«La presencia de un dios puede ser tan intensa que llegue a humanizarse; vive entre los hombres, se confunde a veces con ellos, adopta sus costumbres, las pauta. Si las Musas lo asisten se torna un poeta real, es alguien que escribe para el bien común. Museo se consideró un maestro de la medicina y de cuanto acontecía en los oráculos; su intervención era "personal", y se le situaba en el mismo estadio de realidad en que podían estarlo, por ejemplo, Homero y Hesíodo. Así también, superados los límites de la realidad, Orfeo es el poeta que canta y alumbra los ritos sagrados, y gracias a su numen ha escrito los Himnos órficos, las Argonáuticas y el Discurso sacro (Hierós logos) en veinticuatro rapsodias [...] Es más, Alcidamante (principios del siglo IV antes de Cristo) le confirió la introducción de "los signos de la escritura, que había aprendido de las Musas", y señala que en el epitafio de la tumba de Orfeo puede leerse que "a los hombres descubrió letras y sabiduría (Odiseo, 24)».
Los seguidores de los mitos órficos, que representaron una creencia institucionalizada aunque marginal y de cuya doctrina bebieron los grandes movimientos religiosos posteriores, incluido el primer cristianismo, desarrollaron un amplio ritual en el que la magia y la música poseían un papel fundamental. Recogiendo las aportaciones de Tales de Mileto, en el siglo V a.e.c., aparece el filósofo creador de una escuela que le sobrevivió largo tiempo, cuya relación con el número y la música puede considerarse fundacional: Pitágoras de Samos, consagrado en hacer inteligible el universo a través del número y, dada la estrecha relación con este, de la música, con repercusiones también religiosas, científicas y políticas que, de diversos modos, se han prolongado hasta nuestros días.
«A partir de las relaciones numéricas existentes en la música, que descubrieron en correspondencia con las distintas alturas de sonido, los legatarios de Pitágoras, con Filolao y Arquitas a la cabeza en lo musical, pensaron que el pleno equilibrio sonoro, su exacta proporcionalidad vibratoria, era aplicable a la constitución cósmica en concordancia con la Tierra y con aquello que la compone: las formas, las distancias, los volúmenes, y también el cuerpo del ser humano, también el alma. De ahí que fuera inseparable de su concepción la denominada "armonía [harmonia] de las esferas", que, más que una metáfora, constituyó un grandioso instrumento de especulación, una aventura intelectual que implicó en un mismo cauce lo humano y lo celeste. Esta armonía no fue sino el resultado de la aplicación matemática al estudio de los intervalos, lo cual les induciría a centrar su interés en la aritmética y a formular el número como origen y realidad de toda cosa».
Pitágoras sostenía la existencia de una música universal, primordial, a la que no podíamos acceder debido a nuestras limitaciones, que regía los movimientos de los astros y la armonía del cosmos. Su pensamiento trascendió a su tiempo gracias a la insistencia de algunos de sus alumnos, como Filolao, que extendió sus enseñanzas, a menudo enriquecidas con sus propias aportaciones. Este pensamiento se basa en la perfección y la exactitud del número, que no es solo la base de esa música de las esferas, sino también la lengua para hablar con los dioses y principio, casi metafísico, de todo lo existente.
Pero en pleno auge del movimiento pitagórico y en un relato más mítico que plausible, pero que ha trascendido prácticamente hasta nuestros días, el descubrimiento de la inconmensurabilidad, de los números irracionales, derrumbó el edificio teórico y señaló el paso de la aritmética, incapaz de concebirlos, a la geometría.
Fue mérito de los griegos tecnificar inventos que llegaron de Oriente y, de este modo, dar el punto de partida a la especulación que desembarcaría en el progreso de las ciencias y de las artes. En el campo musical, su aportación primordial fue pensar en la música como una lógica del universo; para su investigación, desecharon los instrumentos de viento, muy débiles en afinación, poco fiables, y optaron por el monocordio, muy adecuado para las funciones tonométricas.
En esa época, Arquitas fue el pitagórico que trascendió el corsé de la doctrina para, mediante la experimentación, abrir nuevos caminos, también en lo concerniente a la música, como dar entidad a los géneros enarmónico, cromático y diatónico, y descubrir nuevos intervalos.
En la época clásica, no se considera a la música como una ciencia ―una apreciación que se prolongará hasta la Edad Media, con la música incluida en el Quadrivium junto con la aritmética, la geometría y la astronomía―, pero que los avances científicos en física, acústica o en la propia matemática, repercutirán notablemente en aquella.
«Arquitas, la música, la experimentación, los ojos cerrados, las escucha, las consonancias (symphonias) de las que el oído solo percibe un sonido. Cicerón lo recuerda en De senectute (XII, 40). Pone en boca de Catón lo que decía Arquitas: que ni una divinidad ni la naturaleza hubieran podido conceder al hombre nada mejor (dice praestabilius, 'prestigioso') que la mente».
La intuición de los pitagóricos acerca de la música de las esferas provocó asimismo que se estrechara la relación ―cuyo origen se sitúa en Oriente como resultado de la amalgama de creencias dispersas de irrastreable origen― entre la música y la astronomía. Los ocho planetas ―objetos celestes, para ser precisos― provocan la división de los sonidos en octavas, en la que cada uno resuena con una nota determinada en función de la distancia que los separa y de la velocidad de giro, y cuyo conjunto de sonidos compondrá la armonía perfecta.
