30 de septiembre de 2019

El colgajo

El colgajo. Philippe Lançon. Editorial Anagrama, 2019
Traducción de Juan de Sola
«C'était pendant l'horreur d'une profonde nuit.
Ma mère Jézabel devant moi s'est montrée,
Comme au jour de sa mort pompeusement parée.
Ses malheurs n'avaient point abattu sa fierté ;
Même elle avait encor cet éclat emprunté
Dont elle eut soin de peindre et d'orner son visage,
Pour réparer des ans l'irréparable outrage.
«Tremble, m'a-t-elle dit, fille digne de moi.
Le cruel Dieu des Juifs l'emporte aussi sur toi.
Je te plains de tomber dans ses mains redoutables,
Ma fille.» En achevant ces mots épouvantables,
Son ombre vers mon lit a paru se baisser ;
Et moi, je lui tendais les mains pour l'embrasser.
Mais je n'ai plus trouvé qu'un horrible mélange
D'os et de chairs meurtris et traînés dans la fange,
Des lambeaux pleins de sang et des membres affreux
Que des chiens dévorants se disputaient entre eux».
Athalie, Jean Racine, Acto II Escena 5
Una vida que se quiebra, un tajo que rompe con la antigua existencia —esa en la que yo se llamaba yo— y la deja en tal aislamiento que incluso el recuerdo parece ajeno; un período indeterminado en el que el tiempo desaparece, que se supone transcurrido porque la mente humana no puede concebir el tiempo detenido, pero del que no queda ningún registro, ni siquiera un mal sueño; y una nueva vida, sin pasado, edificada sobre la nada y desde la que todo acceso a la anterior debe pagar el peaje del horror.

Philippe Lançon sobrevivió al atentado contra el semanario satírico francés Charlie Hebdo perpetrado el 7 de enero de 2015 por un comando yihadista; El colgajo (Le Lambeau, 2018) es el relato de los hechos ocurridos durante y, sobre todo, después de la tragedia, y el intento de buscar puntos de referencia para enlazar ambas vidas, la anterior y la posterior a los hechos —quizás no tanto enlazar como adjudicar ambas al mismo individuo—. Uno de los posibles nexos a través de los que se podría recrear la conexión es la representación de Noche de Reyes a la que acudió con una amiga la velada anterior al atentado.

«Las palabras, por un lado, y nuestros encuentros, por otro, tienden a reconstruir entre nosotros el puente que quedó destruido. Pero hay un agujero en medio. Lo suficientemente estrecho para que, de un lado y del otro, podamos vernos, hablarnos, casi tocarnos. Lo suficientemente ancho para que ninguno de los dos pueda reunirse con el otro en esa zona hecha de costumbres, de improvisaciones, de amistad, pero sobre todo de continuidad. Nina fue de nuevo a ver el espectáculo cuando lo repusieron, en 2016. Me propuso que la acompañara. No me vi con fuerzas. Hubiera tenido la impresión de visitar la antecámara de una tumba o de ver incluso mi propio ataúd abierto, como Tintín descubre el suyo y el de Milú en Los cigarros del faraón. Volveré a ver Noche de Reyes el día que la haya olvidado».
El colgajo es, probablemente, el intento de mantener vivo ese remedo de comunicación, pero también la tentativa de dejar por escrito aquello que, de ningún otro modo, se puede olvidar.

Jamás, excepto en el caso de haber sufrido una experiencia que te haya aproximado peligrosamente a la muerte, se pone de manifiesto la diferencia entre saber que lo que estás haciendo lo estás haciendo por última vez y cuando después de haberlo hecho —días después, tiempo después—te das cuenta de que era posible que fuera la última vez. La conciencia del presente se ve sustituida por el lastre del recuerdo y el hecho recordado ve modificada su naturaleza pero también su significación y su peso relativo en el conjunto de la experiencia del sujeto. Pocas condiciones hay tan incomprensibles y a la vez tan desconcertantes como el cambio en la significación de un recuerdo.


Este intento de reinterpretación del pasado —de otorgarle motivaciones ausentes en su momento, de especular con su influencia sobre hechos posteriores; en definitiva, de racionalizar lo irrazonable—, traslada a Lançon a Bagdad en vísperas del ataque norteamericano, momento en el que fecha el inicio de su relación con el terrorismo islámico. Tal vez incluso sienta la tentación de justificar el atentado del que fue víctima como contrapartida de los desmanes occidentales en el Oriente Medio y en el golfo Pérsico; una conciencia que carga con la culpabilidad colectiva y la búsqueda ansiosa de una inexistente relación de causa y efecto intentan resolver la desazón que provoca aquello cuya explicación no podemos concebir.

