9 de enero de 2023

Claude Simon I



L'invention du présent. Pierre Bergounioux. Fata Morgana, 2006


En 2006, Pierre Bergounioux publicó en Fata Morgana L'invention du présent —un libro que ya ha aparecido varias veces en este blog—, un volumen con el que pretendía otorgar su reconocimiento a aquellos autores considerados no tanto modelos, porque su variedad y la poca relación factual con su propia obra hacía difícil la identificación, sino como precursores de una filosofía de la escritura que él también comparte; en sus propias palabras:

«Ningún lenguaje sustituirá jamás al que, a lo largo de tres mil años, ha acompañado e iluminado nuestra aventura. Sólo la literatura puede explicar el sentido de las amenazas últimas, tenues, vertiginosas, que acechan oscuramente nuestros días. Como todas las cosas humanas, las obras evocadas aquí pertenecen a un tiempo y a un lugar concretos. Pero se han elevado por encima de sus limitaciones particulares para hablar a la humanidad».
Los autores incluidos en ese reconocimiento son Gustave Flaubert, Alain-Fournier, William Faulkner, Henri Thomas, Claude Simon, Jacques Réda y Pierre Michon. Al igual que en ocasiones anteriores, dada la inexistencia de traducción al castellano del volumen citado, no me ha quedado más remedio que traducir el capítulo dedicado a Claude Simon yo mismo, que no soy traductor profesional y que mi única acreditación es entender un poco la lengua francesa; os ruego vuestra más clemente indulgencia.

CLAUDE SIMON


Somos dobles y estamos partidos, la abigarrada combinación de una cosa extensa, el cuerpo, y de otra que piensa, nuestra mente. El mundo existe, pues, dos veces, en su realidad objetiva y, luego, en la idea que uno tiene de él. Puede que, en su primera modalidad, nouménica, extrahumana, permanezca para siempre cerrado para nosotros. La segunda está sujeta a variaciones, es lo que se llama la realidad, una construcción cambiante, histórica, conflictiva, de la que la literatura ofrece versiones explícitas, fabricadas.


El siglo XX, o el intervalo entre 1914 y la desintegración de la URSS en 1991, ha alterado la historia de la especie humana tanto o más que los milenios transcurridos desde su aparición en las gargantas del Rift africano o en las estepas del Chad. Era previsible que su dimensión intelectual, la representación que se hace de sí misma, se viera afectada, que el comentario escrito que ha acompañado su marcha durante casi tres mil años acusara las conmociones sufridas en unas pocas décadas.


Claude Simon pertenece a la primera generación del siglo pasado. Sobre ella  recayeron las tragedias, los horrores sin nombre que se gestaron en las soleadas afueras, encantadoras, de la Belle Époque. Nacido en 1913, se quedó huérfano de padre antes de darse cuenta de que tenía uno. Su madre murió cuando él tenía once años. Lo cuenta, por primera vez, en Le tramway, que será presumiblemente su último libro. Heredero de una rica familia de terratenientes, está protegido contra  la necesidad, vive de las rentas, se dedica a la pintura. Creció en los tristes años 20, cuyo ambiente luctuoso quedó plasmado en Le tramway, alcanzó la madurez con el apogeo del fascismo, al que combatió en España. Esto se cuenta en Le palace. De vuelta a Francia, es movilizado en la caballería. Experimenta los efectos de la Blitzkrieg, conoce la derrota y el cautiverio. Es La route des Flandes. Se escapa, vuelve al Languedoc y se dedica a la literatura es L’acacia:


El acontecimiento nunca se presenta ante el escritor en su desnudez virginal, silenciosa, devastadora. Está ya revestido de ciertos significados que la literatura, que es solamente una interpretación entre otras, debe tener en cuenta. El lenguaje del siglo XX es político. Su reciente eclipse en favor de un economicismo deprimente puede que no sea más que su nuevo avatar. No hay ningún escritor digno de ese nombre que no haya tenido que tomar posición, a partir de 1920, frente al marxismo. Cualquier relato estaba destinado a abrazar las divisiones operadas por el materialismo dialéctico o a perderse en la confusión y la oscuridad a las que Beckett prestó una brillante formulación.