«No pensó en hacer el alma más joven que el cuerpo. Mezcló una tercera clase de ser ―recordémoslo, no se puede crear algo sin un tercero― "hecha de los otros dos". Procedió entonces a amalgamarlo todo, incluso con violencia, con "el propósito de mezclarlo con el ser". Una vez unidos los tres componentes, dividió el conjunto en tantas partes como fuera pertinente. Acudió, para ello, a la aritmética y a la ciencia de la música, que son "hermanas"; los dos saberes, indisociables, son garantes de la perfección. La ideación del universo es, por lo tanto, geométrico-musical, armonía celeste, dominio del número».
Es probable que la música y la filosofía provengan de distintas fuentes y que respondan a objetivos diferentes, pero no puede accederse, para los griegos, a la totalidad de la filosofía ―a la integridad de la sabiduría― sin la música.
No es extraño, pues, que a medida que avanza la técnica, se perfeccionan los instrumentos y aparecen nuevos modos musicales, la vieja guardia muestre su desacuerdo ante tanta frivolidad; en sus propias palabras, la música estaba perdiendo su carácter de "sonido moral". No podía ser menos teniendo en cuenta que la composición se consideraba una actividad del alma, y su propia generación obedecía a la cualidad de esta. La interrelación, la dependencia, puede rastrearse en las enseñanzas del más moral de los filósofos griegos: Sócrates.
Su más conocido discípulo, Platón, influenciado por sus enseñanzas y por el pitagorismo, abogaba por una música que actuara como elemento mediador en la conformación ético-política del ser humano y para el gobierno del Estado; una necesidad que extiendía a la danza, para mantener en equilibrio, no solo físico, al cuerpo.
«Sí, el vivir sedentario, la molicie, son lesivos tanto para el cuerpo como para el alma, no es otro el motivo por el que algún dios ha concedido a los humanos las artes de la música y de la gimnasia "con miras a estas dos cosas: la fogosidad y el ansia de saber". La fusión de ambas proporciona un "ajuste armonioso", y, en tal caso, "aquel que combine la gimnasia con la música más bellamente y la aplique al alma con mayor sentido de la proporción será el que digamos con justicia que es el músico más perfecto y armonioso, con mucha más razón que el que combina entre sí las cuerdas».
La sociedad humana perfecta debe tender a la fusión de música y virtud, de modo que cualquier atentado contra la primera repercuta en un empeoramiento de la segunda y en consecuencias funestas para la comunidad de los humanos.
Aristóteles sigue a su maestro en cuestiones musicales pero abre ligeramente las manos a los progresos en la técnica constructiva de los instrumentos, aunque sigue rechazando los de viento, además de aceptar cierto carácter lúdico, sobre todo en la composición y no tanto en la escucha.
Aristóteles especula también acerca de los beneficios médicos de la música como remedio para las tribulaciones del alma e introduce de forma definitiva el concepto de catarsis, con el sentido de purificación, que sea capaz de restablecer la armonía del alma. Sin embargo, a pesar de recoger y ampliar algunas de las ideas de sus predecesores, rompe con el marco teórico del pitagorismo ―y con Platón―, negando la existencia de la "música de las esferas" y, por tanto, de sus implicaciones astronómicas, matemáticas y musicales.
«El conocimiento es exactitud, la matemática es su puerta más segura. No la creencia, no la intuición: es el riguroso análisis lo que conduce al verdadero saber. Cuanto mejor y de manera más perfecta tengamos conocimiento de la ciencia que tratamos, "mejor y más perfecta será esa ciencia" [...] Sí, el razonamiento de estos Analytica posteriora, tal como se conocieron el latín, y que constituyen el libro IV del Organon, debe ceñirse al más estricto de los métodos y a la comprobación más científica, por eso, en un momento concreto, aunque no lo dice directamente, invita a desdeñar las ideas platónicas "porque son música celeste"».
Fue su discípulo Aristóxeno quien dio forma definitiva a una nueva teoría musical, inspirada en las intuiciones de su maestro, que rompería con el dominio del paradigma pitagórico, resaltando la importancia del elemento perceptivo y del intelectual: la música sería más una física que una matemática.
En un sentido parecido, aunque con más eco mediático ―fue el sucesor oficial de Aristóteles en el Liceo― pero menos originalidad, se manifestaron las ideas sobre música de Teofrasto. Es posible que su tesis más revolucionaria, teniendo en cuenta la potencia de los antecedentes pitagórico-platónicos, fue aquella en la que afirmaba que la música no tenía ninguna relación con la virtud sino con las emociones.
La pugna filosófica entre estoicos y epicúreos se trasladó también al campo de la música, fundamentalmente acerca de sus cualidades educativas, los primeros, o hedonísticas, los segundos, pero aceptando ambos las ontológicas y las éticas.
2. La certidumbre
El escepticismo aparece en escena poniendo en cuestión ―también― la validez de las aseveraciones formuladas por la metafísica mediante el rechazo sistemático de cualquier saber basado en la fe; para alcanzar la serenidad de espíritu, la ataraxia, fin supremo de la filosofía, era necesario suspender el juicio ―epojé― acerca de todo aquello que dependía de la opinión.
Sexto Empírico dedicará sus escritos a derrumbar, piedra a piedra, el ilusorio edificio musical construido a cuatro manos entre los pitagóricos y los aristotélicos: todos los efectos benéficos de la música para el alma son una falacia favorecida por la superstición.
