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Jusqu'à Faulkner. Pierre Bergounioux. Gallimard, 2002 |
Es un hecho indudable, a poco que se conozca a Pierre Bergounioux, que la sombra de William Faulkner está presente tanto en sus escritos como en su concepción personal de la literatura; el autor de Corrèze quiso hacer más explícita esa admiración escribiendo este Jusqu'à Faulkner, publicado en octubre de 2002 por Gallimard en su colección L'un et l'autre, un reducto inaugurado en 1989 dedicado a textos de escritores sobre escritores.
François Bon, colega y buen amigo de Bergounioux, publicó en el periódico L'Humanité, apenas un mes después, el 13 de noviembre, un texto relativo a ese libro que va mucho más allá de la típica reseña de suplemento cultural; posteriormente, en 2016, Bon amplió aquel artículo y lo incluyó en el volumen Contemporains.
El texto que sigue es la traducción de ese artículo, que Bon tituló Écrire n’est pas tout à fait tout.
Escribir no lo es todo. Pierre Bergounioux
François Bon
Hace falta, como mínimo, mucho coraje. Probablemente, la colección azul de Gallimard [1], con su exigencia triangular (el texto une dos figuras, la del autor reflejado en su otro, como Michon a través de Rimbaud [2] o Florence Delay a través de Nerval [3]), incita a tomarse esa libertad. También parece cierto que la confrontación, situada en el campo mismo de la literatura, desplaza y borra lo que constituirían huellas de lo pensado más que de lo sensible, de lo razonado más que de lo intuitivo, de los mecanismos secretos que se insertan en la duración íntima de la lectura (la madre de Rimbaud tal como la despliega Michon, o el padre de Nerval tal como lo reconstruye Florence Delay).
Teniendo en cuenta estos precedentes, sorprende, en el Faulkner visto según Bergounioux [4], la increíble ausencia de alguna mención sobre la tarea literaria o de la literatura como tarea. O bien, en el autorretrato que se esboza en ese texto, la osadía de una orgullosa igualdad entre el provinciano que prepara en un liceo de Limoges su examen de ingreso a la École Normale Supérieure [5] (véase el final de C’était nous [6]) y el hijo de un ferretero de Misisipi, que se afligía por ser demasiado bajo de estatura. Lo que importa describir es el desgarramiento que se apodera de uno al escribir y adónde conduce, cómo se aferra uno a la primera confrontación sin ni siquiera decidir el terreno preciso y brutal de esa confrontación, el conflicto que se instaura entre la completa lucidez que exige la percepción de ese desgarramiento y la inmersión total en la irracionalidad que conlleva esa misma confrontación, aquello contra lo que se lucha.
Bergounioux se distingue a primera vista. Viene con todos sus defectos, su desprecio irrazonado por Balzac y su insistente y ancestral veneración por Flaubert, a pesar de no jactarse excesivamente de su tesis doctoral dirigida por Roland Barthes y dedicada al viejo normando. Se le distingue por su manera de volver a dibujar, en cada nuevo libro, su paisaje intelectual, con la estufa donde el mercenario Descartes tuvo su revelación [7], o Hegel, con el manuscrito de su Fenomenología [8] bajo el brazo, huyendo del avance de las tropas napoleónicas, y también su propio encuentro con Faulkner. Si ese paisaje se enriquece con una nueva fractura es porque aquí, junto a la figura del menudo Faulkner, aparecen también dos sombras igualmente enjutas: Proust y Joyce; y porque a todos los miembros de ese trío de comienzos del siglo (con Kafka como tercer componente), los hace tropezar con esa misma impredecibilidad, con el hecho de que la obra solo se descubre —un concepto tan proustiano— a contrapelo del lugar donde se elabora, allí donde ejerce sobre uno mismo su violencia. Es realmente impresionante ver a esos tres (con Kafka detrás, silencioso) deambular casi en relieve por el libro de Bergounioux, con bigotes o zapatos de charol incluidos, sin que jamás se les conceda escribir, pero enteramente entregados a ese enigma que los atrapa y que se expresa en la confrontación violenta, azarosa, siempre desplazada respecto de donde podría haber sido aceptable, con el estado del mundo que les corresponde.
