pinta, la obra es todo lo que existe, el resto es accesorio y llega incluso a molestar; hasta puede acabar con el artista en el trance entre coger los pinceles ante la tela en blanco y soltarlos cuando ha terminado su obra, y la tela ya no es la misma, y el artista tampoco. Un Watteau maduro, al borde de la ancianidad, siente que la vida se le cuela por las arrugas, y que su reconocimiento y su libido se evaporan a la vez.

Y el pintor muere porque ya no le queda nada por pintar —y ya no puede solazarse—, asqueado, en el fondo, por todo aquello que ya ha hecho, fastidiado porque la crítica le ha erigido un pedestal que no merece. O el pintor muere porque se da cuenta de que no podrá pintar todo aquello que quiere, que no existen vidas suficientes para hacerlo, y que todos los intenrtos que ha llevado a cabo, desde aquella obra maestra que llegó demasiado pronto y que no ha posido repetir, han sido fallidos.

[P. 120]: «Le dije, pues, el placer que me causaban sus obras, sus horizontes y sus marquesas. ¿Cómo no me había percatado de que padecía una enfermedad del orgullo? Se enderezó a medias, apoyándose en el codo, y me miró fijamente [...]. Ejercí de hipócrita y le aseguré que, al final, había conseguido simular el mundo: era una mentira tan burda que no pude seguir con ella. Se había incorporado del todo, miraba los trampantojos del techo, en los que huían con raudo vuelo unos pájaros; soltó una risa breve que no me sorprendió. Dijo entre dientes, con tono silbante, sin ira: "¿Solo eso?". Luego, desvalido como un niño, quejumbroso: "¿Y lo que se me debe? ¿Y mi paga?"».

Sin embargo, queda la duda acerca de qué sucedió realmente, cuáles fueron las intenciones del artista, cuando el que ofrece la informaciópn no es él mismo, sino alguien que duda entre el homenaje y la calumnia, la admiración y la envidia, el anonimato y el reconocimiento. Si tras todo novelista se esconde un mentiroso, ¿quién se oculta tras un biógrafo? Michon juega con ese enigma y plantea al lector el dilema de la fiabilidad del narrador, aun sabiendo que no tenemos, como no sea la duda, nada que oponer a Diógenes Laercio, a Vassari o a Carreau; a saber qué resentimiento lo empujaba, de qué ofensa se estaba resarciendo.

«Hubo algunos truenos, nada de viento; los árboles de piedra se inclinaron hacia Monseñor el Artista como taciturnos monseñores; un relámpago se llevó consigo al escandalizado pícaro, según caía la tarde, a esa hora en que los vestidos empiezan a agruparse en las terrazas que asedian las fuentes y las indecibles frondas. A eso de las siete,  empezó a llover. Los árboles recobraron su antigua cantinela; Watteau estaba frío».

Con este signo vencerás

Lorentino d'Angelo, Lorentino de Arezzo, fue un discípulo de Piero della Francesca, mencionado brevemente por Giorgio Vassari en su Le vite de' più eccellenti pittori, scultori, e architettori italiani, da Cimabue insino a' tempi nostri. Michon acude para contar lo que Vassari no menciona: si toda biografía es una toma de partido, Vassari escogió el suyo y Michon también, y no son el mismo. La fiabilidad de una biografía debería medirse, tal vez, no por lo que se cuenta del biografiado, sino por lo que se calla.

Lorentino acepta un encargo a cambio de sus subsistencia. Un San Martín que es pintura, que no es persona; su realidad se limita a ser el producto de unas pinceladas más o menos hábiles, materia y espíritu, cuerpo y alma. El pintor necesita un modelo para dar apariencia humana al santo —que no es el santo— pero, ¿cómo setratará su alma? ¿Le sirven todas las técnicas pictóricas que ha aprendido con Piero, o se trata de algo tan etéreo cuya representación no tiene relación alguna con los materiales? ¿Cómo se pinta el espíritu? Se puede alcanzar, mediante el gesto, la perfección en la reproducción del cuerpo y de todo aquello que implica materialidad, pero para pintar el alma hace falta una Revelación.

