10 de abril de 2020

Un lugar llamado Antaño

Un lugar llamado Antaño. Olga Tokarczuk. Editorial Anagrama, 2020
Traducción de Ester Rabasco Macías y Bogumila Wyrzykowska
Un lugar llamado Antaño (Prawiek i inne czasy, 1996) es la tercera novela por orden de publicación de la reciente Premio Nobel de Literatura (2018). 

La acción se desarrolla en el ámbito de una comunidad rural, apegada a la tierra, a los ritos ancestrales, inalcanzables para la lógica, enraizados en un pasado legendario, que han perdido su origen pero que se mantienen en nombre de una incuestionable tradición. Tal comunidad constituye un microcosmos cerrado, mítico y arquetípico, compuesto por relatos que son como celdillas de un panal, independientes pero en contacto, de carácter primordial para poder reflejar la búsqueda de satisfacción de las necesidades primarias pero imprescindibles y lo suficientemente ingenuos como para ser comprendidos por las almas sencillas.
«La gente piensa que vive más intensamente que los animales, que las plantas y, sobre todo, más que los objetos. Los animales presienten que viven  más intensamente que las plantas y los objetos. Las plantas sueñan que viven más intensamente que los objetos. Pero las cosas duran y el hecho de perdurar es, más que ninguna otra cosa, la vida».
El inicio del relato se sitúa en 1914, en el comienzo de la IGM, un conflicto que afecta poco, al menos de manera directa, a Antaño, que va cumpliendo los ciclos de la vida —los días, las estaciones, las cosechas, las gestaciones— con un ritmo inalterable, a tenor de sus propios acontecimientos, e insensible al paso del tiempo, con cuyos desórdenes se ven obligados a cargar sus habitantes. Unos habitantes que comparten protagonismo con los objetos y los animales, sometidos sin distinción al vaivén temporal que imprime Antaño entre lo efímero y lo permanente, sin que llegue a afectarles la confusión que parece adueñarse del mundo exterior.

Antaño proporciona s sus pobladores un modo de vida bucólico, en armonía con la naturaleza. Pero tras su apariencia de locus amoenus, a veces sus vecinos sienten que viven atrapados en una red de sucesos imprevisibles, sobre cuya ocurrencia carecen de control, y cuya intencionalidad parece dominar Antaño, como si lo más perentorio fuera la mera supervivencia del lugar y para cuya consecución todo aquello que les incumbe a ellos pasara a formar parte de ese plan, de ese objeto teleológico.
«Imaginar es en suma crear, es el puente que reconcilia a la materia con el espíritu. Especialmente cuando se practica a menudo y de forma intensiva. La imagen se transforma en una gota de materia y se incorpora a la corriente de la vida. A veces, por el camino, algo en ella se deforma y cambia. Por eso, todos los deseos humanos se cumplen si son lo suficientemente fuertes. Aunque no siempre del todo, ni tal y como uno esperaba».
Un lugar que parece duplicar los atributos del dios cristiano pero cuya religiosidad parece anclada en un animismo ancestral de jerarquía desconocida, ritual impreciso y teodicea enrevesada, comandada por un dios extraño que concedía para quitar y despojaba para otorgar; donde los adultos se comportan como niños y los niños como adultos, los animales como los humanos y los humanos como animales, los objetos como personas y las personas como objetos, los muertos como los vivos y los vivos como los muertos; un Hombre Malo ejecutando tareas divinas y un Dios cuyo rostro «era negro, horrible y estaba lleno de cicatrices» en el papel de asesino despiadado; donde la vida se rige por las reglas de los sueños y las pesadillas se materializan en la oscuridad del bosque y a la lumbre del hogar.
«El Tiempo de los Muertos encarcelaba en su interior a quienes creían ingenuamente que no era necesario aprender a morir, a quienes fracasaban en la muerte como quien suspende un examen. Cuantos más progresos hacía el mundo, cuantas más alabanzas cantaba a la vida, cuanto más se aferraba a ella, más numerosa era la muchedumbre que llenaba el Tiempo de los Muertos y más bulliciosos se volvían los cementerios. Allí era donde los muertos, tras la vida, recuperaban la conciencia y entendían que habían perdido el tiempo que les había sido otorgado. Descubrían el secreto de la vida después de la muerte, pero era ya un descubrimiento inútil».
Un lugar donde vida avanza, se detiene o retrocede sujeta a los vaivenes de la naturaleza, hiberna ante el frío de noviembre y estalla ante la calidez de mayo, decae con las hojas en otoño y reverdece con las flores de los frutales. Un lugar en el que el círculo dibujado con rodar de la manivela del molinillo de café puede abarcar a la totalidad del universo y el mundo entero puede hallarse contenido en un minúsculo sello de correos.
«El molinillo [de café] es un trozo de materia al que se le ha infundido la idea de la molienda. Los molinillos muelen y por eso existen. Pero nadie sabe qué significa realmente un molinillo. Nadie sabe realmente qué significa nada. Tal vez, un molinillo sea tan solo un vestigio de una ley fundamental de la transformación, absoluta y básica, una ley sin la cual este mundo no podría existir o sería totalmente distinto. Tal vez, los molinillos de café sean el eje de la realidad en torno al cual todo gira y evoluciona; tal vez, sean más importantes para el universo que los propios hombres. Y, tal vez, ese singular molinillo de Misia fuera el pilar central de aquel lugar llamado Antaño».
Otros recursos relativos a la autora en este blog:
Notas de Lectura de Sobre los huesos de los muertos
Notas de Lectura de Los errantes

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