«El atentado se infiltra en los corazones que ha mordido, pero no los amansa. Irradia alrededor de las víctimas una serie de círculos concéntricos y los va multiplicando en atmósferas muchas veces patéticas. Contamina lo que no ha destruido a fuerza de subrayar con un bolígrafo de trazo nítido y sangriento las flaquezas secretas que nos unen y no veíamos».
Ese lapso temporal desaparecido favorece el sentimiento de relatividad del tiempo cuando el hecho que acontece arrastra todas las referencias fijas en las que este podría enmarcarse y se convierte en un suceso atemporal alrededor del cual, como en un agujero negro, no puede existir nada que resista la fuerza de gravedad asociada.
«Eran las 11.25, quizá las 11.28. El tiempo desaparece justo cuando querría recordarlo con la precisión de segundos, como un tapiz hilado por una parca llamada Penélope cuyo conjunto dependiera de la menor puntada. Todo encaja pero todo se desmonta».
Parece que la conciencia, ese atributo inherente a la existencia —su inmaterialidad, si bien  de raíz material, conlleva que, aunque su sustrato siga existiendo como objeto después de la muerte, ella haya desaparecido— es, en el fondo, incapaz de concebir la extinción y, excepto por comparación, impotente para identificar, para decodificar las señales que preceden a su final. De este modo, asimilará la amenaza, sea de muerte provocada, como es el caso, o de muerte natural, como un estado excepcional en el que el único supuesto contemplado es su propia supervivencia. La perplejidad es, pues, el primer movimiento que registra y también el último porque el apagado definitivo, los instantes anteriores o su desaparición jamás serán identificadas.
«Mi aventura maltrata mi memoria, en la que incide o va insensibilizando alternadamente: de ese calor y de ese frío nace la pena que me envuelve todo el tiempo, como si sufriera de todo al haber perdido todo. Solo el cansancio es capaz de ponerle fin. A mis amigos, mi aventura parece despertarles ma memoria. Me he convertido en un estrecho testigo de hielo que el atentado ha extraído de sus vidas».
Este apego temporal —tal vez podría considerarse una especie de reinicio— deja también sin efecto el mecanismo del recuerdo ya que el proceso de grabado queda interrumpido al desaparecer, temporalmente, el soporte. De ese modo, la rememoración posterior de los actos ocurridos se limita a la especulación sostenida acerca de los hechos anteriores al shock y por sus consecuencias, y el grado de extrañamiento es de tal magnitud que incluso puede poner en cuestión al propio sujeto que los experimentó.
«Los muertos casi se cogían de la mano. El pie de uno tocaba la barriga del otro, cuyos dedos rozaban el rostro del tercero, que a su vez se inclinaba hacia la cadera del cuarto, que parecía mirar al techo, y todos, como nunca y para siempre, se convirtieron en esta disposición en mis compañeros».
El atentado en sí, esos segundos instantáneos o interminables —depende del momento en que lo recuerde, o la razón que le haga disparar el recuerdo: «no sé cuánto tiempo duró el silencio»—, es el único hecho incontrovertible, y su primera reacción como víctima, antes del miedo, del impulso a escapar, de la improbable respuesta defensiva, fue el estupor; a pesar de ser el centro alrededor del cual pivota todo el texto, Lançon le otorga, con el mejor de los criterios, una importancia relativa: un solo capítulo de los veinte de que consta el libro. Y es que no parece que al autor le importe más que como desencadenante de las consecuencias que le acarreó.
«¿No habían tenido tiempo los dibujantes de pensar en el dibujo que se cerraba sobre ellos? ¿Pensaron en algo? En caso afirmativo, ¿qué pensó cada uno de ellos? Me siento inclinado a creer que no tuvieron tiempo de pensar en nada; yo, en todo caso, no pensé en casi nada. Puede que el pavor fuera eso: la reducción al mínimo del intervalo que separa el último segundo de vida del acontecimiento que la va a interrumpir, una muerte administrada sin aviso previo. En este intervalo no hay margen para gran cosa. Sin embargo, esa cosa mínima no termina nunca. Todo lo demás, cuando uno sobrevive, está sujeto a ella.»