La crisis de la narración adelantó a la de la civilización y esta siguió su curso, como si los escritores detectaran, mediante signos ocultos, temblores imperceptibles, los terremotos que iban a arruinar a los mundos.


Las formas más avanzadas de conciencia no hacen más que reflejar el desarrollo de la actividad material. Las tres primeras potencias del planeta han producido así las principales obras que acusan la repentina incertidumbre, la impotencia, tal vez, a la que se enfrenta la literatura. Hombres profundamente cultos, enfermos, estigmatizados, experimentan las mayores dificultades a la hora de escribir el capítulo inédito que se sentían llamados a completar. Viven en las capitales, son judíos y enfermos de los pulmones —Proust, Kafka— o, en el caso de Joyce, medio ciego y católico, congestionado por una erudición obsoleta, en el flanco de la Inglaterra mercantil y protestante. Comenzaron con historias tradicionales, crónicas mundanas cuya debilidad intuían. Lo que sucede se escapa a las tomas de conciencia, se cuela por las grietas de la narración. Kafka muere, dejando sus principales libros —América, El Castillo sin terminar. Joyce, incapaz de fijar el espíritu de su tiempo, vuelve al origen, reescribe paródicamente La Odisea. En cuanto a Proust, después de toda una vida buscando en vano crear una obra, convierte la frustrante vida pasada en esta búsqueda en obra.


Cuando nada ha cambiado todavía en el apacible, que no se volverá a repetir,  paisaje de este tiempo, los ciudadanos más cultos y sensibles de las naciones más desarrolladas experimentan lo que una de las mentes más penetrantes de la misma época, Max Weber, sostiene que es la culminación del proceso de racionalización iniciado por los griegos, retomado y ampliado por el Renacimiento y la Ilustración —el desencanto. La razón, cuyo uso metódico pretende hacernos dueños y propietarios del mundo, priva a este último, por el mismo motivo, del sentido que se le atribuyó durante tanto tiempo que no dio lugar a que se pensara de otra forma.


Es sobre ese fondo de incertidumbre, acrecentado por el tumulto inaudito,  demencial, de los acontecimientos que se suceden casi sin sin interrupción a partir del 3 de agosto de 1914, que escribió Claude Simon.


Estas narraciones conservan la apariencia a la que estamos acostumbrados desde Homero. Observan las reglas de consecución y coherencia, que no son más que la aplicación del principio de causalidad a las cosas humanas. Los cambios que entrelazan dos historias paralelas, a veces más, dentro de un libro, no afectan en nada a su unidad ni a su continuidad respectivas. Tampoco la sintaxis, la substancia  de la expresión, resulta alterada, como sucede en el Finnegans Wake, por ejemplo.


Claude Simon ha explicado a menudo su trabajo. El doble exergo de Le Tramway reitera la importancia que siempre ha concedido a la «superficie», a las «imágenes», su concepción esencialmente fenomenológica de una literatura que cede a las ciencias el enfoque vertical, objetivista, de las esencias.


Durkheim, por su parte, sostiene que «el arte es pura práctica, sin teoría». Aunque su materia es el lenguaje, el pensamiento, la literatura no es una excepción. La obra de Claude Simon no tiene tanto que ver con las superficies como con el tiempo y sus estructuras.


No existe el tiempo puro. San Agustín, en un conocido texto, constata ya la imposibilidad de definirlo positivamente. Es la vida, el ineluctable imperio de la necesidad, de la exigencia, de las aspiraciones y de las expectativas, de los conflictos, de los riesgos que le confieren su ritmo, su vibración, su estasis. La extensión, las cosas, obtienen sus principales propiedades de las estructuras temporales en las que están atrapadas, del tiempo de que se dispone, o no, para consagrarles, del coste, infinitamente variable, que los instantes fugitivos, cambiantes, les asignan.


