27 de junio de 2022

El libro de nuestras ausencias

 

El libro de nuestras ausencias. Eduardo Ruiz Sosa. Editorial Candaya, 2022

«ellas les hablan, las hemos visto, que acercan el cuerpo, la boca, a los muertos cuando los encuentran, que les hablan al oído si tienen oído, o a algún lugar donde se lo pueden imaginar si es que no se les ve por ninguna parte, y les dicen cosas que una no escucha porque se aparta para darles privacidad, para que la despedida o el encuentro sea en lo íntimo, ellas les hablan incluso cada mañana cuando salimos de búsqueda, rezan y les hablan como si fueran dioses»
El año 2014 llegó a mis manos el libro de un autor que no conocía pero que me llamó la atención por la referencia del título a uno de aquellos textos que, en el pasado, me habían ayudado a definirme como lector; efectivamente, Anatomía de la memoria era un guiño a la obra de Robert Burton, Anatomía de la melancolía, y, por esa sola razón, me planteé su lectura. Lo que sucedió mientras lo leía y una vez terminado intenté reflejarlo en un artículo en este blog cuyo enlace figura al término de este post; años después, leí un libro de relatos  que se publicó en  2019, Cuántos de los tuyos han muerto ―Notas de Lectura también al final― que me pareció, comparado con la novela, una obra menor ―aunque tal vez tenga que ver que soy un mal lector de relatos―, pero que mantuvo mi interés por el autor. Así que cuando, a mediados de este 2022, se publicó la nueva novela de Eduardo Ruiz Sosa, no dudé ni un segundo en hacerme con ella y sumergirme ―no es una figura retórica: o te sumerges e intentas nadar o el texto se te lleva por delante― en su lectura. Los párrafos que siguen no constituyen una crítica literaria de El libro de nuestra ausencias, sino que intentan, simplemente, ser una aproximación a las sensaciones que me ha provocado y a algunas de las reflexiones que ha desencadenado su lectura.

El libro de nuestras ausencias es un relato centrado en las desapariciones acontecidas en el norte de México. Para hablar de los más de 52 mil restos humanos sin identificar registrados en esa región, a los que habría que sumar los no descubiertos, incontados e incontables, Ruiz Sosa conjura a los mecanismos literarios de la ficción y, a través de una novela, porque mediante ese recurso puede conseguir que lo increíble se convierta en verosímil, propone una subversión del pacto ficcional, una mutación, que es donde consigue implantar el germen del terror: el lector no debe aceptar una realidad inventada, sino que se enfrenta a hechos reales y verdaderos, y la ficción ―es decir, la invención― se limita al entorno, a los personajes y a su relación con los sucesos; el reportaje, el documental, el informe, son desechados por ineficaces porque la realidad no puede soportar tal cúmulo de incidentes sin que su relación con la verdad se vea comprometida hasta el punto de que lo que se pretende como verdadero se convierta en falso ―y, a la vez, recordatorio de que lo contrario de ficción no es realidad, sino no ficción; que lo contrario de real no es falso, sino irreal; y que el eje primordial, en la literatura y en la vida, no son los anteriores sino el que se traza entre verdadero y falso―. 
«y quedó insertada la idea de que la ficción, que no es lo mismo que la mentira, sino otra verdad diferente, sirve para desentrañar las otras verdades posibles

que no se ven en la superficie»

Cuando sucede algo, es un hecho; cuando lo contamos, siempre es ficción.

Pero como es un hecho innegable que toda buena literatura se asienta, como los enanos de Bernard de Chartres, a hombros de los que aparecieron antes, el autor se apoya en una base literaria cuyos más relevantes representantes, teniendo en cuenta la trama y la inspiración, por este orden, de la novela, son La repatriación de Julia Pastrana, una obra de teatro de Antonio Zúñiga sobre el caso de la indígena mexicana del siglo XIX que fue exhibida como atracción de feria en toda Europa y cuyo cadáver sufrió, desde su muerte, una increíble odisea hasta recalar, finalmente, en su país de origen en 2013; y El Público, la revolucionaria pieza de teatro imposible de Federico García Lorca.