Lançon está convencido de que ese atentado, además de las consecuencias físicas y psíquicas que le comportó, provocó una grieta en el tiempo, un desdoblamiento de su existencia en dos Philippe: el que murió en el atentado —es decir, el Philippe Lançon que nació en Vanves en 1963, el que, según la imagen del propio autor, llegó al inicio del puente pero no pudo cruzarlo porque ese puente ya no existía y se quedó allí, eternamente a la espera— y el que sobrevivió a la masacre, y que ambos siguen sus existencias en paralelo, el cadáver y el vivo. De ese modo,  la escritura de El colgajo no sería más que el intento de unificar, de nuevo,  ambos personajes, de recuperar la sola línea temporal de que disfrutamos el resto de los humanos.
«Iba mirando constantemente a la derecha el cráneo abierto de Bernard. Aunque acordarme de esa imagen me cause un enorme dolor, en el que a veces insisto como se aprieta un diente enfermo para sentir mejor el nervio, no me apetece que el día de su desaparición llegue demasiado deprisa, quiero vivir el tiempo suficiente para desmentir toda muerte y recordar esta imagen todo lo que pueda, lo mejor que pueda, sin tener que decirlo o repetirlo fuera de este texto que la perpetúa».
El pasmo por haber sobrevivido —aunque no está seguro de a qué— se une a la estupefacción provocada por un mundo que sigue girando con independencia de su voluntad e, incluso, de su comprensión. Se siente protagonista de todo lo que sucede a su alrededor, pero siente que no posee el control ni siquiera sobre su propio personaje.
«La sensación de no ser más que un cuerpo aparece cuando este se sustrae por completo a nuestros deseos y a nuestra voluntad, como criados que cobran vida propia y, el día que uno los llama, se rebelan todos al mismo tiempo para decir simplemente: existo. El cuerpo está bien en tanto sirve al amo despreocupado y orgulloso, en tanto no se hace notar. El malestar que lo invade lo hace autónomo, y por tanto más vivo, pero no estamos acostumbrados a esta vida que no controlamos, que no prevemos, a esa insurrección de los órganos que se traduce en un atasco incomprensible de sensaciones».
Que el primer acto voluntario e intencionado que realiza Philippe nada más despertar en la sala de reanimación del hospital, escribir en una pizarra —sus heridas y las reconstrucciones que ha sufrido su cara le impiden hablar— un mensaje para su hermano, prefiguran, tal vez, la relación entre el atentado, con sus consecuencias en el plano personal, y la actitud que tomará en el futuro con respecto a todo lo relacionado con aquel. La escritura seguirá siendo una forma de comunicación, una actividad más o menos artística y su principal modo de vida, pero también se convertirá en su salvación: desde las primeras frases esbozadas en la libreta grande de color salmón de la Assistance Publique hasta la última página de El colgajo, será el único procedimiento para intentar salvar ese puente desmoronado entre el Philippe anterior al atentado y el superviviente; pero también actuará, fijando el recuerdo, como repositorio en el que almacenar el recuerdo, siempre disponible, imprescindible para poder olvidar y afrontar el futuro, libre del lastre del acontecimiento.
«Sin embargo, no escribí esta frase en la pizarra Velleda para conjurar lo que anunciaba. La escribí para aliviarme de la pena que presentía: escribir era protestar, aunque también era ya una forma de aceptación. La primera frase, pues, tuvo esa virtud inmediata: hacerme comprender cuánto iba a cambiar mi vida, y que había que admitir sin vacilar todo lo que dicho cambio entrañaría. Las circunstancias eran tan nuevas que exigían un hombre, si no nuevo, al menos metamorfoseado en el plano moral como lo estaba en el plano físico. Todo se jugó, creo, en esos primeros minutos. Una combinación de estoicismo e indulgencia definió mi actitud en los meses que siguieron: nació en aquel instante, bajo aquella luz y con aquella sencilla frase: "Con Gabriela [su novia] está jodido."»