Bergounioux se distingue también porque, en este juego de espejos que es la base de esta colección y que permite el ejercicio de esa fraternidad, el paisaje autobiográfico también nos resulta familiar. Por ejemplo, su encuentro con las páginas ilegibles de Faulkner (el primer contacto con Faulkner siempre comienza por esa ilegibilidad, y es desde ahí que hay que aprehenderlo) en la biblioteca municipal de Brive, en Corrèze. Ya se nos había presentado en ese libro asombroso de Bergounioux titulado La Mort de Brune [9], sobre ese mariscal napoleónico [10] olvidado en todas partes salvo en Brive, donde tiene su retrato en el museo [11]. Un libro asombroso porque se mantiene en el linde de la novela, porque nos obliga a permanecer en esa frontera de la ciudad antes de la irrupción de la primera gasolinera con el acceso asfaltado. Aquello que salva la pulsión novelesca, que pone al descubierto la furia de escribir para explicarse a sí mismo junto con el mundo, sin volcarse nunca más allá de lo presente, de su opacidad enunciada, es, en la experiencia subjetiva de los micromundos parciales a través de los cuales se materializa ese objeto complejo que llamamos ciudad, el sentimiento de presencia y el enigma de cada rincón de lo real. Bergounioux nos repite la escena del adolescente ante el libro ilegible como si nunca hubiéramos leído ninguno de sus libros, o tal vez con el pretexto de que él mismo nunca los relee.
Pero ¿cómo aprehender, si no es mediante esa recurrencia, mediante esta sujeción a lo dado, mediante este retorno al mercenario que sueña junto a la estufa, la idea que Bergounioux pone en primer plano, es decir, que la novedad, la ruptura que instaura la obra, no puede tener otra relación con el mundo, con el instante en que emerge de él, sino a través de adjetivos como fallido, como frustrado? Que el mundo, con sus voces autorizadas, los utilice para poner en orden su propia casa: que Proust, Joyce y Faulkner se presenten con su manuscrito ilegible en la mano, o que uno se lo imponga a sí mismo, como Kafka, a quien molestaba que en todas sus novelas el inicio y el final tuvieran sy lugar fijo, pero que el orden intermedio de los capítulos fuera intercambiable. Y sin embargo, es precisamente este asalto gigantesco al tiempo, con el trío ampliado formulando en cuatro modos distintos pero igualmemnte sobresalientes una forma de abordar el tiempo heredado, lo que hoy en día los convierte en tan necesarios para nosotros.
A la mayoría de nosotros nos hicieron falta cuatro o cinco de esos libros delgados, que se presentaban cada uno como un relato autobiográfico simple, lineal, para comprender, en estos últimos años, en qué lugar se ubicaba el obrador de Bergounioux y la novedad formal que significaba, el lugar en el cual debía debatirse, dónde tenía que requerir, para avanzar, esa confianza terca y obstinada tomada de los tres hermanos (y la sombra en negro detrás). Sí, recurre a la autobiografía para sus relatos, pero estos revisitan cada vez los mismos lugares y las mismas discretas fracturas del tiempo, sin que sea posible una articulación entre ellos. El mundo mediante el que uno se explica persiste en la presencia que se alza a partir del mismo, y la pulsión novelesca hace que se desborde, del sistema organizado de frases, la frase deliberadamente áspera y breve, gramaticalmente tensionada, de Bergounioux, en lucha contra ese desbordamiento incesante del pensamiento ante el enigma inmediato, aquello que debe desecharse de nuevo en cada libro para volver a lo que, bajo la presencia enunciada, es origen discernible. No cabe extensión horizontal ni continuidad, sino ir despojándose progresivamente de la ficción para insistir, una y otra vez, en las figuras primigenias, aunque ello implique seguir dos, tres o cuatro veces al adolescente entrando en la biblioteca municipal, repentinamente atrapado por una angustiosa conmoción porque una página de relato, ahí delante, sobre la mesa, no es legible. Escribe Bergounioux: «El pensamiento nace de un fracaso».
Bergounioux insiste en la imposibilidad de volver a ensamblar esa fractura porque, una vez exhibida y reiterada, su construcción como presencia nunca recupera el mundo que está en el origen de la necesidad angustiosa de explicarse, que es precisamente lo que lo hace humano; porque la misma lucidez, ejerciendo una curiosidad ineludible, no puede segregarse de la angustia, como en los primeros mitos, que se renuevan por la misma razón. La explicación se vuelve imprescindible porque la imagen multiplicada en las fracturas entre sus relatos se convierte en el vínculo óptico con lo que permanece enterrado. Aquí está Faulkner, que no escribe, descalzo, en su foto de clase en la escuela primaria de Oxford, Misisipi, y aquí están las calles de Brive, en Corrèze, el mismo día, con la misma impugnación de que escribir allí sea posible, o de que la literatura forme parte de la confrontación permanente de los hombres con aquello que los desborda, la prueba de una economía común de esfuerzo y miseria. Escribe Bergounioux: «Escribir puede parecer siempre y en todas partes posible, pero esto no son más que palabras.»