«"El sonido no se extiende como resultado ni como sustancia y extensión temporal", y eso obliga a pensar que todo cuanto se halla en el curso de un devenir, "todavía no es", de suerte que no llamamos casa a lo que está en proceso de construcción; lo mismo es aplicable al sonido. Así, por lo comentado y discernido, la música es inexistente porque está en el devenir, y carece de existencia "en virtud de la aporía que vamos a plantear relativa a la producción de ritmo". Porque, pensándolo bien, el ritmo no es nada si nos atenemos a que el tiempo tampoco es nada; se trata solo de un concepto, de una idea ilusoria que hemos concebido. El tiempo no es, y si no es el ritmo, carece de entidad; no existe si el tiempo no existe».
Sin embargo, la victoria del escepticismo fue temporal porque las doctrinas pitagóricas, combinadas y reforzadas por las aportaciones de un recientemente conocido Oriente, volverán a situarse en primer plano, estipulando la existencia de una "música arquetípica" que acompañó a la Creación y que acompañará al hombre en el contacto último con la divinidad.
«En el convencimiento de que remite a la virtud, tal como lo habían entendido los pitagóricos y reformulado Damón de Oa, Platón y Aristóteles, la música "elevada", dice Filón, partiendo del ritmo, el metro y el tono, corrige "cuanto hay de arrítmico, desmedido y disonante en nosotros", pues, si bien se piensa, la música y la filosofía son "imágenes verdaderamente divinas del alma divina"».
Esta concepción de Filón, sobra el decirlo, fue recogida, comentada y ensalzada por los Primeros Padres del Cristianismo, incluidos sus antecedentes judaico-alejandrinos ―sustituyendo a Orfeo por Dios y a la armonización por Su palabra, además de otras readaptaciones―, y su influencia se prolongó hasta bien entrada la Edad Media. Esa identificación provocó una ―otra― brecha entre la filosofía y la fe que ha llegado, con muy pocas excepciones, hasta nuestros días. Simultáneamente, empezaron a aparecer los primeros tratados teóricos que, aunque influenciados por doctrinas religiosas y pseudorreligiosas ―neopitagóricos como Nicómaco de Gerasa, neoplatónicos como Teón de Esmirna, neoaristotélicos como Ptolomeo... ― empezarán a vislumbrar, a menudo de forma involuntaria, una música como arte independiente de la matemática y de la filosofía.
Pero el neoplatonismo académico llega en pleno siglo III con Plotino. Recogiendo el dualismo platónico y la doctrina de la Belleza y el Ideal, y mezclándolas con aportaciones de la religiosidad oriental, Plotino concebirá la música como una atribución trascendental y adjudicará al músico, junto con el filósofo y el enamoradizo, el pasaporte directo al Más Allá. Plotino habla de una armonía que lo rige todo y es "razón del universo", de una magia que consiste en el equilibrio entre "Amistad" y "Discordia", y de un encantamiento, provocado por la música, durante el cual somos capaces de acceder a la "Belleza".
«Pensar con Plotino es pensar ahora en dos masas de piedra, una de ellas informe y otra que ha sido reducida a imagen a través del arte, sea la de un dios, la de una Gracia, sea la de una Musa o la de un hombre. La que ha modelado el arte ha sido transformada en belleza, pero no porque lo bello estuviera en la piedra; no, ni tampoco porque el artista tuviera ojos y manos: es porque él "participaba del arte". Este ha sido desplazado a la piedra. De manera que "toda causa eficiente primaria debe ser por sí misma superior a su producto". Y lo mismo puede atribuirse a la música, "porque no es la falta de música, sino la música, la que produce una obra musical, y la música sensible la produce la suprasensible».
Su sucesor Proclo reafirmó el sincretismo de los neoplatónicos con insistentes referencias a Oriente ―teologías órfica, caldea y egipcia―, a los panteones griego y romano y a la doctrina pitagórica del Número, además de insistir en el carácter equilibrador de la música. Sin embargo, su aportación, más que en nuevos enunciados, consistió en mantener vivo el platonismo en una época en que la diversidad de paradigmas teológicos amenazaba con la desaparición de aquellos menos populares. Con estos antecedentes, su influencia sobre los escolásticos medievales fue decisiva y se prolongó hasta el idealismo alemán y Hegel.
Mayor influencia real en la concepción filosófica de la musica tuvo el enigmático Arístides Quintiliano (¿siglo IV?), autor del tratado Sobre la música, especialmente relevante en cuanto a la teoría musical y a sus efectos terapéuticos: la potencia de la filosofía libera el alma de su prisión terrenal y hace al ser humano digno de la providencia, pero, para que pueda desplegar todas sus capacidades, es imprescindible el auxilio de la música. Los nervios y el viento comparten su razón generadora de movimiento en el alma y en la música.
«El cuerpo del universo tiene su paradigma en la música. Las esferas suenan, pero solo a veces, muy pocas, los sabios y los virtuosos reciben la dádiva de oírlas. Los indignos jamás alcanzarán a saber cómo suena. No podemos pensarlo de otro modo, porque es la música del orden, la sonoridad sustentadora. Incluso es posible hablar, tales son los sonidos, de un "coro de astros". La consonancia de cuarta es reflejo del tetraktys; la quinta lo es del cuerpo etéreo. El melodioso movimiento de esos astros se entiende y concibe a través de la octava. Sí, la filosofía es culminación, pero la primera en iniciar a la comprensión es la música que busca los espacios por la nervadura de la bóveda celeste».
