La conquista de Plassans. Émile Zola. Alba Editorial, 2022 Traducción de Esther Benítez |
La conquista de Plassans (La conquête de Plassans), cuarto volumen de la serie de los Rougon-Macquart, se publicó por entregas en la revista Le Siècle y, posteriormente, en forma de libro, en el año 1874. Los protagonistas pertenecientes a la saga son: François Muret, nacido en 1817, hijo del sombrerero Mouret y de Ursule Macquart; después del suicidio de su padre, entra a trabajar con Pierre Rougon, su tío, y se casa con su hija, su prima Marthe, con la que tiene tres hijos, Octave, Serge y Desirée, retirándose posteriormente en Marsella y, por último, en Plassans. Y Marthe Rougon, nacida en 1820, hija de Pierre y Félicité Rougon. La novela se ubica temporalmemnte en la época de Napoleón III y en esa Plassans del título —una pequeña ciudad de provincias inspirada en Aix-en-Provence—, adscrita al bando legitimista, partidario de los borbones, gracias a las intrigas de la familia Rougon.
François y Marthe llevan una vida plácida en su casa solariega de Plassans en compañía de sus tres hijos, de 18, 17 y 14 años, y de Rose, su sirvienta, a la que el autor reserva el papel de testigo nada imparcial de los sucesos que transtornarán la vida familiar, una especie de notario carente del sentido común atribuido a las personas de condición humilde. A pesar de su acomodada posición económica y de reconocido prestigio social, y de la nula consideración que le merecen a François la gente de su oficio, la familia alquila el segundo piso de su casa, que no utilizan, a un sacerdote, el padre Faujas; la llegada de ese inquilino, acompañado por una omnipresente madre, a horas intempestivas y sin avisar, provoca un sentimiento de mutua incomodidad que hace prever que la convivencia no estará exenta de conflicto.
«Arriba, en la ventana, el padre Faujas, con la cabeza descubierta, contemplaba la noche negra. Estuvo allí un buen rato, feliz de hallarse por fin solo, absorto en aquellos pensamientos que ponían tanta dureza en su frente. Abajo, percibía el sueño trranquilo de aquella casa donde estaba desde hacía unas horas, el aliento puro de los hjijos, el hálito honesto de Marthe, la respiración gruesa y regular de Mouret. Y había desprecio en el enderezamiento de su cuello de luchador, mientras levantaba la cabeza como para ver a lo lejos, hasta el fondo de la pequeña ciudad dormida. Los grandes árboles del jardín de la subprefectura formaban una masa sombría, los perales del señor Rastoil alargaban unos miembros flacos y retorcidos; después, no había sino un mar de tinieblas, una nada, de la cual no surgía un rumor. La ciudad tenía una inocencia de niña en la cuna».
En realidad, Faujas, afiliado a las filas bonapartistas y enviado a la reconquista de la ciudad para las huestes imperiales, es un personaje maquiavélico y traidor al que no le dolerán prendas en perjudicar a quien sea necesario para conseguir sus tenebrosos fines; preparado por sus superiores para enfrentarse a enemigos más cualificados, la bondadosa e inocente población de Plassans no representará para su infamia más que una tarea sumamente asequible que le permitirá, además, conquistar no solo la población sino la voluntad, la buena voluntad, de sus vecinos. El afán de la familia Mouret, que implica también a Rose, tan perentorio como desmañado, por penetrar en la intimidad del cura, no consigue avanzar en su objetivo pero, en cambio, sí que desvela a este las intimidades familiares, un conocimiento que sabrá aprovechar en beneficio de sus fines.