Toda novela es el relato de los hechos que suceden en determinados lugares a unos personajes concretos. En El libro de nuestras ausencias, los lugares incluyen una imprenta en bancarrota, transformada en templo expiatorio, la localización principal, una especie de omphalós donde se crea la comunicación entre los hombres ―las rastreadoras de las fosas de los desaparecidos, los dioses ―los propietarios, arruinados y sometidos a un usufructo provisional― y los muertos ―los ausentes; una cárcel, que antes fue residencia gubernalental y antes episcopal, convertida en teatro que mantiene su estructura de patios y celdas, un panóptico en el que los que miran están al acecho y los observados no tienen escapatoria; las infinitas estancias del Servicio Médico Forense, el lugar provisional de los cadáveres recuperados a la espera de su identificación; la casa de los colonos, la casa-tumba, que crece a medida en que se necesita más espacio para alojar a los cadáveres; y la omnipresente sierra, cavada hasta la extenuación con fosas incontables donde yacen, sin identificar, los restos de los desaparecidos sin otra distinción que el grado de descomposición. 

«prestaban atención a las mínimas perturbaciones del entorno porque ellas muy bien sabían cómo se corrompe el espacio y la vida alrededor de los desaparecidos
un quiebre
o un remolino
de tierra que se abre y se lo traga todo y luego se hincha, como el cuerpo mismo de los ausentes cuando los han metido en las fosas, ahí debajo, inflamaciones y crecimientos, el alma, decía una dellas, que quiere salir y en el camino levanta esos montículos hasta que un día, cuando por fin escapa, porque no se puede quedar aquí entre los cuerpos que se pudren, la fosa pierde su volumen, se retrae la burbuja de tierra, una contracción más allá de la superficie, hacia lo profundo, porque no vuelve nada al estado original, porque la presencia deforma los entornos tanto como la ausencia, transforma el espacio y los cuerpos, conque ya se podía ver el hundimiento, casi una especie de cráter, un lecho de mar seco, ligera hondonada a la que se le podían identificar los bordes por donde las palas fueron arrancando terrones piedras raíces para hacerle hueco a la tumba»

En cuanto a los personajes, Róldenas y Teoría Ponce, los herederos de la imprenta; Magali, la madre que busca a su hija y de quien ha adoptado el nombre porque eso es lo único que le queda de ella; Adán, el tuerto, un tipo de pasado oscuro, cuyo ojo de vidrio parece poseer poderes sobrenaturales; y los dos desaparecidos, ambos actores, que amalgaman las historias de todos los personajes: Tévez, que desapareció para convertirse en el último personaje que interpretó ―el sanguinario José de Gálvez, Visitador General de la Nueva España, y Orsina, la actriz enferma, que deja de acudir a los lugares acostumbrados, y cuya desaparición después de buscarla con todos sus medios, sus amigos confeccionan una muñeca para poder escenificar su cremación, pero también ese remedo desaparece antes de la ceremonia, así que uno de los amigos, a escondidas, quema algunas cosas inservibles y reparte las cenizas como si fueran los restos de la efigie: ¿qué añade la desaparición del muñeco a la de la propia Orsina? ¿Se puede desaparecer dos veces?― desencadena la acción. 

«en los estratos se acumula el tiempo, le decía

y los muertos y la memoria y los objetos de los muertos y en un palimpsesto como el que ya conoces, Juanito, aquel muro, esa tumba vertical con los rostros de los desaparecidos

ahora mismo puedes ver aquí en la superficie a los ajusticiados de hace unos días, pero mañana verás a los ajusticiados del siguiente siglo, enterrados aquí mismo todos

no son los mismos muertos, pero es la misma muerte

¿entiendes?»

La voz narradora, irreconocible, corre a cargo de una primera persona del plural que bajo esa identidad colectiva esconde, tal vez, la multiplicidad de seres que somos cada uno a través del tiempo, de las circunstancias o de las relaciones que mantenemos con los demás. La pretensión de unidad con la que la conciencia intenta convencernos no es más que una mentira piadosa para dar consistencia a una existencia en realidad fragmentada y regida por las leyes del azar.

Con estos elementos, Ruiz Sosa sume al lector en una tristeza inefable, ineludible, absoluta, y con esa sintaxis asincopada, rota, atormentada, traslada a la perfección un estado de ánimo que rehúye el análisis y la razón para penetrar bajo la piel, prácticamente sin dejar rastro externo, pero que horada el espíritu y lo sume en un vacío donde no existe suelo para sustentarse ni paredes a las que arrimarse, en el que los personajes arrastran sus cadenas y pierden su individualidad, la condena en que se convierte la existencia vacía y estéril.