La marea del cristianismo avanzó con resolución y, después de algunos siglos de convivencia con el pensamiento inspirado en la antigüedad clásica, acabó imponiéndose en todo el occidente civilizado. El principal artífice de esta acometida fue, sin duda, Agustín de Hipona. Aún fiel a su renegado maniqueísmo pero atento a las indicaciones de (San) Ambrosio, Agustín distingue entre la música de la disipación, que rechaza, y la música dirigida a la quietud del alma y a mayor gloria de Dios, los himnos que cantan los fieles en espiritual arrobamiento en su intento de acceder a la armonía de la divinidad por medio de las voces humanas; su idea de la música ―desde una posición puramente especulativa― bebe de las fuentes platónicas y pitagóricas.
«La música es también pensamiento. Por eso cabe preguntarse por toda cosa que suceda en ella. Entrañar, desentrañar. Escrutar. Dice Agustín: "Lo que no puede sonar al mismo tiempo, ¿cómo puede ser oído a la vez?". Él tiene la respuesta: es gracias a la memoria que podemos oírlo, porque abarca una gran extensión; eso hace que la duración sonora quepa en los dominios de la memoria. Una sílaba, por breve que sea, tiene un principio y un final. Se extiende en un determinado espacio de tiempo, que puede ser mínimo. La razón nos demuestra que todo espacio, sea local o temporal, puede ser dividido infinitamente. Infinitam divisionem. Esto hace que no se perciba ni el inicio ni el término de una sílaba. La memoria nos ayudará a abarcar hasta aquello que nos parece inaprensible. De ahí que, distraídos, a veces tengamos la sensación de no oír a las personas que están hablando ante nosotros. Sí, es cierto, nisi memoria nos adiuvet».
Casi contemporáneo de Agustín pero parapetado en otra trinchera, Boecio fue el autor de dos títulos fundamentales no solo en el plano filosófico, sino también con respecto al potencial consolador de las disciplinas hermanas, música y filosofía: De consolatione philosophiae y De institutione musica.
«La música, el consuelo, la filosofía, pueden convertirse en la misma cosa. Sirven para la extrañeza que se siente en el mundo. Sirven, también, para lo inexplicable que se siente al abandonarlo. Las tres prestan auxilio. La música es una forma de pensar consolatoria. La filosofía es una música consolatoria. El consuelo es una música que filosofa».
Aduce Boecio que la estabilidad que necesita el Estado requiere una música que brinde la virtud a las costumbres y a los habitantes, pero debe tratarse de una música elemental, carente de artificio; cuando este efecto benficioso se aplique al alma, la música revelará su efecto consolador. Con independencia de esa función aliviadora, distingue tres clases de música: la mundana, que es la que recoge la armonía de los cielos; la humana, reflejo de la anterior, que se encuentra de forma innata en uno mismo; y la instrumental, aquella que requiere de la técnica para ser ejecutada.
Y en eso irrumpe el período más denostado ―con razón o sin ella, aunque este lector de inclina más por la primera― de la historia humana: la Edad Media. La cristiandad se recluye en sórdidos monasterios, pero gracias a este aislamiento y al trabajo silencioso de los copistas los documentos de la cultura se multiplican y se preservan ―aunque en pocas manos no exentas de ambiciones mundanas―.
En cuanto a la música, los avances formales ―notación, composición, el clavicordio y el órgano, el organum y el motete, el Ars Nova― son indiscutibles, pero, en esencia, Platón, Pitágoras y sus exégetas siguen dominando el escenario a lo largo de varios siglos.
En la corte de Carlomagno, Alcuino, seguidor de Boecio, alcanza un puesto preminente que le permite oficializar sus ideas sobre la música; es la época en que empieza a hablarse de música polifónica, principalmente ligada a la liturgia, aunque, al mismo tiempo, empiezan a oírse voces contrarias al uso de la música ornamentada en las celebraciones religiosas. En tiempos de su discípulo Rabano Mauro vio la luz el tratado más antiguo de Europa, el Musica disciplina, un verdadero compendio del estado de la teoría musical hasta la época, que adquirió el papel de documento fundacional para los escritos de su género publicados con posterioridad.
Juan Escoto Eriúgena, pocos años después, estuvo flirteando con la herejía: la armonía no solo intercede con los sonidos opuestos, sino que se aprovecha de la diferencia para crear nuevos acordes; la trinidad divina implica una tríada que constituye una armonía "en forma absoluta".
Alrededor del cambio de milenio, la música, al igual que otras manifestaciones de la cultura, permanece, en la Europa occidental, enclaustrada en los monasterios, y los avances en técnica y notación, si bien se ralentizan, no se interrumpen del todo, pero la conexión entre música y filosofía se suspende y queda limitada a la repetición de las aportaciones de la antigüedad, convenientemente pasadas por el cedazo del cristianismo. Los malos tiempos para la filosofía provocan no menos aciagos tiempos para la música, y las relaciones entre ambas, si se las quiere ver así, se limitan a las enajenaciones amorosas de Abelardo, a los delirios místicos de Hildegard von Bingen, a las trasnochadas réplicas de Adelardo de Bath, las ideas arcaizantes de Hugo de San Víctor y a los desvaríos piadosos de Ricardo de San Víctor; en el plano técnico, en cambio, Adan de San Víctor instituye la forma estrófica.
