16 de noviembre de 2009

Amor de Artur

Traducción de Moncha Fuentes y Xavier R. Baixeras
Introducción de Constantino Bértolo

A las 15:33 horas de una sombría y fresca tarde de noviembre me senté en mi sillón favorito, aquejado de un ataque súbito de hedonismo, armado con un estupendo Esplédido de Cohiba, cenicero, tetera con Earl Grey a discreción y una razonable copa de Señor Lustau 1940, con la intención de echarle un vistazo a un libro que no conocía de un autor de quien sólo me sonaba el nombre. A las 19:37 horas, sin haberme levantado ni siquiera para satisfacer ninguna de las necesidades básicas, la copa de brandy intacta, cierro Amor de Artur (Amor de Artur, 1982) con la sensación de que durante esas cuatro horas y pocos minutos o bien he sufrido alguna clase de rara autohipnosis involuntaria, y lo de "sufrir" es literal, o bien he sido abducido por alguna inteligencia, porque algo de inteligencia debe dársele por supuesta, extraterrestre.

Amor de Artur es, para este lector, un descubrimiento sorprendente; uno se vanagloria, al
menos en la intimidad, de ser un tipo leído, vamos, con eso que se llama, pomposamente y alzando con suficiencia una ceja, "cierto bagage", y se considera a salvo de sorpresas; al fin y al cabo, si algo es bueno, realmente bueno, o se parece mucho a algún libro que ya se ha leído -en cuyo caso uno, haciendo gala de una falta absoluta de modestia, encuentra en su memoria la referencia y, con suficiencia, exclama: "Oh, eso no es más que un plagio de... (póngase aquí el nombre de algún clásico o del último transgresor, igual da)"- o ya se conoce -"¿Cómo? ¿Ahora has descubierto a... (lo mismo que en el paréntesis anterior); uff, hace años que lo leí"-. Pues bien: de ahora en adelante, jamás volveré a tener la pretensión de que ya he leído todo lo que vale la pena y de que para disfrutar leyendo tengo que limitarme a releer.

Amor de Artur es un libro que contiene cuatro narraciones cortas cuya lectura estimula esa
parte recóndita del cerebro donde se supone que se halla el placer. Son cuatro relatos, a cuál más sorprendente, escritos desde una maestría en el estilo que parecía extinguida con el último clásico, enmarcados en tiempos distintos y con protagonistas sin relación entre ellos, al menos a primera vista, pero que tienen en común un tiempo de referencia y una tierra mítica, un espacio literario -uno no puede dejar de pensar en La Tierra Media de Tolkien o el Terramar de Le Guin, aunque la temática de Amor de Artur transcienda la fantasía- poblado de historias que conocemos sólo en parte y de la boca de personajes insólitos que arrastran al lector por los caminos que llevan a la buena literatura.

Hagan como yo: búsquense cuatro horas, acomódense y sumérjanse en la lectura de Amor de
Artur
; de hecho, este reseñista está terminando con prisas esta recomendación para volver a
Tagen Ata; ya sé que no podemos bañarnos dos veces en el mismo río, pero ahora mismo sí que
me apetece, al menos, dejar un buen rato mis pies en remojo en el tranquilo remanso de la
corriente que me ha descubierto Méndez Ferrín. Y les aseguro que no será el último rato que
pase en su compañía.

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