«Hay días pasados que todavía están por llegar».

Para mantener el recuerdo de los desaparecidos no basta con pensar en ellos, ni siquiera con soñarlos,  porque el sueño no tiene nada que ver con el recuerdo; se deben repetir sus nombres en voz alta, hablar de ellos como si el sonido de las palabras pudiera viajar atrás en el tiempo y alcanzarlos cuando todavía estaban vivos para que su existencia quedara unida a esas palabras que iban a buscarlos desde el futuro, y recorrer el camino inverso, ligados ya para siempre, y así no solo poder evocarlos, sino también hablar con ellos. Los fantasmas no son sino muertos con los que nadie habla.
«La ausencia no se puede ver, pero está, y regresa».

Pero la relación entre los desaparecidos y los sueños va incluso más allá: las criaturas que aparecen en los sueños son apariciones, pero, en realidad, no existen, solo tienen presencia auténtica en el mundo onírico, no tienen correspondencia en el mundo real ni pueden traspasar la barrera que los aísla. La diferencia con los desaparecidos radica en que estos, que proceden del mundo real, invaden nuestros sueños para reclamar su presencia con el fin de exigir su rescate, para reivindicar una comparecencia que les fue negada cuando se ausentaron. Un trasvase imposible, una demanda  imposible de satisfacer.

«Teoría Ponce nos recordaba que en los días previos al descubrimiento de la enfermedad, ante las señales inexpugnables del cuerpo, el padre decía con la voz baja de quien esconde un deseo que se avergüenza de haber guardado siempre:

No quiero ser el último;

Tal vez lo decía porque el último es el que sabe que se quedarán tras de sí los objetos desperdigados por el mundo sin posibilidad de que el lazo que antes los convirtió en un sentido, en un símbolo de presencias y entidades con vida e historia, pueda hilarse para que alguien, ¿quién?, llegue de vuelta a nosotros»

El muerto tiene sombra; inmóvil, rotunda, inapelable, pero existe. El desaparecido es un muerto sin sombra, todo de él es reproducible, incluso aquello que es inmaterial, como el amor, o el odio, pero su sombra permanecerá ausente para siempre. Un desaparecido es la negación de la existencia, al contrario de la muerte, que es su constatación, un cuerpo que se extravía, un espacio que se vacía; no está ni vivo ni muerto, ni presente ni ausente, preso en un limbo hasta que el último que le recuerde muera. Un cuerpo, un fragmento de espacio habitado es la única demostración, irrefutable, de que se ha vivido. Se puede morir muchas veces, pero se desaparece una sola.

«como si la ausencia no fuera otra cosa que palabras

para lo que no está aquí se habrá inventado el lenguaje

lo otro lo señalamos, lo tocamos, huimos de ello y ahí está su nombre»

 Los muertos quedan donde se depositan; los desaparecidos, en cambio, persiguen a sus allegados. 

«morirse

dejar de ser quién

convertirse en dónde»

El desaparecido, abandonado a una existencia desconocida, pierde el cuerpo y cualquier cualidad física para convertirse en relato, diluido en partes dispares en el recuerdo de sus supervivientes, fracciones imposibles de reintegrar a un todo coherente de imposible comprobación, narraciones  incongruentes que jamás volverán a completarse porque están escritas con la tinta invisible de la ausencia completa, porque no es posble «reconstruir un cuerpo físico mediante el uso de un cuerpo de palabras». 

«se nos abren las costuras del cerebro al pensar

que la muerte

no es el acabamiento del futuro

sino que prohíbe

la posibilidad de un pasado diferente

¿y la ausencia?»

Ante la persistente materialidad del muerto, pasada, pero también presente y futura, el sujeto desaparecido, relegado al mundo de la inmaterialidad, después de desocupar el espacio que habita, va perdiendo su contorno, el tiempo que fue suyo; lo único que puede permanecer es lo que no tiene cuerpo, lo único que puede renovarse: el nombre.