Casi inmediantamente, en el siglo XII, se empieza a traducir al latín a varios autores griegos ―traducciones que incluyen diferentes grados de traición: el neoplatonismo impone sus preceptos―, árabes y judíos, hecho que conlleva una cierta apertura ―limitada, pero apertura― del enquilosado pensamiento occidental hacia nuevos paradigmas, aunque el resultado final, siempre contaminado por la religión, deje mucho que desear en cuanto a avances explícitos: la música de las esferas se convierte en coros angélicos y la elevación del alma se sustituye por el acceso al Paraíso (cristiano, por supuesto).
Roberto Grosseteste decide que el estudio de la naturaleza debe hacerse a través del método científico ―el disponible en su época―, y sus investigaciones en lumínica y acústica obtienen resultados relevantes.
«La asociación que Grosseteste estableció entre la luz y el sonido demuestra, al final del Metafisica della luce, la importancia del valor numérico que encierra la materia, de la cual el diez es expresión y número perfecto. "El uno es el propio de la forma; el dos lo es de la materia; el tres, de la composición; el cuatro, de lo compuesto; sumados se tiene el diez", escribe. Siendo, por lo tanto, el diez también el número perfecto del universo, y, como ha quedado dicho, el que responde a la suma del uno, el dos, el tres y el cuatro, la armonía que se deriva de estos constituye todo lo compuesto, de ahí que asevere, en las líneas finales del tratado que las proporciones se resuelven en los anteriores cuatro números indicados, con lo cual las cosas, el firmamento, la luz, participan de las proporciones armónicas y se resuelven como "en las modulaciones musicales, en la danza y en los tiemposn escandidos por el ritmo"».
Pero el verdadero protagonista de la filosofía occidental del siglo XIII es el alumno de Grosseteste, Roger Bacon, que rompe con el aplastante e inextinguible dominio del neoplatonismo desde un aristotelismo crítico incluso con algunos postulados del propio Aristóteles. En música, Bacon muestra su predilección por el músico teórico y recupera el concepto consolador de la música de Séneca.
Sin embargo, el soplo de aire fresco que avivó Bacon sobre la mohosa ortodoxia cristiana cesó de golpe con las sectarias Summa de Alberto Magno. Por supuesto, distingue entre la música dedicada a la gloria de Dios, que es la buena, y la profana, que solo sirve de consuelo a los afligidos; pero considera nociva patra el espíritu la música festiva y de celebraciones laicas. Aparte de renovar y reinterpretar, sesgadamente, por supuesto, a sus antecesores, su magnitud no le sirvió para aportar nada nuevo a la relación entre música y filosofía.
Parecido recorrido sigue su alumno Tomás de Aquino: reinterpretación y tergiversación de los antiguos a mayor gloria de la Iglesia. Pretendió compatibilizar la filosofía aristotélica con el cristianismo en un afán caníbal de imposible justificación y retorció los silogismos hasta que expresaran lo que pretendía. En cuanto a la música, ninguna nueva aportación, su origen divino colma cualquier requerimiento.
Por otro lado ―afortunadamente―, la técnica musical abre nuevos caminos. El siglo XIV es testigo de la publicación de Ars nova, el revolucionario tratado de Philippe de Vitry; se otorga el reconocimiento que merece a la figura del compositor; aparecen nuevos valores musicales ―la semicorchea y, posteriormente, la fusa― que representarán una revolución imparable para la anotación, la ejecución y, colateralmente, para el concepto de música. Sin esa revolución, que significó, entre otras cosas, la autonomía de la música respecto de los centros de poder de la Edad Media, los monasterios y la jerarquía religiosa, no hubiera sido posible la aparición del primero de los grandes compositores de la música occidental: Guillaume de Machaut.
La oscuridad ―diga lo que diga Ramón Andrés― de la Edad Media va cediendo progresivamente ante la invencible luz del Renacimiento ―su definitiva extinción deberá esperar al justamente denominado Siglo de las Luces―, y el primero en tratar la música, aún con ciertos claroscuros medievales pero con una decisiva apuesta por la claridad, no es un filósofo profesional sino un poeta: Dante y su concepción de la música como pulsión, ritmo, armonía y luz, que contó con la debida reprobación de Jacobo de Lieja y del papa Juan XXII, .
«No es necesario entender de música para que nos gobierne e instruya, nos alegre y, sobre todo, nos consuele. Ella, de algún modo, se basta para familiarizarnos con el misterio o, si se quiere, con lo inexplicable. Nos lleva a frecuentar lo que no entendemos y que, en el fondo, es lo más sustancial en nosotros. No entender, no saber. A veces, por paradójico que parezca, solo podemos intuir a través de la Razón. La Razón, en su exponente máximo, en su potencia mayor, es intuición. La intuición posee menos lenguaje, es cierto, pero es a causa de haberlo depurado».
Pero también los filósofos descubrían nuevos caminos: los calculadores del Merton College de Oxford, partidarios de un empirismo que amenazaba con resucitar a Sexto Empírico; Juan Buridán, que postulaba una Creación autosuficiente; Nicolás de Oresme, que inició las investigaciones en torno al fenómeno de la percepción y rebatió la trasnochada conjetura de un cosmos ordenado y cerrado ―y, por tanto, armónico―, llamando la atención sobre las consecuencias que acarreó esta afirmación para los partidarios de la rediviva y readaptada teoría de la música de las esferas; y, finalmente, Nicolás de Cusa, cuyo De docta ignorancia rozaba el escepticismo, que estableció que la música no era el fruto del equilibrio cósmico sino el elemento equilibrador de las cosas del mundo y del universo.