Esa sensación de extrañamiento con respecto al Philippe anterior al atentado incluye, con el tiempo, a aquellas personas con las que mantuvo relación en el pasado. Los cambios que les ha provocado el tiempo transcurrido, inefables, se confunden con el efecto que ha provocado en ellas el incidente. Si se trata de otro Philippe, ¿cuál es la relación que mantiene ahora con ellas? ¿Qué componentes de esa relación han cambiado después del incidente? ¿A qué Philippe buscan ellas, al que conocían y ya no existe o al que vive y ya no conocen? Por profunda que sea la intimidad, es imposible adivinar qué ha sido de la vida de las personas con las que la hemos compartido después de que salieran de ella; todas las especulaciones están destinadas al fracaso porque la foto fija de nuestra relación con ellas es falsa y se convierte en más engañosa a medida que transcurre el tiempo. Pero lo más grave es que ese efecto puede también producirse en nosotros cuando revisamos las expectativas que imaginamos en el pasado y las comparamos con nuestra realidad.
«La que hablaba era la enfermera de la noche. Era la primera vez que la veía. Me dijo su nombre. Pensé que se llamaba igual que un personaje de Raymond Queneau, que era un nombre anticuado, que tenía más o menos mi edad y que también yo estaba anticuado. Cuando se está anticuado es porque se ha sobrevivido a algo, incluso a varias cosas a las que quizá no debería haberse sobrevivido. Pero ¿a qué se ha sobrevivido exactamente? Tumbado en la cama creía entonces que el atentado me había dado una fecha de caducidad. Hacía algún tiempo que ya no me sentía apto para ejercer un oficio de locos y enloquecedor que exigía amoldarse a un mundo que avanzaba demasiado deprisa y demasiado bruscamente para mí. La actualidad se había convertido en una galería de espejos repleta de lámparas sobrecalentadas que ya no iluminaban y alrededor de las cuales revoloteaban unos enjambres de mosquitos cada vez más estúpidos, moralizantes, publicitarios y nerviosos. En adelante, cualquier palabra, cualquier frase me hacía sentir su precio. Mi mandíbula destrozada parecía una metáfora, lo cual tenía su lado bueno».
Una vez estabilizado física —no voy a morir— y mentalmente —el atentado fue un hecho aislado cuya repetición no debo temer— en todo aquello que mantiene una relación inmediata con el incidente, se abre un nuevo escenario ocupado por las consecuencias: cómo va a reconstruirse, y hasta qué punto, la zona afectada por la bala y cómo va a influir su  estado final a la vida en su conjunto. Una vez superado el miedo, un nuevo enemigo está esperando para entrar en liza: el dolor, el de todo el proceso de reconstrucción quirúrgica, pero también, aunque menos focalizado, el de las pérdidas personales que iban a producirse; y, en extraña combinación, una nueva variedad de miedo, no tanto a un nuevo atentado —que alguien quisiera terminar el trabajo que los terroristas habían dejado pendiente—, aunque también, sino al propio dolor, un miedo indescifrable, imprevisible. Ciego.
«Ahora que el VAC tenía las horas contadas, me había acostumbrado al escozor que me causaba su presión: lo que tendría que haber sido, imagino, un dolor agudo había terminado convirtiéndose en una sensación bastante curiosa, no del todo desagradable. Incluso sentía algo de placer con eso encima, como cuando uno se adelanta a un llamamiento que sin embargo no conduce a nada: gracias al dolor que creía provocar, me sentía dueño de las migajas de mi destino. El masoquismo no se había convertido todavía en un vicio —un vicio que a veces envidiaba—, pero sí podía ser, llegado el caso, una necesidad. Y pese a todo establecía, sin yo proponérmelo, una equivalencia entre el dolor sentido, o presentido, y el buen resultado del trabajo que efectuaban las enfermeras. Y aunque ellas procuraban no causarlo y me recordaban a menudo que había que atajarlo antes de que aumentara y cortarlo de raíz como a una flor venenosa, había cierto sufrimiento que sancionaba su eficacia».
El dolor dibuja una frontera que, sin embargo, Philippe debe cruzar, y nada, ni siquiera la morfina, puede acudir en su ayuda. La cirugía y los cuidados hospitalarios han conseguido que la muerte, tan próxima, retroceda, vencida por la técnica; Philippe ha pasado de ser un cadáver a ser un superviviente, pero ahora, conseguida la subsistencia, debe afrontar el reto definitivo: vivir.