Es mérito de los hechiceros tuberculosos de la Belle Époque, de Faulkner, también, especialmente, el haber abierto o devuelto la experiencia, inmovilizada por el realismo, a su dinámica temporal. Una cosa no existe en sí misma, en la integridad exhaustiva, fastidiosa, que le adjudicó Balzac. Se materializa en mayor o menor medida, se presenta en diferentes grados según la necesidad que tengamos de ella, en función de la utilidad que presente en un momento dado, que no es  necesariamente la que pensamos cuando no la utilizamos, cuando simplemente pensamos en ella. Es en la obra de Faulkner donde la evidencia estalla. Cualquier cosa, por el hecho de tenerla en la mano, se prestará a cualquier uso, exceptuado  aquel al que originalmente estaba destinada. El poste de la cerca, por ejemplo, es utilizado por Joe Christmas en Luz de agosto para contar los días, por el Mr Burgess en El ruido y la furia para aturdir a Benjy, el idiota, que acaba de lanzarse sobre su hijita tras escapar del jardín familiar. Los dos jóvenes héroes de Los invictos no tienen a nadie más para enfrentarse, prácticamente, que al bandido del tamaño de un oso pardo que ha disparado a su abuela.


Cuando, después de escapar del campo de prisioneros, del torbellino al que se había visto abocado, desde que nació, treinta años atrás, Claude Simon se plantea, frente a su papel, la cosa en sí misma, si la objetividad ficticia, ingenua, de la novela realista no fueron derrotadas por los escritores que le precedieron.


Se manifiesta lo novelesco, en sus primeras obras, historias, como se dice, personajes más o menos inspirados en hombres y mujeres reales, imbricados en los lugares no menos reales, a los que el viento tempestuoso que se levantó sobre la tierra le arrastró. De un libro a otro pasan una y otra vez los ancianos que descubrió, de niño, en el otro extremo del espectro de la edad, los artistas, los marginados que conoció a los veinte años, cuando creía que tenía un futuro como pintor. La humanidad cosmopolita de las Brigadas Internacionales, aquella, casi sociológica, que la movilización de 1939 reunió bajo las banderas, hombres de todas las procedencias, profesiones, confesiones, e incluso personajes famosos que son como el rostro del acontecimiento, un retrato de Marx colgado en el tabique de una habitación del palacio, Guillermo II, con casco con púa y brazo atrofiado, grotesco, saltando en un trozo de película de la época... Estos complejos literarios, con sus desafíos, su pathos, irán desapareciendo. El estilo se irá depurando, se aproximará a un principio que Claude Simon no eligió ni, tal vez, comprendió realmente, lo que no tiene importancia. Al arte no le sirven los valores de la verdad. Los abandona a la crítica.


Lo que distingue a Claude Simon, así como a sus contemporáneos agrupados bajo el estandarte del Nouveau Roman, es la importancia que confieren a la descripción. Reemplaza, prácticamente, a la narración, asegura, por sí sola, la marcha del relato. En lugar de marcar el paso del tiempo, las transiciones, con los verbos, se yuxtaponen dos cuadros, de los cuales el segundo no difiere del precedente más que por algunas modificaciones, como diría Butor. Las diferencias puntuales, con  ligeros desplazamientos, traicionan, por sí solas, la acción del tiempo. Lo que distingue a Claude Simon es el cuidado maníaco, contundente, que pone para  describir las cosas o ciertos aspectos de las cosas que no vemos ni en la vida ordinaria ni en circunstancias extraordinarias porque carecen por completo de interés.