«"La mente eterna actúa casi como un músico que quiere hacer sensible la idea que tiene. Recoge una multiplicidad de sonidos y los compone en una proporción congruente con la armonía, de modo que en esta proporción brilla la armonía dulce y perfectamente, puesto que se encuentra como en su sitio, y el brillo de la armonía varía a tenor de la variedad de la proporción de la armonía congruente, y cesa la armonía al cesar la disposición de la proporción. De la mente proceden, pues, el número y todas las cosas". Diálogos del Idiota»
3. La inquietud
El renacimiento supone ―al contrario de lo que afirma Ramón Andrés, que cae en la simplificación de asimilar humanismo con individualismo― la instauración del hombre como medida de todas las cosas ―no del individuo―. La música, afectada también por este cambio, intenta abandonar la abstracción, mientras que el predominio de la melodía la dota un nuevo carácter narrativo en el que la subjetividad ―de nuevo, el hombre como medida de todas las cosas― abre la puerta a las pasiones humanas: el compositor intentará ahora restablecer otro equilibrio, el de su intimidad con el mundo exterior.
Uno de los primeros textos que defienden un carácter utilitario para la música fue el Complexus effectuum musices de Johannes Tinctoris. Entre esas funciones consoladoras se encuentra: "apartar la tristeza", "ablandar la dureza del corazón", "hacer felices a los hombres" y "atraer el amor"; en un sentido parecido escribe Lorenzo Valla sobre Marcilio Ficino:
«[...] tanto el canto como el sonido proceden "del pensamiento de la mente, del ímpetu de la fantasía y de la afectividad del corazón", lo que significa que tiene su fuente en tres manantiales: uno se funda en la razón, otro en la fantasía, otro en el discurso».
Por encima de otras cualidades, ese primer humanismo valora la proporción como generadora suprema de armonía y su materialización: regida por la arquitectura, se extiende a la literatura y a la música en el primer intento de racionalización de las artes; el orden entre los diferentes elementos, la concordia grata, prevalece sobre otras consideraciones.
Francesco Zorzi, un judío converso, estableció las bases para una Cábala cristiana que, junto al hermetismo clásico, darán una vuelta de tuerca a la mística medieval; sus aportaciones en torno a la música aparecen con frecuencia en su trabajo De harmonia mundi, de título clarificador; el pitagorismo renace por enésima ocasión, sincréticamente asociado a exóticas doctrinas orientales, y sus principios son tan evidentes que quienes los niegan, gente ruda e ignorante, es porque no los comprenden ―una combinación perfecta de la fe del carbonero y, en su caso, la del converso―. El cuerpo humano, para Zorzi, sería una réplica del universo ―el socorrido paralelismo entre macrocosmos y microcosmos―, y todas las proporciones internas y externas responden a razones musicales y, a la vez, numéricas; pero la armonía suprema trasciende esa circunstancia:
«Estar separado de sí mismo, liberado, es haberlo alcanzado todo. En De harmonia mundi hay una instancia que llama a abandonar el movimiento. La música es un campo de purificación. La gran música es una disolución que aspira al silencio».
Girolamo Cardano, autor de una extensa e influyente obra, dedicó De musica liber a la teoría musical y a las nuevas generaciones de instrumentos, alabando a los de cuerda por su precisión y denostando a los de viento por su poca fiabilidad, aunque usó estos con preferencia para sus estudios sobre el tratamiento físico del sonido.
Pero si alguien encarna el verdadero humanismo renacentista, libre del lastre de la religión institucional y de los muros en que se han convertido las doctrinas clásicas, es Erasmo de Rotterdam: además de no prestar atención alguna, como no sea para censurarla, a la música, declara que abomina del ruido inmisericorde de la polifonía litúrgica, que confunde tanto como para hacer ininteligible lo que se dice, y afirma que lo mejor de la música es cuando termina y da paso al silencio.
La posición contraria es la defendida por Lutero, enemigo declarado de Erasmo después de que este declinara la invitación de unirse a la Reforma, no tan interesado en la música propiamente dicha como en distinguirse de la política papal en cualquier ámbito; siguiendo con el programa iniciado en su exigencia a favor de la Biblia en alemán, reivindica también la lengua vernácula para la liturgia y los cantos como forma de llegar con más facilidad al pueblo llano.
«La austeridad de la música eclesiástica que defendían los calvinistas impulsó a los compositores luteranos, casi como un acto reflejo, a crear un amplísimo repertorio que acabaría convirtiéndose en el cimiento de una riqueza musical que resultó decisiva para la música alemana. Ciertamente, cuando se lee a Lutero y se piensa en la excelencia y en el número extraordinario de músicos que surgieron en aquella época, y que se prolongarían en el tiempo, se tiene el convencimiento de que la Reforma y la música fueron indisociables. En una carta de 1530 dirigida a su amigo Ludwig Senfl, le dice: "A mi juicio, no dudo en afirmar que, si dejamos de lado la teología, no hay arte alguno que pueda ponerse a la misma altura de la música". Estaba convencido de ello».
