Recuerdos durmientes. Patrick Modiano. Anagrama, 2018 Traducción de María Teresa Gallego Urrutia |
Los habituiales de este blog saben de la debilidad de este que escribe por la obra de Patrick Modiano desde bastantes años antes de que le concieran el premio Nobel. Después de dos años sin leer ninguno de los libros del francés pendientes de lectura, me apetece volver a él como ese regreso, casi sin plantearlo, a un lugar por el que sentimos una prefrencia especial y al que no por haberlo frecuentado en el pasado ha dejado de ejercer sobre nosotros una fascinación especial. Para este regreso he escogido Recuerdos durmientes (Souvenirs dormants, 2017), la primera novela que publicó después de la concesión del Nobel en 2014.
«En nuestros recuerdos se mezclan imágenes de carreteras que tomamos y de las que no sabemos ya qué provincias cruzaban».
El protagonista acapara la voz narrativa en primera persona a través de la evocación de su adolescencia y juventud en un París que mantiene las cicatrices, no tanto bélicas como sentimentales, éticas y legales de la aún reciente guerra; un pasado oculto que se manifiesta en el propio narrador, hijo de un padre cuyos negocios no parecen relacionados con ninguna actividad empresarial, y de una madre que trabaja como actriz de teatro en el barrio de Pigalle.
Algunos trazos de nuestro carácter, de los que solo somos conscientes si pensamos en ellos, deben tener, más allá de las supersticiones del psicoanálisis y ficciones derivadas, un origen en hechos o [situaciones] de nuestro pasado; e, igual que sucede con aquellos cuya fuente podemos fijar con precisión, algunos permanecen ocultos tras el velo del olvido. Si queremos recuperarlos solo podemos hacerlo a través del recuerdo, despertándolos ―recuerdos durmientes― e indagando en las circunstancias que rodearon a esos sucesos. Claro que ese proceso, tan inocente en su planteamiento, puede conllevar efectos gravemente adversos: remover el pasado no es siempre recomendable; despertar al durmiente tampoco.
Algunos trazos del carácter, aquellos de los que solo se es consciente si se piensa en ellos, deben tener, más allá de las supersticiones del psicoanálisis y ficciones derivadas, un origen en hechos o circunstancias del propio pasado; y, a diferencia de mlo que sucede con aquellos cuya fuente es posible fijar con precisión, algunos permanecen ocultos tras el velo del olvido. El proceso para recuperarlos solo puede llevarse a cabo a través del recuerdo, despertándolos ―recuerdos durmientes― e indagando en las circunstancias que rodearon esos sucesos. Pero ese procedimiento, tan inocente en su planteamiento, puede conllevar efectos gravemente adversos: remover el pasado no es siempre recomendable; despertar al durmiente tampoco.
«Durante mucho tiempo estuve convencido de que los encuentros de verdad solo podían tener lugar en la calle. Por eso esperaba a la hija de Stioppa en la acera, enfrente del edificio en que vivía, sin conocerla. "Ya te lo explicaré todo", me había dicho por teléfono. Durante unos cuantos días más una voz cada vez más lejana pronunciaba esa frase en mis sueños. Sí, si había querido conocerla era porque tenía la esperanza de que me fuera a dar "explicaciones". A lo mejor me ayudaban a entender mejor a mi padre, un desconocido que paseaba a mi lado en silencio por los caminos del bosque de Boulogne. Ella, la hija de Stioppa, y yo, el hijo del amigo de Stioppa, debíamos tener forzosamente puntos en común. Y estaba seguro de que ella sabría algo más que yo».
Aunque lo cierto es que alguno de esos recuerdos se resisten obstinadamente a tomar forma, a encuadrarse en el entorno en el que sucedieron, a desvelar motivaciones y a evidenciar interdependencias; o a tomar la dirección deseada. La evocación ―o el despertar― de un recuerdo nunca es gratuita ni inocua.
A veces los lugares son como ecuaciones en las que hay que despejar un término para alcanzar su significado, aunque es posible volver allí para intentar hallar la incógnita ―aunque el lugar haya cambiado, siempre queda un punto a partir del cual recuperar su estado original―. Esa vuelta atrás, en cambio, no es posible cuando el punto de partida es una persona, que puede haber sufrido tantos cambios que la hayan conviertido en irreconocible, sin ninguna conexión ni con ser en el pasado ni con relación a todas las circunstancias que la rodearon. Parece, pues, que la alternativa más fructífera sea la combinación de ambos, lugares y personas, pero puede también que no sea así en absoluto porque la combinación de los espacios vacíos de ambas puede convertir la tarea en imposible.
«Cuando salimos de la librería, ya había anochecido. Y a esa hora, en invierno, la sensación de ingravidez era la misma que por la mañana muy temprano, cuando todavía era de noche. A partir de entonces, el distrito cinco, todas sus zonas y su lejano extrarradio del boulevar de La Gare, iba a quedar vinculado para mí a Geneviève Dalame».