François no es más que un burgués acaudalado que da rienda suelta a sus cotilleos el tiempo que le permiten los negocios esporádicos con los que acrecienta su fortuna; un dinero ganado a pulso hasta convertirlo en un nuevo rico, un advenedizo, a ojos de su familia política, que habían probado los sinsabores del camino inverso, de la opulencia —asociada a su nombre y a su posición— a la relativa estrechez, aunque con las ínfulas intactas y cierta reserva, no exenta de prepotencia, hacia su yerno y sobrino, que había sido contratado como dependeinte en los tiempos en que cada cosa, y cada individuo, estaban en su lugar correspondiente. Además, François evita por igual a los dos bandos políticos, al contrario que su suegra, cuya reminiscencia de su riqueza y las indicaciones de su hijo Eugène, a la sazón ministro, le obligan a mantener un salon que, en principio, acoge a miembros de ambos partidos y que es, en realidad, un nido de intrigas, traiciones y delaciones.
«—Me divierten el viejo Macquart y tu madre. ¡Ah! ¡Se detestan con toda su alma! Ya has visto cómo ella se sufocaba, al verlo aquí. Se diría que siempre tiene miedo de oírle contar cosas que no se deben saber. Materia hay de sobra, podría contar cosas peregrinas... Pero no es a mí a quien cogerán en su casa. He jurado no meterme en esos atolladeros... Ya ves, mi padre tenía razón cuando decía que la familia de mi madre, esos Rougon, esos Macquart, no valían ni lo que la cuerda para ahorcarlos. Yo tengo su sangre, igual que tú, no puede herirte que diga eso. Lo digo porque es cierto. Hoy han hecho fortuna, pero no han perdido el pelo de la dehesa, al contrario».
En cuanto a Marthe, se trata de un caso típico de esposa de un burgués, que dedica su tiempo a la crianza de los hijos, aunque, ya mayores —solo Desirée, afectada de cierto retardo, reclama constantemente su atención—, a la administración doméstica, auxiliada por la omnipotente Rose, y a lo que se conocía antiguamente como sus labores; una mujer de poco espíritu, apática y despreocupada, a la que no parece que no exista nada que pueda perturbar.
Pero sí que existe: se trata de quien menos se podría sospechar, y lo tiene alojado en su propia casa. La indiferencia, tan recalcitante como falsa, que muestra el padre Faujas con respecto a las habladurías de los vecinos de Plassans y el nulo interés que exterioriza hacia las intrigas de las diversas familias enfrentadas por motivos políticos, económicos o personales, es, en realidad, un treta para estar informado de todo lo que concierne a la población y, a partir de ese conocimiento, tener la posibilidad de controlar a unos y a otros. Parece que algunos individuos, por lo general desconfiados con los foráneos, mantienen ciertas sospechas con respecto al cura, pero en su origen no parecen más que habladurías que desaparecen cuando aparece otra persona a la que dirigir sus sospechas y sus invectivas.
«Este chismorreo de las dos señoritas puso un sudor en las sienes del padre Faujas. No pestañeó; su boca se adelgazó, sus mejillas adquirieron un tinte terroso. Ahora oía al salón entero hablar del cura a quien había estrangulado, de los negocios turbios en los que se había mezclado. Frente a él, el señor Delangre y el doctor Porquier seguían severos; el señor De Bourdeu hacía un mohín de desdén, conversando bajito con una dama; el señor Maffre, el juez de paz, lo miraba de soslayo, devotamente, olfateándolo de lejos, antes de decidirse a morder; y en el otro extremo de la estancia, la pareja Paloque, los dos monstruos, alargaban sus rostros marcados por la hiel, donde se encendía la maligna alegría de todas las crueldades propaladas en voz baja. El padre Faujas retrocedió lentamente, al ver a la señora Rastoil, de pie a unos pasos, regresar a sentarse entre sus dos hijas, como para meterlas bajo su ala y protegerlas de su contacrto. Se acodó en el piano que encontró detrás de él, y allí se quedó, la frente alta, la cara muda y dura como una cara de piedra. Decididamente, había un complot, lo trataban como a un paria».