«Quien abra el ljbro [Solitaire second] comprobará que se trata de un auténtico y prolijo tratado musical, ciento setenta páginas que cruzan todos los caminos de la música, desde su historia hasta la naturaleza de las consonancias, desde los efectos que conmueven el corazón hasta las cuestiones más áridas, como son las acústicas y las relativas al temperamento. La armonía, el número, las proporciones, los afectos, su capacidad sanadora, el monocordio; en fin, nada queda fuera de este Solitaire no suficientemente conocido y que constituye el segundo de los cinco Discours philosophiques que se publicarán en 1587. Hasta llegar a Tyard no habíamos encontrado a ningún filósofo tan convencido de que la música alarga la vida. Lo piensa firmemente».
Con respecto al otro, que está definiendo un nuevo género literario mientras je dis ce que j'en sens, reconoce Andrés que no tiene mucho sentido traerlo a una obra sobre la música, pero reconoce su procedencia en una frase que es una sentencia ―y con la que este lector, que disiente en muchas de las opiniones del autor, no puede estar más de acuerdo―: "hay que ir siempre a Montaigne". Las referencias a la música en sus Ensayos son contadas y, a menudo, tangenciales, pero es precisamente la templanza del perigordino la que hace imprescindible cualquier referencia, por episódica que parezca.
«Montaigne es un paseo moral, un sotabanco del mundo desde el que mira las pequeñeces humanas, los sueños vanos, el anhelo de gloria, la fragilidad, el miedo que nos hace pedigüeños; nunca altivo, nunca hiriente, como Spinoza. Conociéndolo, su reflexión no es bizarra cuando en "De la esperanza" se pregunta por el sentido que tiene alargar tanto nuestra vida si uno llega a la vejez medio parcheado y con el cuerpo tronado. Reconoce que ha "dejado morir" en su organismo "catarros, fluxiones gotosas, diarreas, palpitaciones, migrañas", y que hasta los edificios de su edad tienen goteras. Pero debemos hacer frente a todos estos achaques, aprender a sufrir aquello que por ley natural no podemos evitar, porque nuestra vida, qué mejor ejemplificarlo que con un símil musical, "está compuesta, como la armonía del mundo, de cosas contrarias, así de distintos tonos, suaves y duros, agudos y bajos, blandos y fuertes. ¿Qué querría decir el músico que solo amase alguno de ellos? Es menester que sepa utilizarlos en común y mezclarlos. No puede ser de otro modo. Estamos hechos de opuestos, en nosotros la esplendidez y la avaricia, el descaro y la vergüenza».
En todo caso, y desde el punto de vista de un lego en la materia, Montaigne no puede sino admirarse del poder de la música tanto para provocar los más variados estados de ánimo como para corregirlos o sanarlos.
En 1621 se dio a la imprenta, aunque su autor estuvo corrigiéndolo y completándolo hasta el día de su muerte, casi veinte años después, el primer y definitivo tratado sobre el mal del siglo: Anatomía de la melancolía, de Robert Burton, el compendio razonado de todo lo que se sabía, y lo que él mismo podía intuir acerca de lo ignorado, en relación con la melancolía, más un lugar donde reflexionar que un manual de medicina. Es en este último sentido que Burton recoge la longeva tradición y prescribe la música como elemento favorecedor de la curación, por delante de todo un repertorio de remedios farmacológicos.
«Burton señala que han sido muchos los medios que los "filósofos y médicos han prescrito para alegrar un corazón desconsolado", pero a su juicio "nada tan presente, nada tan poderoso, nada tan apropiado como una copa de una bebida fuerte, alegría, música y agradable compañía", y lo escribe evocando el Eclesiastés (40, 20), donde se lee: "el vino y la música alegran el corazón"».
Genuinos productos de la fructífera época isabelina, dos pensadores casi coetáneos, procedentes de dos tradiciones históricamente enfrentadas, monopolizarán la discusión acerca de las relaciones entre filosofía y música. Francis Bacon, empirista irreductible, rechazará el enfoque pitagórico para centrarse en los efectos físicos y de teoría y técnica. Algunos de sus principios fueron trasladados a su obra más conocida, la utópica Nueva Atlántida. Robert Fludd se decantará por el irracionalismo y el hermetismo; sostendrá que las relaciones entre el macrocosmos y el microcosmos tienen naturaleza musical, una ciencia divina. La melodía que los une cruza nuestro interior y accede a las "regiones superiores".
En una época revolucionaria para el pensamiento todas las aportaciones son valiosas, pero destacan aquellas que conllevan un cambio de paradigma: el universo ya no volverá a ser jamás como fue después de Giordano Bruno:
«"La armonía y consonancia de todas las esferas, inteligencias, musas e instrumentos conjuntamente, cuando el cielo, el movimiento de los mundos, las obras de la naturaleza, el discurso de los intelectos, la contemplación de la mente, el decreto de la divina providencia, todos al unísono celebran la alta y magnífica vicisitud que iguala las aguas inferiores con las superiores, cambia la noche en día y el día en noche, a fin de que la divinidad esté en todo, y de la que la infinita bondad infinitamente se comunique según toda la capacidad de las cosas". Los heroicos furores».