Este libro ofrece el placer de una novela, porque no se trata en él de razonar como Einstein, sino que le vemos bajar del tren, y que sus hábitos de vestimenta, apenas evocados, entran en resonancia con la carretera recta que atraviesa Oxford, con el depósito de chapa remachada «clavado sobre cuatro pilotes entrecruzados» junto a las vías. La ventaja de este desvío es que ingiere o devora la propia historia del pensamiento y convierte a esas cuatro siluetas entregadas a la literatura, en un mundo donde ya cuenta tan poco, en la materia misma de la confrontación fundamental mediante la cual, al ir separándose progresivamente de los viejos mitos, nació la literatura. Y en la difracción global, que se va volviendo cada vez más compleja, en la que reaparece ininterrumpidamente la misma serie limitada de figuras, entre ellas, su propio padre (basta ver cómo L’Orphelin [12] y La Mue [13] se superponen sin llegar a fundirse con la misma figura paterna que vuelve a aparecer en La Mort de Brune), siempre bajo el mismo pedazo de cielo de Corrèze, Bergounioux, al insertar ahora esta confrontación como materia misma de su trabajo literario, haciendo caminar a Proust y a Kafka por las mismas calles de su infancia, bien podría haber atravesado ya el círculo oscuro en el que se encuentran el enigma y aquello a lo que se enfrenta, con la novedad de haber debido vaciar previamente la literatura del simulacro social que, en realidad, nunca fue su verdadero sustento. Se la devuelve a un estado más salvaje, donde no tiene historia propia ni receta alguna que ayude, pasando por ese fracaso gigantesco que se les arrojó a la cara tanto a Proust como a Faulkner o a Kafka. Es un desvío decisivo, pero en el que todos participamos.
En el «reducto» donde se escribe, la cuestión es la verdad «devoradora» del mundo exterior y cómo esa verdad se ha «infiltrado» en él. Es bueno aprender a despojarnos de nuestros jirones de cultura para examinar lo que es, sobre todo, nuestro legado para el presente. La violencia y la osadía de Bergounioux, que se atreve a sacudir de nuevo a esas figuras sin considerar jamás legítimos ni el acto, ni el trabajo, ni la presencia de la literatura, son tremendamente necesarias y extrañamente perturbadoras.
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Notas:
1. Se trata de la colección L’un à l’autre, iniciada en enero de 1989, con las cubiertas de un característico color azul marino.
2. Rimbaud le fils. Gallimard, 1991. Rimbaud el hijo. Anagrama, 1991. Traducción de María Teresa Gallego Urrutia.
3. Dit Nerval. Gallimatd, 1999. Llamado Nerval. Fondo de Cultura Económica, 2004. Traducción de Matilde París.
4. Jusqu'à Faulkner. Gallimard, 2002.
5. Escuela pública de enseñanza superior de alto nivel donde se forman los futuros investigadores científicos, los profesores y los funcionarios del Estado o empleados de alto nivel del sector privado.
6. C’était nous. Gallimard, 1990.
7. Discours de la méthode. Pour bien conduire sa raison, et chercher la vérité dans les sciences, 1637. Discurso del método. Alfaguara, 1996. Traducción y notas de Guillermo Quintás.
8. Phänomenologie des Geistes (1807). Fenomenología del espíritu. Abada, 2010. Traducción de Antonio Gómez Ramos.
9. La Mort de Brune. Gallimard, 1996.
10. Guillaume-Marie Brune (Brive-la-Gaillarde, 13 de marzo de 1763-Aviñón, 2 de agosto de 1815), I conde de Brune y Mariscal de Francia.
11. Musée Labenche, museo municipal de la ciudad de Brive-la-Gaillarde, ubicado en el edificio renacentista del Hôtel Labenche.
12. L’orphelin. Gallimard, 1992.
13. La mue. Gallimard, 1992.
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Contemporains. François Bon. Tiers Livre Éditeur, 2016.
Artículo original de 2004, ampliación del aparecido el 13 de noviembre de 2002 en el periódico L’Humanité a propósito de la publicación de Jusqu’à Faulkner de Pierre Bergounioux en Gallimard.
Based on a work at http.//www.jediscequejensens.blogspot.com.