El primer paso de Faujas para satisfacer sus intenciones, debía ser la integración total en la comunidad, y ni siquiera tiene que darlo él, es el propio François quien insiste en invitarle, junto con su madre, a pasar las veladas en su casa; una propuesta a la que el cura, tras una fingida vacilación, acaba aceptando. Esa recién adquirida relación será el primer paso para las pretenciones de Faujas y la aprovechará para intimar con Marthe, la verdadera, a pesar de las apariencias, puerta de entrada a la familia y a todo lo que significa esa relación como punto de partida de su proyecto de conquista.
«En la otra punta, a los dos lados de la estufa, el padre Faujas y Marthe estaban como solos. El cura sentía un desprecio de hombre y de sacerdote por las mujeres; las apartaba, al igual que un obstáculo vergonzoso, indigno de los fuertes. A su pesar, ese desprecio se traslucía a menudo en una palabra más ruda. Y Marthe, entonces, presa de extraña ansiedad, alzaba los ojos, con uno de esos temores bruscos que le hacen a uno mirar detrás de sí por si algún enemigo escondido levanta el brazo. Otras veces, en medio de una risa, se detenía bruscamente, al ver la sotana; se detenía, cortada, extrañada de hablar así con un hombre que no era como los demás. La intimidad tardó en establecerse entre ellos».
El cura posee la habilidad de conseguir todo lo que se propone de las personas con cierto poder, haciéndoles creer que son ellas las que han tenido la idea; así sucede con Marthe y con su proyecto de fundar una institución benéfica, la "Obra de la Virgen", para la salvaguarda moral de las hijas de los obreros.
La influencia de Faujas, como consecuencia de aquella obra social, se va haciendo más manifiesta y sobrepasa lo que le atañe, entrando, paulatina pero irrevocablemente, en el seno de la comunidad; este ascendiente se extiende también sobre la persona de Marthe —que pasa de la indiferencia a la admiración, y de esta a la adoración—, que lo adopta como consejero espiritual y empieza a acudir a la iglesia, dando fin a una vida alejada de la religión que compartía, más por costumbre que por convencimiento, con su marido, para desesperación de François, que ve, así, alterada no solo la paz doméstica, sino también el carácter de su esposa y, como consecuencia, su relación con ella.
«Las grandes ocupaciones de Marthe, ahora, eran las misas y los ejercicios religiosos a los que asistía. Se encontraba bien en la inmensa nave de San Saturnino; allí saboreaba más a fondo el reposo totalmente físico que buscaba. Cuando estaba allí, lo olvidaba todo; era como una inmensa ventana abierta sobre otra vida, una vida dilatada, infinita, llena de una emoción que la colmaba y le bastaba. Pero todavía tenía miedo a la iglesia; acudía con un inquieto pudor, una vergüenza que instintivamente le hacía echar una ojeada a sus espaldas, cuando empujaba la puerta, para ver si había alguien mirándola. Después se abandonaba, todo se ablandaba, hasta vozarrón del padre Bourrette que, tras haberla confesado, la tenía a veces arrodillada durante unos minutos más, hablándole de las cenas con la señora Rastoil o de la última velada de los Rougon».
Esa conquista, cuyo proceso solo François parece ver, pero a la que nadie, especialmente su mujer, hace caso, parece seguir un plan calculado a la perfección cuyo siguiente paso es traer a la familia del cura, instalarlos en su alojamiento, e implicar al marido de su hermana, un sujeto sin oficio ni beneficio, aparentemente poco recomendable, en la administración de la obra social.
En este punto, aparece de forma explícita la parte de motivación política de Faujas. La división entre legitimistas y bonapartistas, a pesar de la adscripción tácita de Plassans al bando legitimista, impregna a todos los estamentos de la sociedad, no solo a nivel político local, sino también en las categorías más variadas: justicia, gobierno municipal, incluso a la iglesia. Es esta, que concierne a Faujas, la que se bate en un duelo entre las dos facciones para, por una parte, asegurarse el dominio en la materia terrenal, pero también por el poder dentro de la misma institución, y en cuyo enfrentamiento Faujas es un hábil peón que conspira en favor de los bonapartistas, revelando una ambición que sobrepasa por mucho sus aspiraciones en la conquista de Plasssans, y cuyo primer paso es conseguir, en contra de las expectativas instaladas en la Iglesia, ser nombrado párroco en esa localidad; su primer encargo es la promoción de un "Círculo de la Juventud", a semejanza de la obra social, que está dirigida a chicas, esta vez encaminado a los jóvenes de buena familia con el fin de evitarles experiencias pecaminosas —y, por supuesto, de tenerles controlados—.