El cambio que imprimió al campo de la filosofía acompañó al de las artes. En música, a partir de los madrigales y de la orientación progresivamente melódica de la música vocal, la narrativa acaba imponiéndose provocando el nacimiento de la ópera: la polifonía se retira modestamente porque el estilo monódico hace más inteligible el texto, y la voz humana, ahora ya descifrable, se apoya en un acompañamiento armónico que se convertirá, con el tiempo, en el bajo continuo, uno de los puntos más característicos de la música barroca. El cambio suscitará tantos partidarios ―Monteverdi, que aplicará las nuevas formas de manera magistral― como detractores ―Artusi, crítico con la complejidad y la artificiosidad del nuevo lenguaje―, pero su avance será imparable.
Marin Mersenne llama la atención sobre las interpretaciones mecánicas y físicas de los fenómenos naturales, pero también sobre los concernientes al hombre, y establece unas reglas para la composición de raíz matemática. En su obra Harmonia universelle dicta un completo método sobre la física, la teoría y la técnica musicales, y sostiene que el conocimiento musical redundará en beneficio moral y político.
En 1618 Descartes escribe el Compendium musicae, en el que aplica el racionalismo al estudio de la música, que no verá la luz hasta después de su muerte, con el objetivo de fijar las reglas estéticas en función de los efectos de la percepción de la música en el oyente, tanto desde el punto de vista auditivo como del perceptivo.
Otro inconformista sucede a Descartes como abanderado de la heterodoxia: Leibniz: del mismo modo que el universo tiende al equilibrio, autocorrigiendo las desviaciones que lo alteran, la música busca la armonía preestablecida de la naturaleza subsanando las disonancias.
«Aunque la música, por decirlo en sus palabras, solo dé un gusto anticipado, se asimila a la naturaleza tan incontestablemente porque su perfección es reflejo, imagen del espejo por el que las cosas se funden y a la vez se multiplican y propagan. Es precisamente esta armonía primera, a la que en ocasiones llama harmonie établie par avance, la que permite que la música, poblada de incontables mónadas, fluya coherente en el espacio a través de las estructuras más inverosímiles, y eso hace que sus caminos resulten siempre posibilidad, direccionalidad, que, por cambiante que sea, regresa al orden, a un orden originario. Si esto es así, cabe admitir que la música puede fluir de manera infinita en tanto que heredera de la armonía primigenia que la construye y rige. Se asemeja al universo, "multiplicado tantas veces como sustancias hay". Por eso nunca cesa, aunque esté en silencio, aunque todos los laúdes y los claves reposen, aunque todas las violas da gamba hayan sido guardadas en su estuche».
El siglo XVIII representa la última cesura en la historia del pensamiento occidental y, a pesar de la prejuiciosa y reaccionaria opinión de Ramón Andrés, la transición de la infancia ―Kant dixit― del hombre a la edad adulta; es decir, la aceptación de la propia responsabilidad sin mediadores todopoderosos ni ajustes de cuentas sobrenaturales.Esa rotura tuvo sus consecuencias también en el campo de la música: el estilo galante, tan ancien régime, desaparece, como quieren hacerse desaparecer los privilegios de la época que representaba, y multitud de instrumentos quedan abandonados en el foso sustituidos por otros que permiten más expresividad y un volumen más alto: el cambio de mentalidad conlleva una inseparable transformación de la sensibilidad.
El abismo que se abrió tras el fallecimiento de la música barroca dio origen a una discordia, la querelle des bouffons, entre los partidarios de la ópera italiana y los de la francesa. Pero, querellas aparte, 1751 consolida la revolución del pensamiento y abre las puertas a la Ilustración: aparece publicado el primer volumen de L'Encyclopédie.
La música es considerada un arte primordial por su capacidad de influir en los estados de ánimo y estimular la imaginación. La publicación de libros, folletos y panfletos relativos a la música crece de forma desproporcionada y se suma a los artículos relacionados en la Enciclopedia, pero, para asistir a lo más cruento de las guerras declaradas entre las diversas facciones, nada como las cartas, réplicas y contrarréplicas que se cruzaron D'Alembert, artífice máximo de la obra junto a Diderot ―que quedará como único responsable tras la fuga de aquel―, y Jean-Philippe Rameau, el músico más reputado ―y, probablemente, el más dotado, apasionado confeso de J. S. Bach― de la época. Fue precisamente Diderot quien calificó a la música como "la más violenta de las Bellas Artes" por su poder provocador y su influencia sobre el ánimo; de las tres artes imitativas de la naturaleza, poesía, pintura y música, la que nos "habla con más fuerza". Los nuevos instrumentos, las nuevas configuraciones orquestales y la progresiva importancia e interés que despertó la música instrumental ―y los personajes principales: Rameau en la composición y Michel Paul-Guy de Chabanon como teórico―, capaz de sugerir más y mejor que la voz humana, supusieron un cambio revolucionario y permanente para la composición y para la escucha.
Si alguna vez el carácter apaciguador de la música ha sido puesto a prueba, ha sido con el irascible, inconstante e impredecible Jean-Jacques Rousseau. Sus escritos sobre música ocupan un volumen de más de dos mil páginas de la Bibliothèque de la Pléiade, y su contribución incluyó un nuevo sistema de notación ―rechazado por la Academia y cuestionado por el propio Rameau― que pretendía corregir la complejidad del establecido; ejerció como copista musical para sobrevivir; y, llevado a rastras por el resentimiento característico del personaje ―que declinó en una paranoia que padeció toda su vida―, promulgó la superioridad de la ópera italiana sobre la francesa al mismo tiempo que denigró la música instrumental, en particular la alemana ―la muerte de J. S. Bach era reciente― por impostada y artificiosa.