Un chaleco balzaquiano, un aroma atenuado, un sabor lejano, en Proust, están saturados de significado. Este asigna a su portador un lugar muy preciso en el universo social, es decir, en la distribución de bienes y poderes: aquellos, por impalpables que sean, ordenan el acceso a mundos perdidos, hacen funcionar la puerta trasera de mi memoria. La descripción literaria, incluso en sus mejores logros, nunca hace más que desarrollar, a la manera de las flores japonesas secas tan queridas por Proust, las propiedades inmanentes, percibidas por todos, de aquello a lo que atribuimos un valor de objetividad, de importancia. Es este valor diferencial tácitamente conferido a los seres, a las cosas, el que expresa, incluso en las novelas inmóviles de Robbe-Grillet, el sentido que encontramos en los asuntos humanos, sus motivos habituales, sus fines, que no lo son menos.


Las interminables frases de Claude Simon, el pesado aparato analítico, las repeticiones y las correcciones, los matices, las concesiones y restricciones, la proliferación de subordinadas participiales y relativas salpicadas de adjetivos, las confesiones de imperfección o impotencia —«no se me ocurre otra palabra»—, en fin, el inmenso trabajo simbólico se aplica a objetos que, tanto bajo el patrón del sentido común como del de la literatura contemporánea, no merecen la pena.


Una narración es tanto menos descriptiva en cuanto sus axiomas sean los del grupo al que va dirigida, ya sea en la lengua de un hurón o de un persa. Los significados que hace explícitos son los que los lectores atribuyen, sin ser conscientes de ello, a lo que, sin embargo, consideran la realidad. La objetividad faulkneriana, si es revolucionaria, lo es sólo en la medida en que es práctica. Faulkner, en los años 30, se dio cuenta de que el mundo descrito, establecido desde el origen por la literatura, estaba aquejado de una enfermedad congénita. Hablaba de la realidad de los acontecimientos de los que se es testigo y no del protagonista, de los objetos que se contemplan, en lugar de utilizarlos. Cuando uno de sus personajes agarra el omnipresente poste de la cerca, lo aparta de su función convencional de separar dos lugares, pero lo explota al máximo, saca a relucir las cualidades de solidez, de longitud que todo el mundo conoce y que lo convertirán, a falta de cualquier otra utilidad, en un arma contingente.


La particularidad del pesado protocolo descriptivo, en la obra de Claude Simon, es su objetivo referencial, su punto de aplicación. Se dedican páginas enteras, frases desproporcionadas, un costoso trabajo, a una superficie de unos pocos milímetros cuadrados que carece perfectamente de interés no sólo en la realidad extraliteraria sino también dentro de la narración. Un pedazo de tela invade el campo perceptivo, el espacio mental, con su tono exacto, su grado de desgaste, sus imperceptibles asperezas. La evidencia opaca, desesperante, de un detalle contingente absorbe la esencia del acontecimiento, terrible, a veces, del que sólo era un aspecto menor, casi inexistente.


Uno puede, ocasionalmente, soltar dos o tres palabras ajenas a la rigurosa economía narrativa, es decir, sin pasado ni futuro, totalmente disfuncionales, cargantes. Roland Barthes, al que habían puesto en alerta, extrajo en su día la hipótesis del famoso «efecto de realidad». Pero cuando es la totalidad de la historia la que escapa al régimen narrativo normal, cuando nada, en la mayoría de los casos, remite a otra cosa, cuando nada sirve al progreso de la historia, cuando no actúa como signo, entonces la historia no significa nada. Es el sentido de las cosas descritas lo que está en cuestión.


Los escritores pertenecen generalmente a las fracciones dominantes, instruidas,  acomodadas de la población, pero ees n los márgenes de estas donde se reclutan, en subgrupos debilitados por su salud, su temperamento, su confesión, su orientación sexual o cierto elemento biográfico que ha modificado, debilitado, su posición. La desaparición inmediata del padre, la de la madre un poco más tarde, la experiencia precoz del duelo y del desamparo han modelado sin duda la sensibilidad de Claude Simon. Todo ello atestiguaría sus compromisos paradójicos, sus inesperadas simpatías —por los republicanos españoles, por la gente insignificante que pasa por sus libros, junto a los poderosos, los lujuriosos, los triunfadores, y a los que hace justicia sin perder nunca la desesperada imparcialidad que le es propia.