La sensación de unidad y de coherencia con que aparecen los recuerdos es tan falsa como adjudicar una única razón como motivación de los actos; aunque tampoco sirve la gastada imagen de un puzzle, que es una simplificación reduccionista del proceso, una imagen que pierde precisión en su intento de inteligibilidad. El recuerdo es siempre de naturaleza fraccionaria y, a menudo, incoherente, y en el intento de otorgarle cohesión, siempre se modifica para que ofrezca el resultado apetecido, que puede variar en función variables tan inestables como las expectativas o el estado anímico. Un mismo recuerdo puede verse modificado en función del sentido que se busque en los retazos que lo componen; tanto, que puede dar lugar a dos relatos completamente opuestos. No importa tanto el hecho de despertar un recuerdo, sino las motivaciones para ese despertar y lo que se hace con él una vez activado.
«Así es como basta con cruzarse con una persona o con encontrársela en dos o tres ocasiones o con oírla hablar en un café o en el pasillo de un tren para captar retazos de su pasado. Mis cuadernos están repletos de trozos de frases que pronuncian voces anónimas. Y ahora, en una página igual que las demás, intento transcribir las pocas palabras cruzadas hace casi cincuenta años con una tal Madeleina Péraud, de cuyo nombre de pila ni siquiera estoy seguro. Irène, la meseta de Assy, Gurdjieff, un hotel de la calle de Armaillé...»
¿Cuál es el papel que debe reservarse para esos retazos de pasado cosidos en una disposición que es todo menos producto del azar? ¿El de artífices, por haber creado un relato que no deja de ser circunstancial, o el de simples testigos, sometidos a los vaivenes de una embarcación que sin patrón que la gobierne? ¿Cuáles serían las consecuencias de uno u otro rol sobre el presente? ¿Qué es lo que está más fácilmente sometido a las consecuencias de los cambios en la configuración de ese presente? ¿Afectan esos cambios a la fugaz identidad o solo son un cambio de vestuario sin más consecuencias?
«Volvía a acordarme de los planos eléctricos junto a las taquillas del metro. A cada estación le correspondía un botón en el teclado. Y había que apretar el botón para saber dónde había que hacer transbordo. Los trayectos aparecían en el plano formando líneas luminosas de colores diferentes. Yo tenía la seguridad de que en el futuro bastaría con poner en una pantalla el nombre de una persona que hubiéramos conocido tiempo atrás y un punto rojo nos indicaría en qué punto de París podíamos localizarla».
Incluso sería posible, adecuado y razonable, preguntarse las diferentes consecuencias de ese despertar de los recuerdos en función del nivel de sueño en que se encuentran; reincidiendo en el símil que Modiano establece en el título, no debería ser los mismo que se tratara de recuerdos superficiales, en fase de sueño ligero, fácilmente evocables, o en fase de sueño profundo, ese cuyo despertar provoca sentimientos de desubicación y perplejidad, y que precisa de un lapso de tiempo para adecuarse a la realidad.
«[...] en varias ocasiones me he cruzado con las mismas personas por las calles de París, personas a quienes no conocía. A fuerza de encontrarme con ellas, sus caras me resultaban familiares. Ellas creo que ni me veían y que yo era el único en fijarme en esos encuentros fortuitos. En caso contrario nos habríamos saludado o habríamos trabado conversación. Lo más perturbador era que me cruzaba con frecuencia con la misma persona, pero en diferentes barrios y alejados entre sí, como si el destino ―o el azar― insistiera para que nos conociéramos. Y, en todas las ocasiones, sentía remordimientos por dejarla pasar sin decirle nada. De aquella encrucijada salían muchos caminos y yo había descuidado uno de ellos que a lo mejor era el adecuado. Para consolarme, anotaba escrupulosamente esos encuentros sin porvenir, especificando el lugar exacto y el aspecto físico de esas personas anónimas. Y París está cuajado de puntos neurálgicos y de las múltiples formas que habrían podido adoptar nuestras vidas».
Otros recursos relativos al autor en este blog:
Notas de Lectura de Un circo pasa
Notas de Lectura de La hierba de las noches
Notas de Lectura de El horizonte
Notas de Lectura de Dora Bruder
Notas de Lectura de Calle de las Tiendas Oscuras
Notas de Lectura de Barrio perdido
Notas de Lectura de Trilogía de la Ocupación
Notas de Lectura de Flores de ruina. Perro de primavera
Notas de Lectura de En el café de la juventud perdida
Notas de Lectura de Villa Triste
Notas de Lectura de Un circo pasa en Lecturas de Abril
Notas de Lectura de La hierba de las noches en Lecturas de agosto
Notas de Lectura de Para que no te pierdas en el barrio
Notas de Lectura de Una juventud
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