«Monseñor Rousselot siguió mudo un instante aún. Era de natural muy fino, al haber aprendido el vicio humano en los libros. Tenía conciencia de su gran debilidad, incluso estaba un poco avergonzado de ella; pero se consolaba juzgando a los hombres por lo que valían. En su vida de letrado epicúreo había, a veces, una profunda burla de los ambiciosos que lo rodeaban y se disputaban los jirones de su poder.
—Vamos —dijo sonriendo—, es usted un hombre tenaz, mi querido Faujas. Ya le he hecho una promesa, la mantendré... Hace seis meses, lo confieso, habría tenido miedo de sublevar contra mí a todo Plassans; pero usted ha sabido hacerse querer, las señoras de la ciudad me hablan de usted a menudo, con grandes elogios. Al darle la parroquia de San Saturnino, pago la deuda de la Obra de la Virgen».
Al mismo tiempo, y a medida en que su influencia alcanza hasta los más recónditos componentes de la sociedad local, su maléfico influjo se ceba en la familia Mouret —el hijo más capaz intelectualmente es mandado al seminario y la esposa acaba convertida en una ferviente e inexpugnable meapilas—. La tragedia, de tintes clásicos, está servida, y Zola la expone, gradual y minuciosamente, con su maestría habitual.
«Quisiera [dice Rose, la sirvienta, cuando la catástrofe se ha consumado] que la casa se nos cayera encima, para que todo terminase de golpe... Me meteré en un agujero, viviré sola, no veré nunca a nadie, nunca, nunca. La vida entera está hecha solo para llorar y para montar en cólera».
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Relación de los títulos que componen el ciclo (fuente: Wikipédia) y Notas de Lectura, cuando proceda, incluidas en este blog:
La fortuna de los Rougon. Los Rougon-Macquart I
La Curée, A. Lacroix, Verboeckhoven et Cie, Paris, 1872
La jauría. Los Rougon-Macquart II
Le Ventre de Paris, Charpentier, Paris, 1873
El vientre de París. Los Rougon-Macquart III
La Conquête de Plassans, Charpentier, Paris, 1874
La conquista de Plassans. Los Rougon-Macquart IV, en este post
La Faute de l'abbé Mouret, Charpentier, Paris, 1875
La culpa del abate Mouret. Los Rougon-Macquart V
Son Excellence Eugène Rougon, Charpentier, Paris, 1876
L'Assommoir, Charpentier, Paris, 1878
Une page d'amour, Charpentier, Paris, 1878
Nana, Charpentier, Paris, 1880
Naná. Los Rougon-Macquart IX
Pot-Bouille, Charpentier, Paris, 1882
Au Bonheur des Dames, Charpentier, Paris, 1883
El Paraíso de las Damas. Los Rougon-Macquart XI
La Joie de vivre, Charpentier, Paris, 1883
Germinal, Charpentier, Paris, 1885
Germinal. Los Rougon-Macquart XIII
L'Œuvre, Charpentier, Paris, 1886
La obra. Los Rougon.Macquard XIV
La Terre, Charpentier, Paris, 1887
Le Rêve, Charpentier, Paris, 1888
La Bête humaine, Charpentier, Paris, 1890
La bèstia humana. Los Rougon-Macquart XVII
L'Argent, Charpentier, Paris, 1891
La Débâcle, Charpentier et Fasquelle, Paris, 1892
Le Docteur Pascal, Charpentier et Fasquelle, Paris, 1893
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