Como los más brillantes de sus contemporáneos, como esos hijos de la burguesía que abrazaron la condición de intelectual reservada a los burgueses, pero lo lograron renegando de su clase, pasando con armas y pertrechos a las filas contrarias, Claude Simon tenia a su disposición el principio de la inteligibilidad y de la liberación que el marxismo ofreció a los proletarios de todos los países y a sus aliados. No hay literatura digna de ese nombre, en el siglo XX, que no esté influida por él, cuyas categorías principales —la lucha de clases, el determinismo económico, el sentido de la historia— no dirijan, abierta o encubiertamente, su conducta. Y en la vida, Claude Simon marchó bajo esta bandera cuando Franco se levantó contra la república en la vecina España. Pero lo que nos dicen sus libros es otra cosa, su premisa en desacuerdo con sus acciones —su activismo— juveniles.


Lo que Claude Simon percibe, lo que muestra, pacientemente, incansablemente, es lo que se ve, lo que vemos nosotros, coaccionada y forzadamente, cuando se ha perdido todo el control de la situación, cuando la vida, el tiempo, ya no tienen ningún sentido, en todos los sentidos de la palabra. Es, por ejemplo, lo que registramos, de niños, en los días de visita, cuando no se nos permitía movernos y, consumidos por el aburrimiento, impotentes, exasperados, absortos en la contemplación del mantel, del bote de las galletas —hay dos o tres en la obra de Claude Simon— con sus viñetas representando a una pastora y sus ovejas, una expedición de caza, la basílica de Lourdes, el Taj Mahal, cualquier cosa.  La «superficie» que inventaria con una obstinación deprimente, es la de los intersticios a los que nunca se lleva la mirada a menos que, precisamente, se nos niegue toda perspectiva, toda iniciativa y libertad. Son las partes del mundo a las que no se presta atención cuando se está en el mundo, portado por el tiempo hacia los fines que marcan, anticipadamente, que tal objeto, que nunca es por sí mismo, sino siempre instrumentalizado, un medio del que uno o dos aspectos, sólo, son relevantes, aparentes.

 

La literatura explora la franja de sentido comprendida entre el comentario habitual de la vida empírica y el plano de generalidad donde se mueven la historia, la filosofía. Libre de las limitaciones y prohibiciones que la reflexión erudita se impone a sí misma para construir su objeto, nacida al margen del sentido común, a posteriori, la literatura es sin duda, de todos los lenguajes, el que más se acerca al «mundo efectivamente vivido» de Husserl.


Lo que Claude Simon viene repitiendo desde que se aventuró a buscar el sentido de lo que le ocurrió, a él y a la sacrificada generación nacida a principios del siglo pasado, es que su historia no significó nada, por utilizar la sentencia que Macbeth lanza, de pasada, en su carrera hacia el abismo y que Faulkner le tomó para titular su primera novela verdaderamente faulkneriana. Hay mil maneras de decir que el tiempo no es la culminación de un proceso lineal, un devenir inteligible cuya fuerza motriz sería, por ejemplo, la contradicción entre las relaciones sociales de producción, por un lado, y el desarrollo de las fuerzas productivas, por otro, y todo lo que dialécticamente sigue, sino un cuento contado por un idiota, carente de sentido. Una experiencia trágica de la historia ha privado a sus protagonistas no sólo de la felicidad, de su libertad, de su vida, a menudo, sino de aquello que nos califica por derecho propio, de su sentido. Claude Simon lo estableció en el segundo registro, distinto del literario. Dio forma y sentido a la ausencia de significado.

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