«Estaban comiendo el cerdo de San Martín. Los niños más pequeños, ahítos ya, les corrían entre las piernas. Lorentino no estaba entregado por completo a sus viajes, sus recuerdos, lo estaba también a la satisfacción de comer, que es algo que no precisa del alma; pero se sentía avergonzado, por más que sonriese a Angioletta mientras esta lo servía, por más que animase a Bartolomeo a restaurar bien sus fuerzas pues habría que trabajar al día siguiente. Seguía el viento, que arrastraba por las alturas solemnes palabras burlonas. No, San Martín no habría debido portarse así: se había burlado de él. De lo que el bienaventurado debería haberse compadecido era de su artte y no de su hambre: ya que el arte, por cierto, cuando se nos otorga, cuando cumplimos con él en su perfección y por ello nos remuneran, también el arte nos da de comer en fin de cuentas. Nos sacia de todas las formas posibles. Lorentino renegó con ira de San Martín».

Es posible que el menosprecio del público hacia la obra sea la peor circunstanxcia que deba afrontar el artista, pero no es más determinante que la convicción del propio autor de que esa obra, aunque injustamente valorada, no es la mejor obra que podía crear en ese momento.

Después de recoger todos los sinsabores de la incomprensión y del desprecio, convencido ya de que el suyo es un caso perdido, Lorentino nombra depositario de sus esperanzas malogradas a su hijo, a quien no por azar ha dado el nombre de Piero; y Michon los pone en camino, padre e hijo, la vocación frustrada y la ilusión futura, hacia Borgo, a buscar la bendición del anciano maestro, ciego ya, tal vez por haber agotado en su obra toda la gama de colores y por no poder encontrar, a través de la vista, ninguno que no hubiera recreado con sus pinceles.

Por supuesto, la obra se convierte en obra maestra mientras se ejecuta y cuando se termina, que es cuando ya ha adquirido todos sus atributos. El favor del público, el reconocimiento de la crítica, la posteridad, no le añaden nada que no estuviera después de la última pincelada del artista, esa tras la cual todo lo que se añada es vano.    

«Una noche, el santo no vio ya los signos, ya no tenía rostro: ya nada podía verse. La parroquia prosperó, mandaron hacer una pared nueva y tiraron aquella nada. Hoy es tierra, igual que Lorentino, igual que Piero, igual que el nombre de Lorentino, igual que el nombre de San Martín, a quien ya no invocan los labriegos, que no estalla ya en sus risas ni llora ya con ellos, que calla dentro de las bocas que están bajo tierra. Acá y acullá se pronuncia aún el nombre de Piero, se dispersa para callar mejor dentro de poco. Ya no falta mucho. Un día, Dios no oirá ya nombre alguno que prevalezca sobre los nombres. Enviará un signo a los siete. Y ellos se llevarán a los labios las siete trompetas».

La combinación de tiempos verbales en un solo párrafo, común en francés pero extraña en castellano, reproducida, sin embargo, fielmente por la traductora, otorga a la frase de Michon una indeterminación temporal que la transporta del particularismo a la generalidad, que le confiere un carácter casi sagrado, intemporal, eterno. Las digresiones, si pueden llamarse así, tendiendo en cuenta el estilo poco normalizado del autor, no actúan como ampliaciones, complementos, sino como piezas indispensables —piezas angulares, por seguir con el signo religioso del título— para lograr el efecto envolvente tan particular del autor. 

El rey del bosque

La historia del arte abunda en artistas menospreciados en su tiempo y que el porvenir olvidó cuando dejaron de pintar por puro hastío, por incomprensión o al ver que la perseverancia no conducía nunca a nada; sin embargo, los casos de pintores que abandonaron su oficio expresa y voluntariamente, es escaso. El artista incomprendido es mucho más apreciado que el artista dimisionario. Sin embargo, a pesar de las diferencias, su relación con el arte es la misma. 