El paso de protagonista a narrador siempre se hace a costa de la realidad; ese Philippe que nos cuenta su periplo hospitalario, con incursiones en un pasado que reinterpreta en función de lo que requiere su relato, no es el mismo que sufrió el atentado y la interminable hospitalización: la construcción de su crónica lo ha ficcionalizado. Si él es honesto, dejará que el lector se aperciba de ello; si el lector es inteligente, sabrá despejar la realidad en la ecuación que le plantea el autor.

«Gabriela veía las cosas de otro modo. Pensaba que esas crónicas me hundían todavía más en  mi miseria y hacían que me perdiera en un laberinto del que habría sido mejor salir. A mi entender era justo lo contrario: al describirla así, escapaba a mi condición. Había tenido que terminar allí, en ese estado, no solo para poner a prueba mi oficio, sino también para sentir lo que había leído cientos de veces en diversos autores sin acabar de entenderlo del todo: escribir es la mejor manera de salir de uno mismo, aunque uno no hable de otra cosa. Así las cosas, la separación entre ficción y no ficción era inútil: todo era ficción, puesto que todo era relato —selección de los hechos, enfoque de las escenas, escritura, composición—. Lo que contaba era la sensación de verdad y el sentimiento de libertad que se daban tanto a quien escribía como a quienes leían. Cuando escribía en la cama, primero con tres dedos, luego con cinco y después con siete, con la mandíbula primero agujereada y después reconstruida, con o sin posibilidad de hablar, yo no era el paciente que describía; era un hombre que observaba a este paciente y lo daba a conocer contando su historia con una benevolencia y una alegría que esperaba compartir. Me convertía en una ficción. Era la realidad, era absurdo y yo era libre. Dicha actividad, por supuesto, se cobraba su tributo. Terminaba todas las crónicas agotado, entre sudores, ataques de tos y lágrimas. El paciente resucitaba entre las palabras y los muertos, y se recuperaba».
La progresiva progresiva reincorporación de Philippe al mundo cotidiano significa abandonar poco a poco el refugio seguro de los hospitales —no solo en términos de seguridad personal—, sus rutinas impuestas en aras de la comodidad —los policías que lo custodian pero también las enfermeras que lo cuidan—, esa vida cuyo volante está en manos de otros, y comenzar a asumir las responsabilidades que quedaron suspendidas con el atentado. Y, con ello, recuperar no el tiempo perdido ni el tiempo recobrado sino el tiempo suspendido; volver a vivir, como siempre, sin intermediarios.
«Nunca había experimentado con tanta intensidad la sentencia proustiana: la escritura era sin duda producto de otro yo, un producto destinado justamente a hacerme salir del estado en el que me encontraba, aun cuando consistiera en contar dicho estado [...] También escribía para transmitir una experiencia, pero la mayor parte de las reacciones me recordaban aquella frase cruel de Céline: "La experiencia es una tenue lámpara que ilumina solo a quien la lleva"».
Como lector, no me interesan tanto los hechos, ni siquiera sus efectos sobre la vida de Lançon, como el modo en que los narra, en que transforma la vida real de la víctima del atentado en un relato, el intento de reconstruir, mediante la escritura, una vida alternativa que pueda continuar —que pueda identificarse con— la vida del crítico y periodista francés conocido como Philippe Lançon. No se trata de una catarsis —otro tipo de ficción— sino de recuperar una identidad extraviada y de adjudicarla a un sujeto que no acaba de conseguir  reconocerse.
«Si escribir consiste en imaginar todo lo que falta, en reemplazar el hueco con cierto orden, lo que yo hago no es escribir: ¿cómo iba a poder crear la menor ficción cuando a mí se me ha tragado una ficción? ¿Cómo erigir un orden cualquiera sobre semejantes ruinas? Es como pedirle a Jonás que se imagine que vive en el vientre de una ballena cuando vive en el vientre de una ballena. Yo no necesito escribir para mentir, imaginar o transformar lo que me pasó. Me bastó con vivirlo. Y, pese a todo, escribo».
Tal vez el mayor logro literario de El colgajo consista en el ejemplar equilibrio que consigue Lançon entre el sensacionalismo y el realismo. Al desplazar el peso de la trama del lugar supuestamente central, el atentado en sí —que relata en la primera cuarta parte del texto—, al proceso quirúrgico y, al final, a la rehabilitación, desecha el porcentaje de intriga con el que podría sostener el texto —y otorgarle el carácter de novela que podría adjudicársele sin violentar el concepto asumido de forma amplia por sus lectores— y se centra en un tema, su curación y rehabilitación, difícilmente manipulable, decisión que redunda en una alta verosimilitud que, en el caso de los testimonios personales, es tal vez su mayor virtud.

Calificación: *****/*****

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