«Teoría miraba los carteles con las letras grandes que decían por ejemplo desaparecida ¿me has visto? ayúdame a regresar el nombre Magali en mayúsculas coloreadas seguramente a pulso porque todo lo demás era gris, un manchón desteñido, cada cartel una copia de otra copia y no del original, los ragos del rostro extraviado en la repetición pero las letras resaltadas con la enrojecida dedicación de las horas»

El desaparecido no puede morir, sigue vivo hasta que no se le encuentra; solo entonces puede extinguirse, solo entonces corre el peligro de morir de una especie de segunda muerte, definitiva,  pero también liberadora, un nombre que vuelve a tener cuerpo, da igual si vivo o cadáver. ¿Cuántas maneras existen de recuperar a un desaparecido? ¿Puede la búsqueda aliviar la ausencia? ¿Cómo se redime un cuerpo perdido?

«se quedaban con la mirada alterna entre la fotografía que llevaban en la mano y la cara de los muertos

una al lado de la otra

imposibles espejos ¿de qué?

los restos mortales son los vivos

los restos mortales somos nosotros»

Con los muertos se puede conversar, pero no se puede sostener comunicación alguna con los desaparecidos.

¿Qué sucede con los desaparecidos que nadie busca, los que no son echados en falta por nadie? No alcanza jamás el estatus de desaparecido aquel que carece de su polo complementario, el que le busca ―efectivamente, si nadie le busca, si nadie le echa en falta, no es un desaparecido, acaso un ausente, alguien cuya existencia se ha detenido, simplemente, pero de la que nadie se ha dado cuenta.

«¿se puede volver a un lugar olvidado?»

Cuando se entierra a un muerto, no solo se entierra lo que fue, sus experiencias y sus recuerdos, sino también su porvenir, una hipótesis que jamás se verá materializada, y nuestra relación con él ―aunque nosotros sigamos vivos, hay partes nuestras que se entierran con él―. Cuando alguien desaparece, tanto lo que le concierne ―vida, memoria, futuro― como nuestra participación pasada en su vida queda en suspenso, detenida; no tanto la imposibilidad de continuación, sino, sobre todo, las eventualidades futuras, se cancelan sin resolución. El afán por encontrarlo, vivo o muerto, es el anhelo por cerrar esas provisionalidades.

«Los ausentes solo pueden vivir en el futuro».

El cuerpo del desaparecido se pierde en el laberinto de fosas comunes que han excavado el odio o la piedad, pero permanece, recalcitante e inagotable, el nombre, con el que no se puede hacer nada, que persigue, inclemente, al deudor, que vive con la penitencia de no cesar en su búsqueda y que no logrará darle jamás descanso porque nunca podrá grabarlo en una lápida para, así, deshacerse de él y librarse de su maldición.

«desde que comenzaron las búsquedas pasaban horas mirando las fotografías de sus ausentes, espulgando cada detalle, memorizando los rizos del pelo o las formas de la mandíbula y la frente, midiendo como podían la distancia entre los ojos, la curvatura del cráneo, la extensión de la estatura, la forma que tienen las uñas o los juanetes de los pies

cualquier parte del cuerpo para reconocerlos

la identidad es un hueso pequeño, un diente arrancado

no siempre están completos

le dijeron

que todas tenían sus modos

les hablaban, dormían en sus camas, cada noche hacían el esfuerzo de soñarlos y escuchar, entre las marañas de imágenes y ruidos, la pista con el desenlace de la búsqueda»

El buscador es un sujeto cuya peculariedad consiste en la perentoriedad de explorar todas las posibilidades de encuentro, más allá de la lógica y la razonabilidad, de la congruencia y la esperanza, encerrado en su ficticio mundo de posibilidades imposibles, los ojos cerrados a la realidad, los sentidos atentos a cualquier azar que pueda percibir como indicio, borracho de datos y de supuestos, ávidos de conspiraciones, percibiendo presencias ausentes.

«o cómo se explica el hecho, la confusión tan clara en la que hemos caído, el no saber si las cosas que existen a nuestro alrededor están conectadas  o si el puro azar las trenza y entonces ya, cuando las tenemos delante, cuando ya no podemos evitar que nos atraganten, las reconocemos como aquello que quizá se nos había anunciado antes

¿cuándo?

o es que para sentirnos menos madreados por la vida […], lo que hacemos […], es que todo lo pensamos como si fuera una señal, un símbolo, algo impalpable que nos habla sin cuerpo, no una cosa hecha de carne y consecuencias, mensajes que nunca llegan, eso es lo que queremos ver»

Otros recursos relativos al autor en este blog:

Notas de Lectura de Anatomía de la memoria

Notas de Lectura de Cuántos de los tuyos han muerto

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