«No envidiamos a Dios, que lo ve todo con ecuánime mirada; la mirada que envidiamos es esa que se posa sobre aquello de lo que está a punto de gozar así se hunda el mundo. Sentado en aquel camino a pleno sol, en que había sonreído fugazmente un príncipe que no era quizás sino un marqués, me eché a llorar ruidosamente, con hondos sollozos. Habría querido ser fuego que arde. Me arrastraba una insensata exaltación, que quizá era dolor, ira o esa desgarradora risa de los que se encuentran de súbito con Dios en su camino. Era, sin duda, el porvenir aquel turbión de lágrimas. Era Dios también, aunque con tan peculiar forma».

De quien no habla en absoluto la historia es de todos aquellos personajes que fueron imprescindibles en la vida de los artistas pero que no tuvieron ninguna relación en absoluto con el arte, más que la continua vecindad física. Esa visión tangencial, recogida desde un no-lugar —que puede ser un bosque, un camino de diligencia o el propio estudio del artista, la localización no importa—, es la que Michon pone en boca de Giovanni —Gian— Domenico Desiderii, alumno de Claudio de Lorena —Claude Lorrain—.

«Mis padres fueron unos pobres diablos sin hacienda y, por descontado, sin ciencia: no había trecho de tiempo para tanto. Bien creo que los quería. Arrendaban sus brazos y los míos, y los de mis hermanos, a los labriegos ricos de losCastelli, quienes, en lo que a ellos se refería, no tenían sino una reserva de grano algo mayor, carne de cerdo en la mesa y, en el jergón, si de ello gustaba, mozas jóvenes y prietas, pero mugrientas, sin prendas azul celeste en el pecho ni encaje en los muslos: también ellos eran unos pobres diablos. Yo cuidaba de los cerdos, las ovejas, que son aún más necias, y las vacas, que son tristes e inertes».

El deseo posee un lenguaje propio fácil de formular pero difícil de comprender, una lengua en la que sabemos plantear preguntas pero cuyas respuestas sobrepasan nuestra comprensión; el estruendo de sus requerimientos rara vez deja percibir la sutileza de la elección, la levedad de la ocasión, como tampoco la fuerza del anhelo y la premura de la perentoriedad. El tiempo se prolonga irrazonablemente mientras la urgencia se acelera con la inasumible rapidez de aquello que no se deja medir. Avanza amenazante como las grandes olas del mar en tempestad, con su pulso lento pero constante, irremediable y seguro —aunque imprevisible—, tenaz e indiferente, y se retira, veloz y decidido, como esa sombra imposible de alcanzar, como la infructuosa carrera en pos del horizonte, como un recuerdo antiguo, como un amor no consumado, como una afrenta olvidada, como si la acción intentara atrapar al pensamiento, como si la tierra rodara al revés, como si el hijo engendrara a su madre. Tan incomprensible que si se alcanza no se puede, no se sabe, no se consigue identificar.

«¿Eso que estáis soltando son halcones, pajarillos míos? Muy bien hecho. También así se caza, efectivamente, cuando no hay manera de ver nada. No es precisamente miel lo que les hincan los halcones a los conejos en el lomo; ni tampoco tienen nada que ver con la miel las abubillas, ya está bien de simplezas. Son aves hermosas y orondas, que cantan para copular y también ellas hieden, las pobres. Tú sabes de abubillas, ¿verdad, Hakem? Como no se comen, te recatas de mencionarlas. ¡Vamos, pajarillos míos! No veis nada, pero no hace falta ver para matar: ya ven  los halcones por nosotros, son nuestros ojos y nuestros picos los que, por maravilloso arte, alzan el vuelo con ellos, de un tirón, cuando les quitamos la caperuza. Y regresan con mucha sangre, con caza de pluma casi viva todavía. ¿Codornices? ¿U otra presa? Vamos, el Duque estará contento, esta noche tendrá aves tiernas en su mesa. Y yo tendré a su  mujer. Pondré mi ropa a secar, beberé por dos, me iré tranquilamente a su cuarto y me sumergiré en ese cuenco de leche. Qué sencillo y negro es todo en torno a esa leche».

Otros recursos relativos al autor en este blog: http://jediscequejensens.blogspot.com/search?q=Pierre+Michon&max-results=20&by-date=true

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